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De Armas: El Oba Obama (III)

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un artículo de Armando de Armas

Oba, como sabrán algunos, es un soberano y sacerdote de los pueblos Yorubá, tribus que, originarias de unos territorios ubicados entre las regiones del Chad y el Alto Egipto, florecerían como cultura alrededor del siglo XII en el África Occidental, especialmente en la ciudad santa de Ife y bajo los auspicios de la religión de Ifa, al suroeste de Nigeria.

Barack Obama no es soberano, es senador demócrata y aspira a presidente, pero un senador estadounidense, por no hablar de un presidente, tiene muchísimo más poder de lo que jamás soñó tener ninguno de los orgullosos reyezuelos de los predios Yorubá.

Obama tampoco es practicante de Ifa, ni siquiera es católico. Obama fue musulmán y ahora es protestante. La verdad es que ni siquiera sus ancestros paternos, su parte de la negritud, provienen de Nigeria, sino de Kenia, en el otro extremo, en el África oriental. Elementos estos que en alguna medida explicarían el desarraigo y los problemas de integración no ya de Obama -que ni siquiera es negro, sino mulato-, sino de grandes sectores de la población negra norteamericana, frente al mayor arraigo e integración de la población negra iberoamericana y especialmente caribeña.

Apuntamos a que las disímiles dificultades, fricciones, desencuentros y violencias, la enajenación en suma, de una inmigración forzada, sometida a la esclavitud en un medio y un mundo no ya absolutamente desconocidos, sino absolutamente hostiles; el salto puntual, y mayormente mortal, desde la Edad de Piedra a la Edad Moderna, se habrían agudizado francamente en los predios del colonialismo anglosajón por unas casi insalvables fracturas psicológicas y sociales infligidas por el paso, sin transición, del politeísmo, en unos casos, y del polidemonismo en la mayoría -imperantes entre las tribus africanas-, al más feroz monoteísmo de los protestantes entre la tribu anglosajona.

Situación esta que se amortiguaría en los predios bajo la égida de las monarquías ibéricas, donde ciertamente hubo, a pesar de la leyenda negativa implementada por los anglos protestantes, una mayor tolerancia con la mezcolanza no sólo sexual, sino religiosa, y donde el catolicismo, con su profusa cohorte de vírgenes y santos para cada problema de la cotidianeidad, se manifestaba en la práctica como una especie de politeísmo de baja intensidad en que, con la aquiescencia eclesial, los negros podían, detrás de esas vírgenes y santos, en unos casos acomodar, y en otros camuflar, a sus espíritus y orishas.

Esas señaladas características determinarían probablemente el menor éxito de integración racial en el sistema colonial inglés respecto al ibérico, las evidentes diferencias idiosincrásicas, de actitud ante la vida y la sociedad, de los negros en un ámbito y en el otro.

Muchos de los tropiezos que ha tenido el senador Barack Obama durante su campaña por obtener la candidatura del Partido Demócrata a la presidencia de Estados Unidos tendrían su probable antecedente en el modo de relacionarse los colonos ingleses con los negros, tanto en Norteamérica como en la misma África (no olvidemos que los ancestros paternos del senador provienen de lo que fue un enclave colonial inglés), y por otra parte en el modo en que los negros reaccionaron ante el modelo anglosajón tras la independencia, la abolición de la esclavitud, la lucha a favor de los derechos civiles, y aún en el presente, en que las secuelas de las antiguas relaciones imperiales perviven, y emergen con fuerza, luego de periodos de aparente normalidad. Esa reacción se ha canalizado, y se canaliza, de manera que amplios espectros de la población negra estadounidense no se sienten identificados con la nación que dejaron en herencia los padres fundadores sino desarraigados y, en casos extremos, enemigos de esa complejísima madeja que ha configurado históricamente a Estados Unidos.

La adopción del islamismo por una parte de la población negra norteamericana (42 por ciento de los tres millones de musulmanes domésticos son negros nacidos en el país, según datos del Consejo Musulmán Estadounidense) y el empleo de términos como afroamericanos y, más recientemente, afrodescendientes, así como el tatuaje de un símbolo maorí en el endurecido rostro del ex campeón de los pesos pesados Mike Tyson, tendrían su origen probable en un ancestral descontento psico-social y en la búsqueda desesperada de una identidad, no importa cuán alucinante pudiera parecer, más allá de los cauces nacionales. Más allá de la cultura occidental lógicamente predominante en Estados Unidos.

