Actualizado: 22/04/2024 20:20
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Brigada 2506, Bahía de Cochinos

Amanecer en Girón

De cuando Raúl Castro nombró Jefe de la Base Aérea de San Antonio de los Baños a su chofer, hombre de su confianza pero un perfecto ignorante

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Corrían los primeros meses del año 1960. Ya habían sido sacados de la Fuerza Aérea la casi totalidad de los pilotos que habían servido en las fuerzas armadas de la derrotada dictadura, pero hubo una cantidad de nuevos ingresos con el triunfo de la revolución, por lo que quedaba una buena cantidad de aviadores. La mayoría de estos habían participado en conspiraciones contra la dictadura de Batista, varios de ellos estuvieron condenados a largas penas de prisión y otros procedían de la Fuerza Aérea Rebelde que había organizado Raúl en su territorio guerrillero del Segundo Frente “Frank País” en la región intramontana del valle de Mayaría, y que ya contaba con algunos pilotos revolucionarios donde se destacaban Silva Tablada y casi al final de la guerra los pilotos Michel Yabur y Adolfo Díaz Vásquez, que llevaron dos aviones de combate F-51D Mustang desde Miami hasta ese Segundo Frente de la región oriental de Cuba en noviembre de 1958. Días después el piloto Jorge Triana llevó otro avión de combate T-28 para Mayarí Arriba.

De manera que en esos primeros meses del año 1960, los pilotos de la Fuerza Aérea todavía sobrepasaban en una buena cantidad a los pilotos que después formaron parte de la aviación organizada por Estados Unidos para la invasión de Bahía de Cochinos.

Entonces, un grupo de aquellos pilotos comenzaron a cuestionar el rumbo hacia el comunismo que tomaba Fidel y la colocación de elementos del Partido Socialista Popular en posiciones claves.

El resultado fue —como suele ocurrir en ese proceso— que se adelantaron a toda posible conspiración. Así que en la mañana del 8 de mayo de 1960 irrumpieron en la Base Aérea de San Antonio de los Baños los carros patrulleros del G-2 y arrestaron a casi una treintena de pilotos, incluyendo al entonces jefe de la Base Aérea el Capitán Rolando Cossío Soto, uno de los pilotos que había cumplido prisión por rebelarse contra Batista.

Entre los detenidos estaban también el Capitán Antonio Blázquez, jefe del Escuadrón de Persecución y Combate (T-33 y Sea Fury), combatiente de la Sierra Maestra; el capitán Gastón Bernal jefe del escuadrón de bombarderos ligeros B-26; y el capitán Orestes del Río, que había sido jefe de la Fuerza Aérea Rebelde en el segundo Frente de Raúl Castro. Y entre los “brujitas” menos importantes estábamos el teniente Raciel Castro, también del Segundo Frente, y yo —pinareño al fin y al cabo, dirían algunos.

A los únicos que no se les echó el guante fue a Enrique Carreras, Álvaro Prendes, Douglas Rudd, Alberto Fernández y Gustavo Bauzac.

Me adelanto a declarar que yo no estaba metido en nada. Es decir, me habían metido en el jamo sin beberla ni comerla. Todo mi tiempo estaba dedicado entonces a dominar el T-33. Para hablarles claro: en que esa máquina no me matara. En aquella época, cada despegue, cada aterrizaje y no digo cada movimiento del bastón de mando era en mi caso una maniobra desesperada de supervivencia, y que debía mantener en el más estricto silencio, para que nadie en mi entorno de bravucones pilotos se percatara de mis impericias de principiante. Así que qué rayos iba a estar yo pensando en conspiraciones ni que en un fantasma llamado comunismo recorría Europa.

Esa mañana llega a los calabozos del G-2, en 5ta y 14, en Miramar, el comandante Piñeiro (Barba Roja) que se encontraba al frente de la contrainteligencia y pregunta quién es Rafael del Pino. Respondo que soy yo, abren la reja y me dice que puedo regresar a la base aérea, que había habido una confusión conmigo. Esa misma tarde hablo con Douglas, que tenía buenas relaciones con los comunistas para preguntarle qué diablos estaba sucediendo.

Había librado en tablitas, de milagro. En aquel momento me entero de que mi hermano mayor, estudiante de derecho en la Universidad de La Habana, intelectual que hablaba siete idiomas, era un miembro clandestino del Partido. Luego de que Douglas me explicara el argumento empleado para liberarme, lo que pensé a continuación es algo que a lo mejor ustedes no quieran oír ahora: “Bueno, la aviación de combate ha menguado porque no todo los pilotos tienen un hermano comunista”.

