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De El bardo inmortal, Barrio azul y El submarino amarillo

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“Mi autoestima se reduce a cero cuando leo párrafos y párrafos y no logro entender qué dicen. No me entusiasmaría provocar esa sensación en los lectores”, confiesa el escritor José Abreu Felippe a la periodista de El Nuevo Herald Sarah Moreno, a propósito del lanzamiento de su última novela, Barrio azul (Editorial Silueta, 2008). Pero la sencillez – Barrio azul está redactado desde la perspectiva de un niño- es sólo una de las virtudes de este libro, que contiene muchas otras.

La obra de José Abreu Felippe (La Habana, 1947) es extensa, y buena parte de ella ha sido publicada. Considerado por los críticos uno de los integrantes más destacados de la Generación del Mariel, entre sus títulos se encuentran Sabanalamar,Siempre la lluvia, Habanera fue (con sus hermanos Juan y Nicolás Abreu), Cuentos mortales y Dile adiós a la Virgen, así como los poemarios Orestes de noche,Cantos y Elegías y El tiempo afuera (Premio Gastón Baquero de Poesía en el año 2000).

Barrio azul será presentado por el editor y crítico Rodolfo Martínez Sotomayor. Será este viernes, a las ocho de la noche, en el Centro Cultural Español de Miami (800 Douglas Rd. Suite 170. Coral Gables). Para más información, los interesados pueden llamar al 305 448-9677.

Cortesía http://www.editorialsilueta.com

Un submarino en plena faena

El ensayista y editor Ignacio T. Granados propone una nueva revista cultural, alojada en la web de la editorial que dirige en Miami. Granados resume así el concepto de El submarino amarillo, que es como ha llamado a la publicación:

“Porque es un símbolo generacional e icono de una cultura, Ediciones Itinerantes Paradiso presenta por segunda vez una revista cultural bajo un tema de los Beatles. Esta vez se trata de El submarino amarillo, que, como antes lo intentó El tonto de la colina, pretende incidir en el panorama de la cultura local. Esta no es una revista literaria en sentido estricto, sino más bien una especializada en la manufactura y distribución del libro, así como en el tratamiento teórico de la literatura contemporánea, por medio de reseñas críticas. Pero sí incluiremos literatura, a modo de ilustración y aligeramiento de nuestra densidad; y, por lo mismo, eso la hace el medio ideal para la exposición de los autores a un medio de promoción activa para su trabajo”.

Al texto completo de la presentación, así como al primer número de la revista –que les recomendamos fervientemente-, puede accederse aquí:

http://www.editpar.com/submarinoamarillo.htm

El bardo inmortal

un cuento de Isaac Asimov

-Oh, sí -afirmó el doctor Phineas Welch-. Puedo resucitar los espíritus de los muertos ilustres.

Estaba un poco bebido. De otro modo, quizá no habría dicho eso. Desde luego, era perfectamente natural hallarse un poco embriagado en la reunión anual de Navidad.

Scott Robertson, el joven profesor auxiliar de literatura inglesa, ajustó sus gafas y miró a un lado y a otro, para cerciorarse de que nadie los había oído.

-¿De veras, doctor Welch?

-Tal como digo. Y no sólo los espíritus, sino también los cuerpos.

-Yo diría que eso es imposible -manifestó muy estirado Robertson.

-¿Y por qué no? Es una simple cuestión de transferencia temporal.

-¿Se refiere usted al viaje en el tiempo? Pero eso... digamos que me parece completamente… insólito.

-No si se sabe cómo.

-¿Y bien, doctor Welch? ¿Cómo lo hizo?

-¿Cree que voy a revelárselo? -preguntó gravemente el físico. Miró vagamente a su alrededor buscando otro trago, pero no halló ninguno:

-Hace poco resucité a algunos muertos ilustres. Arquímedes, Newton, Galileo… ¡Pobres tipos!

-¿No les gustó el mundo de hoy? Yo hubiese pensado que quedarían fascinados ante la ciencia moderna -opinó Robertson, que empezaba a disfrutar de la conversación.

-Sí, claro que se quedaron… En particular, Arquímedes. Al principio pensé que iba a volverse loco de alegría, hasta que le expliqué algo de ella en un poco de griego que había estudiado. Pero no... no...

-¿Algún problema?

-La gran diferencia cultural. No lograban acostumbrarse a nuestra forma de vida. Se sentían terriblemente solitarios y asustados. Tuve que devolverlos a su tiempo.