Cómo si no explicar los problemas del senador por Illinois resultantes de sus relaciones francamente antinorteamaricanas. El caso de su pastor y guía espiritual por más de veinte años, el colérico Jeremiah Wright, ese que ofició el casamiento de Obama, ese que luego bautizó a sus hijas, y que ha declarado y reiterado, en el Club Nacional de Prensa, que los ataques terroristas del 9/11 en Nueva York estaban justificados debido a que Estados Unidos era una nación terrorista, que el gobierno norteamericano inventó en sus laboratorios el virus del

SIDA como una forma de genocidio contra la gente de color y que, consecuentemente, era natural que Dios maldijera a Estados Unidos y, lo peor, que él como pastor decía lo que pensaba, decía la verdad, pero que era natural que políticos como Obama dijeran sólo lo que les convenía, dijeran mentira, explicando así ante la prensa la distancia que había tomado el senador demócrata de su mentor espiritual.

Sólo en el sentido analizado es que adquiere cierta lógica la amistad de Barack Obama con los terroristas William Ayers y Bernardine Dohrn, quienes entre 1969 y 1975 encabezaron el grupo Weather Underground que cometería decenas de atentados y crímenes violentos en Estados Unidos.

Michelle, la esposa de Obama, ha declarado pública y tranquilamente, como quien dice lo más natural del mundo, que la postulación de su marido la había hecho sentirse orgullosa de Estados Unidos por primera vez en su vida. Es decir, que antes de eso la señora Obama se sentiría humillada de ser estadounidense, a pesar de que esa sociedad, con la que evidentemente no se sentía a gusto, le habría proporcionado facilidades para que tanto ella como Barack estudiasen en selectas escuelas y facturasen, según la declaración de impuestos dada a conocer por la propia campaña del senador, la nada despreciable cifra de algo más de cuatro millones de dólares durante el pasado año.

Y ya que entramos en la fortuna de los Obama, observemos uno de los tropiezos del senador, relacionado igualmente con el desarraigo, pero en este caso desarraigo no a consecuencia de las secuelas dejadas en el negro norteamericano por vía del colonialismo inglés, sino desarraigo por vía de unas elites intelectuales finalmente enriquecidas de las que sin dudas Obama y su entorno forman parte. El tropiezo ocurrió antes de las elecciones primarias en Pensilvania, al decir el senador que muchos vecinos de pequeñas poblaciones obreras de ese estado están amargados y se aferran a las armas y a la religión para compensar sus frustraciones y problemas económicos.

Unas declaraciones que indicarían no sólo desarraigo, sino desconocimiento absoluto de la nación que pretende gobernar, pues dos de las insoslayables bases sobre las que se ha erigido la nación estadounidense son, precisamente, el derecho ciudadano a la tenencia y ejercicio de las armas, por un lado, y el derecho a la libertad de religión por el otro.

Olvida Obama que ambos derechos aparecen ya en The Bill of Rights o la Lista de los Derechos del Ciudadano, esa que, firmada el 15 de diciembre de 1791, define realmente a Estados Unidos, y sin la cual la Constitución nunca hubiera llegado a ser la Ley Suprema de la Nación. Olvida Obama que relacionar los problemas económicos con la fe, la fe como consecuencia de los problemas económicos, tiene más que ver con el apotegma leninista de que la religión es el opio de los pueblos que con la realidad de un pueblo que, único en el mundo, ha hecho imprimir en su moneda In God We Trust. Olvida Obama que la mayoría de los grandes monumentos arquitectónicos y artísticos de la humanidad se le adeudan más a la religión y a la opulencia que a los problemas económicos.

Cuenta la leyenda que una vez elegido un Oba en la ciudad santa de Ife, tras elaborados rituales y frente al tablero adivinatorio de Ifa, debía hablar la deidad bajo el signo de Obara, palabra que se traduciría como el Rey no dice mentira, seguido del refrán: El perro tiene cuatro patas y coge un solo camino. Lo que auguraría un buen gobierno, pues signo y refrán se referían esencialmente a que el Oba apostaría por la verdad y sabría conciliar, desde un cuerpo central o Mandala, las cuatro esquinas del reino. Era todo cuanto pedían los Yorubá a sus orgullosos soberanos.

Tercer artículo de una serie dedicada al Partido Demócrata de Estados Unidos



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Autor: Armando Añel

Armando Añel

Escritor, periodista y editor. Reside en Miami, Florida.
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