Pero lo peor vino a continuación. Al parecer, desconfiando todavía de los cinco gatos que quedábamos, nombra Jefe de la Base Aérea de San Antonio de los Baños a su chofer, Raúl Guerra Bermejo, alias “Maro”. Y digo desconfianza para no decir un descomunal absurdo del actual Presidente de la república.

Pasaron solo tres días para que el chofer estampara su firma. Uno de mis alumnos en el entrenamiento intensivo que dábamos a nuevos cadetes, el teniente Diego Oquendo, taxeaba el AT-6 en el que acababa de solear, pero choca con un tractor que se dedicaba a cortar la hierba de los bordes de la pista. Maro pasaba por el lugar y enfurecido se dirige al avión con el ala rota por el tractor. Todos pensamos que el pobre tractorista sufriría las consecuencias, pero no, en su lugar vimos a Oquendo en el asiento trasero del jeep de Maro rumbo al calabozo por “haber roto irresponsablemente un tractor en el taxi way”

A partir de aquel día la Base Aérea de San Antonio de los Baños pasó a ser el recinto de pilotos por cuenta propia. Los pilotos volaban “por la libre” —como se le llamaba entonces—, hacían sus planes propios, se preparaban para rechazar los ataques… y Maro ni se enteraba. Éramos verdaderamente libres. Hacíamos lo que nos daba la gana. Quién sabe, a lo mejor ese espíritu de absoluta libertad con que nos preparamos para la “invasión yanqui” fue lo que nos permitió ganar el dominio del aire en los días decisivos sobre Bahía de Cochinos, entre el 17 y 19 de abril de 1961. La responsabilidad de los irresponsables. Ni sabíamos ni nos preocupaba lo que teníamos por delante.

Los aviones, debo aclararlo, no eran tan pocos ni tan maltrechos “por viejos y por el bloqueo”, como cuenta la leyenda. Estaban en esas condiciones por diversas razones que podemos ponderar ahora, aunque ya no tenga sentido. (Lo único que tiene sentido es que la aviación invasora completa está en el fondo del mar, al sur de Cuba, desde hace muchos años.) Quizá al lanzar a la calle a todo el personal técnico y mecánico del ejército anterior —solo dejaron al teniente Irene en los T-33 y al sargento Juan María en el departamento de paracaídas— se perdió un considerable apoyo de gente experimentada y con un excelente entrenamiento. Los aviones ingleses Sea Fury eran nuevos, de paquete, acabados de recibir por Batista un mes antes de su caída, e incluso el último lote de cuatro aviones llegó a principios del año 60. Los ingleses vendían todas las piezas de repuesto que se hubiesen ordenado, pero el Gobierno prefirió apostar a la llegada de los MiGs y no gastarse unas divisas que ya comenzaban a escasearle.

En cuanto a los T-33, las pocas piezas de repuesto que recibimos para estas máquinas de fabricación americana, las pudo resolver el Capitán Antonio Blázquez —el ya citado jefe del Escuadrón de Persecución y Combate— a través de un gringo contrabandista que suministraba lo que se le pidiera siempre que se le pagara por adelantado y “en cash”. Pero Blázquez fue arrestado, y encarcelado durante cinco años por la supuesta conspiración abortada, que algunos describen como la consecuencia de “expresar su criterio del rumbo totalitario a que se dirigía la revolución”.

Pero llegó ese día del inolvidable abril y cuando se efectúa el desembarco de la Brigada 2506 por Bahía de Cochinos, la orden que se escucha por el teléfono desde el Puesto de Mando General por parte de Fidel Castro es:

— ¡Carreras, hunde esos barcos y ataca los aviones!

— ¡Patria o Muerte!— respondió el Viejo.

En ese amanecer entramos en acción los irresponsables del cielo, y como lo habíamos concebido entre nuestros propios planes, le infligimos un golpe demoledor a la operación de desembarco.

Como hasta la tarde de ese día crucial no había comunicación estable con el Estado Mayor General, y nosotros ignorábamos completamente al chofer de Raúl Castro que daba carreras de un lado a otro sin saber qué hacer mientras despegábamos y aterrizábamos constantemente, Fidel Castro decide enviar al Ministro de Comunicaciones Raúl Curbelo Morales para que se hiciera cargo de las operaciones, y que empeñara todos los recursos de su Ministerio en garantizar las comunicaciones.

La libertad de actuación había probado ser productiva, aunque solo fuese por esta vez. Y le probó algo a la dirección del país. Los hombres que están dispuestos a luchar y morir por una causa que consideran justa siempre tienen la posibilidad de sorprender.


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