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Valdés Zamora: Kundera y ciertos seres insoportables

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un artículo de Armando Valdés Zamora

Milan Kundera no necesita presentación. Es uno de esos escritores que se conocen hasta sin habérseles leído. Un gran mérito ése, pienso, cuando se sabe que Milan desde hace años rechaza toda aparición en público y toda entrevista. Todo lo contrario a lo que caracteriza a los escritores ligths de nuestra época, adeptos a cuanta pirueta pública ayude a aumentar las ventas de los libros y permita olvidar el muchas veces pésimo contenido de los mismos.

Kundera vive en París desde el año setenta y cinco, cuando saliera huyéndole al comunismo entonces checo y eslovaco. Sin embargo, sus relaciones son conflictivas, tanto con los franceses que lo acogieron como con los checos que no pueden deshacerse de él.

Las razones de estos encontronazos, por supuesto, son diferentes. Los franceses no le perdonan que escriba en francés, lo cual a su vez molesta a los checos, quienes lo ponen en el mismo nivel de rechazo que a Kafka, que, como todos saben, escribió en alemán.

Pero hay más, por supuesto. Por ejemplo, Kundera publicó su novela La ignorancia en otros idiomas antes que en francés, la lengua en la cual fue escrita. La novela sólo se publicó en Francia años después de editada en español. Los checos tampoco aceptan que este compatriota polémico haya triunfado por su genio y por encarnar el intelectual disidente de Europa del Este, exilado en París, además, al mismo tiempo que ellos soportaban adentro las dosis nada leves de precariedad y represión propias de todo régimen totalitario.

Hace tiempo, de una manera u otra circulan rumores –sobre todo venidos de Praga- que aluden a una supuesta colaboración del joven Kundera con la policía política comunista.

Todos conocen ahora el escándalo de hace unos días: medios de prensa citaron la información de Respekt, un semanario checo, donde se reproduce un supuesto documento de 1950 de la policía en el que figura el nombre del autor de La insoportable levedad del ser como el del delator de Miroslav Dvorácek, desertor del servicio militar e hipotético agente de occidente.

Parece ser que el novio de la amiga que hospedara a Dvorácek, un tal Miroslav Dlask, antes de morir le dijo a la chica, convertida en su mujer, que él había revelado a Kundera el paso de Dvorácek por el cuarto de estudiante de su entonces novia. Del tiro Dvorácek fue condenado a veintidos años de trabajos forzados, de los cuales cumpliría catorce.

La difusión de la noticia fue instantánea y universal, como corresponde, me digo, a una información relacionada con alguien de tanta notariedad como Kundera. Rápida fue también la negación del escritor.

Se supo en pocas horas que el tal Dvoráck tiene ahora ochenta y tres años y vive en Suecia. Su enfermedad –y el tiempo, supongo yo- no lo motivaron a echarle leña al fuego, como sí hizo su mujer. “Nunca confiamos en él”, dijo esta mujer famosa gracias al sufrimiento del marido, e inquisidora de unas horas de Milan.

Las especulaciones, acusaciones y defensas se sucedieron en poco tiempo. Y casi nadie reparó en otra información llegada poco después. Yo la leí el 17 de octubre en El Figaro, el más importante períodico conservador francés.

Según cuenta el historiador checo Zdenek Pesat, fue el propio Miroslav Dlask quien denunciara a Dvorácek. La fuente no puede ser más fidedigna: se lo contó a él mismo.

Extrañamente, el documento que inculpa a Kundera no está firmado por éste ni por nadie, como señala Mónica Zgustova en su artículo Kundera y sus inquisidores, publicado en El País. En este caso, o fue el propio Dlask quien hizo la denuncia en nombre de Kundera, o el documento es una superchería que dejaría mal parado al llamado Instituto para el Estudio de los Totalitarismos, el origen de las revelaciones.

Casi veinte años después de la caída del comunismo ya no son secretos los métodos con que se fabricaban testimonios y pruebas contra los disidentes. Esto, más la fragilidad del miedo de la que no escapa ningún ser humano en tales circunstancias de vigilias y denuncias, son los argumentos más sólidos de quienes defienden al escritor.

Siempre he pensado que los pueblos se equivocan al proclamar a sus ídolos literarios. Es decir, que dichas proclamaciones no coinciden con las canonizaciones que se hacen desde el exterior, a mi modo de ver más objetivas.

Ejemplos de lo anterior sobran. Los argentinos durante años negaron la grandeza de Borges. Muchos mexicanos condenaban a Octavio Paz y no le perdonan a Carlos Fuentes la frase de tener que vivir fuera de México de tiempo en tiempo por higiene mental. Sin hablar de las relaciones de los peruanos con Vargas Llosa o la de los propios franceses con Marcel Proust: “Eso es Proust”, acostumbran a decir, de manera despectiva, cuando las frases son extensas o se regodean en una descripción memorística. No hablo de las relaciones de los cubanos con sus escritores, tema complejo y polémico. Baste recordar las ronchas provocadas hace apenas unos años por el ensayo Oye mi son: el canon cubano, del académico cubano-americano Roberto González Echevarría, quien se ocupaba de enumerar y calificar una lista de los escritores cubanos fundamentales del siglo XX.

Y hace unos meses mi alegría fue inmensa al descubrir esa idea de los ídolos locales errados en El telón, el último libro de ensayos publicado por Kundera. El escritor franco-checo lo explica de dos maneras. Primero, por ejemplos de escritores reconocidos por críticos extranjeros: Rabelais por el ruso Bakhtine, Dostoïevski por el francés André Gide, Ibsen por el irlandés Shaw, James Joyce por el austríaco Hermann Bosch, y así sucesivamente.

Pero Kundera también se refiere al provincianismo, la incapacidad (o el rechazo) de insertar su propia cultura en un gran contexto. El provincianismo de las pequeñas naciones, dice, se explica por el interés de éstas de preservar sus ídolos del gran contexto mundial, de retenerlos en casa. Sobrepasar los límites de casa es visto como algo pretencioso, despreciable con respecto a los orígenes. Lo mismo, me repito, que anima cierta aversión crónica de los checos hacia Kundera.

Yo, que leía a Kundera como terapia sensible e inteligente en Cuba a través de urgentes préstamos de amigos, y encontré después en París en nuevas relecturas de sus libros la respuesta a muchos comportamientos humanos en mis discusiones con los franceses, quiero que Kundera sea inocente. Que no tenga nada que ver con esa delación dudosa. Es más, transformo en hipótesis ese deseo, y me digo que en este asunto él es la víctima de un coctel nocivo de envidia nacional provinciana por sus méritos en lo que Goethe llamara la literatura mundial o Weltliteratur, y de cierta impotencia de quienes, aun reconociéndolo, no le perdonan ser auténtico y crítico en temas y comportamientos que no coinciden con la disciplina bufonesca que debe respetar casi todo escritor conocido que quiera ser vendido como tal en nuestros días.



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Autor: Armando Añel

Armando Añel

Escritor, periodista y editor. Reside en Miami, Florida.
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