-¡Qué lástima!

-Sí. Grandes mentes, pero no flexibles. No universales. Así pues, probé con Shakespeare.

-¿Qué! -aulló Robertson, a quien el personaje tocaba más de cerca.

-No grite, muchacho -recomendó Welch-. Es de mala educación.

-¿Ha dicho que resucitó a Shakespeare?

-Pues sí. Necesitaba a alguien con una mente universal, que conociera lo bastante al ser humano como para ser capaz de convivir con él fuera de su propia época. Shakespeare me pareció el más indicado. Por cierto, me dejó su firma como recuerdo...

-¿La tiene aquí? -preguntó Robertson, con ojos desorbitados.

-Aquí mismo -Welch hurgó en los bolsillos de su chaqueta, uno tras otro-. ¡Ah, aquí está!

Tendió al profesor una tarjeta en cuyo anverso podía leerse L. Klein e hijos. Ferretería al por mayor. En su reverso aparecía escrito, con enrevesada caligrafía, Will Shakespeare.

Una disparatada conjetura asaltó a Robertson.

-¿Qué aspecto tenía? -preguntó.

-No lucía como en sus retratos. Calvo y con un feo bigote. Hablaba con marcado acento irlandés. Desde luego, hice cuanto pude por reconciliarle con nuestra época. Le dije que teníamos en la mayor estima sus piezas de teatro y que aún seguíamos representándolas. De hecho, le aseguré que en nuestra opinión eran las obras maestras de la literatura en lengua inglesa, tal vez las obras maestras de toda la literatura.

-Muy bien… muy bien… -aprobó Robertson sin aliento.

-Le expliqué que se habían escrito volúmenes y volúmenes de comentarios sobre ellas. Naturalmente, deseó ver uno de ellos y fui a buscárselo a la biblioteca.

-¿Y...?

-¡Ah! Se mostró fascinado. Desde luego, tropezó con dificultades respecto al idioma actual y las referencias a los acontecimientos ocurridos a partir del 1600, pero le ayudé a comprenderlos. ¡Pobre hombre! No creo que esperase tal trato. “¡Alabado sea Dios!”, comentó. “¡Qué de cosas han parido las palabras en cinco siglos! ¡Qué homérica inundación puede dar de sí un paño mojado!”.

-No… no diría eso. William Shakespeare no diría eso…

-¿Y por qué no? Escribía sus piezas con la mayor rapidez posible. Tenía el plazo limitado, me dijo. Por ejemplo, acabó Hamlet en menos de seis meses. El argumento ya era conocido. Él se limitó a pulirlo.

-Es todo lo que se le hace a un espejo telescópico… pulirlo -se indignó el profesor de literatura inglesa.

El físico pasó por alto la observación y, reparando en un cóctel incólume sobre la barra, a sólo unos pasos, se lo apropió.

-Le dije al bardo inmortal que hasta dábamos cursos universitarios sobre Shakespeare.

-Yo doy uno.

-Lo sé. Lo matriculé en su curso nocturno de ampliación. Jamás vi a un hombre tan ávido por descubrir lo que la posteridad pensaba de él como lo estaba el pobre Will. Trabajó con mucho empeño en eso.

-¿Matriculó a William Shakespeare en mi curso? -farfulló Robertson.

Incluso considerándolo como una fantasía alcohólica, el pensamiento le causó vértigo. ¿Pero era en verdad una fantasía alcohólica? Comenzaba a recordar a un hombre calvo de raro, singular léxico.

-No con su nombre verdadero, desde luego -dijo el doctor Welch- ¡Lo que tuvo que soportar! Cometí un error, simplemente. Un gran error. ¡Pobre tipo!

Había alcanzado ya el cóctel y meneaba la cabeza con la vista clavada en él.

-¿A qué error se refiere? ¿Qué sucedió?

-¡Tuve que enviarle de nuevo al 1600! -rugió Welch con indignación-. ¿Cuánta humillación cree usted que puede soportar un hombre?

-Pero… ¿de qué humillación me habla?

El doctor Welch vació de un solo trago su copa.

-¡Usted, amigo mío...! ¡Usted cometió la imperdonable estupidez de suspenderlo!



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El Reducto que los ingleses se negaron a canjear por la Florida

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Autor: Armando Añel

Armando Añel

Escritor, periodista y editor. Reside en Miami, Florida.
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