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Crónicas

El afortunado infortunado

Álvaro Prendes nunca se arrepintió de su amor por la revolución, tampoco de haberse sumado a quienes abogaban por una transición pacífica.

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Me contaba Álvaro Prendes (cuyo aniversario 80 conmemoré la noche final de 2008 saliendo a mirar al cielo de vez en vez, por si pasaba su avión) que una vez un vecino le dijo con cara de envidia: "Tigre, qué afortunado tú eres". De momento, el entonces Héroe de Playa Girón permaneció perplejo descifrando a su vecino y colega en las filas de la gloria.

 

Él, sí, en los tres días de la batalla de Girón derribó tres aviones, hundió un barco, o medio lo hundió, impidió el reembarque de decenas de enemigos ametrallándolos en la playa con los calibres cincuenta de su famoso avión T-33, cuando perdida la batalla huían a la desbandada ("dándoles flít", escribiría él), y días más tarde persiguió y kolimó un avión espía que iría a caer en Costa Rica.

 

Pero el vecino del elogio, comandante igual que él, era de los que se lució combatiendo en la Sierra Maestra al ejército de la dictadura. Luego entonces, pensó Álvaro Prendes, no cabía con él carita de envidia. O lo estaba bonchando o había sido mandado a provocarlo, a "calibrarlo", pues se sentía bajo sospecha.

 

Años antes, a la terminación de la crisis de los misiles, lo sometieron a un consejo de guerra, lo despojaron de sus grados y lo enviaron de castigo a un cayo gobernado por los mosquitos por desobediente, porque, pasando por alto los conductos reglamentarios, en aquella hora fúnebre en que la Tierra estuvo a punto de convertirse en un recuerdo de las galaxias, cambió en la base aérea a su cargo la estrategia para la protección de los aviones de combate en tierra diseñada por quien en la Fuerza Aérea no era piloto ni militar de academia, pero era el jefe.

 

Después, Álvaro Prendes voló por años de copiloto en aviones comerciales de La Habana a Santiago de Cuba. A principios de la década de los setenta escribió un libro sobre la batalla de Girón —En el punto rojo de mi Colimador— y lo hicieron comandante de nuevo. A su regreso de Yemen, donde cumpliera una misión de su especialidad, ocupó cargos de gabinete y volvió a quedar fuera del ejército a mediados de aquella propia década del perdón y la caída.

 

En el Ministerio de Trabajo, al que fuera remitido para su ubicación laboral, le ofrecieron una plaza de cazador de cocodrilos en la Ciénaga de Zapata, ya que de las posibles otras vacantes de esos tiempos, enterrador de muertos y recogedor de basura, no quedaba ni una.

 

Prendes sabía entonces de muchachas bonitas y de automóviles, como todo el que fue joven y tuvo la suerte de ser hijo de un exitoso abogado y notario de provincias, sabía de la vida militar desde sus tiempos de cadete del ejército constitucional, sabía de conspiraciones militares. En la que por instrucciones del M 26-7 había organizado en el ejército de la dictadura a su regreso de Estados Unidos, donde se graduara de piloto de guerra, hasta sedujo a su superior, el luego veterano de Girón general Cabrera, entonces comandante del escuadrón de cazas.

 

Sabía Prendes desobedecer y arrojar al mar las bombas destinadas a la población civil, como hiciera el 5 de septiembre de 1957 en la sublevación de Cienfuegos, lo que pagaría con un consejo de guerra en el que le pedirían pena de muerte; aunque al final (gracias a las relaciones de su padre, que después sería hasta morir profesor de marxismo en Guantánamo), salió con quince años de cárcel —los mismos del compañero Fidel por lo del Moncada—.

 

Pero, ocupado en esas cosas, Álvaro Prendes no había aprendido a cazar cocodrilos. Rosa, su esposa, que enseñaba inglés en un hotel, no le permitió partir hacia la Ciénaga, lo creyó una temeridad y él debió vivir del salario de ella mientras escribía un nuevo libro: el voluminoso Piloto de guerra.

 

Y un día se plantó

 

Aunque todavía a mediados de los años ochenta seguía sin la jubilación que por su edad y años de servicio le correspondía, en la puerta de su casa apareció por entonces un hombre misterioso que todos los meses le llevaba trescientos pesos, aunque sin fijar día: lo mismo podía llegar el hombre el día primero de mes que el último, sin que tampoco pudiera asegurarse. Vivía temiendo el viejo héroe de Girón si habría hombre en la puerta del mes siguiente.

 

En ese tiempo, Prendes le escribió al alto mando numerosas cartas, pero no eran las inteligentes, humildes cartas de arrepentimiento que les aconsejaban escribir sus encopetados amigos militares, pues él no oía, no quería oír.

 

De repente, un día de 1993 se plantó, citó a la prensa extranjera para la casa del disidente Vladimiro Roca, y habló. Vía Cruz Roja, al año siguiente, cuando otro de sus infartos puso de manifiesto la necesidad de una urgente intervención quirúrgica —que en aquellos primeros días del Período Especial la ciencia cubana no estaba en situación de poder hacer—, Álvaro Prendes llegó a España y de ahí, enseguida, a Miami, donde tampoco lo querían, desde luego.

 

Sin embargo, los enemigos vencidos en Girón, aquellos a los que les diera flit en la playa, ahí a mansalva, matándolos como si fueran moscas, y les derribara sus aviones, lo operaron y lo mantuvieron becado hasta que años más tarde murió.

 

Él nunca se arrepintió de su amor por la revolución antes y después de Girón, por eso no se arrepentía de haberse sumado a quienes ahora estaban por una transición pacífica hacia la democracia. "No he cambiado de bando", me dijo al recordar el día en que el vecino héroe igual él lo llamó "afortunado". En una y otra circunstancias hizo lo que entendió justo hacer.

 

Lo de afortunado, según el vecino —imagínense, él, tal vez el más infortunado de todos, seguía diciéndome Álvaro parodiando a Sor Juana de la Cruz—, le venía del hecho de que por cumplir años el 24 de diciembre podía celebrar la Nochebuena (que en aquellos años no estaba bien vista) sin llamar la atención.


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