Actualizado: 18/04/2024 23:36
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Inmigración, Cambios

¡Habemus actualización migratoria!

La cuestión migratoria no es una materia de permisos, sino de derechos

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Al fin, tras año y medio de un embarazo de alto riesgo, el Gobierno de Raúl Castro parió su actualización migratoria.

Siempre hemos opinado que todo lo que beneficie a la población cubana, que alivie el peso de esas inmensas coyundas enervantes que tiene encima, que simplifique la vida de la gente y le ahorre sufrimientos, es positivo. Y por consiguiente, creemos que lo que se ha hecho es positivo: se han flexibilizado gestiones, se han eliminado gabelas irritantes y se van a facilitar los contactos de los cubanos insulares y emigrados. Muchos familiares y amigos tendrán ahora menos dificultades para encontrarse. Y muchos emigrados tendrán que perder menos dinero pagando los servicios consulares onerosos. Es posible que se incremente la salida temporal de cubanos que estarán en otros lugares por hasta dos años, en lugar de 11 meses, con los beneficios que esto puede reportar. Por esto y por muchas otras razones que el lector notará, es bueno que esto haya sucedido.

Si, en cambio, de lo que se trata es de analizar hasta qué punto esto significa un paso importante en el fortalecimiento de la condición ciudadana de los cubanos —emigrados e insulares— entonces no hay casi nada que celebrar. Y es así porque el Gobierno de Raúl Castro ha implementado algunos cambios que mejoran su estética política, gana apoyos entre algunos sectores de emigrados y de la población insular, y de alguna manera manda un mensaje al orbe de que algo se está moviendo. Pero más allá de estos alivios adjetivos, diríamos que cuantitativos, no hay cambios fundamentales. No pasará mucho tiempo antes de que la excitación de los titulares que anuncian el fin de una época ceda el paso al descubrimiento de que asistimos al remozamiento de la que hemos vivido. Uno tan externo como el de las fachadas de los edificios a punto de derrumbarse que se pintan ante la inminente visita de un distinguido visitante extranjero.

Ante todo, la cuestión migratoria no es una materia de permisos, sino de derechos. Y existe una extensa legislación internacional que consagra los derechos a transitar libremente, a emigrar, a regresar al país de origen, y también, obviamente, a no emigrar. Y Cuba es signataria de todos ellos. A pesar de ello, el Gobierno cubano ha procedido a incautar todos los derechos al respecto. Primero, los negó absolutamente, y luego procedió a venderlos, reservándose siempre la atribución de otorgar y revocar.

Era deseable que la actualización hubiera movido la situación pre-existente en el buen sentido, que siquiera hubiese dado algunos pasos. Pero no fue así, y lo que la actualización migratoria nos ofrece es un cierto relajamiento de los permisos que el estado otorga a sus súbditos, no una devolución de derechos a sus ciudadanos. Ahora los cubanos no requerirán cartas de invitación ni tarjetas blancas, lo que les ahorra unos 300 dólares y algo de tiempo. Pero la potestad del estado para conceder el permiso —y revocarlo— queda en pie mediante el trámite del pasaporte. La migración, por tanto, sigue siendo un mecanismo de represión y control sociopolítico de la población, una potente maquinaria de expropiación de derechos en beneficio del poder inapelable de la élite política postrevolucionaria. Solo podrán viajar desde o hacia la Isla aquellos cubanos que sean premiados por su buena conducta, que en este caso supone aprender a callar y convivir con aquello que se desaprueba.

Y aunque sabemos que el estado cubano no se permite sofisticaciones liberales como esa de la transparencia, siempre golpea la manera confusa como la nueva normativa sienta las pautas para la exclusión. Se habla, por un lado, de los pecados punibles de quienes atentan contra conceptos duros y vaporosos —“interés público”, “fundamentos del Estado Cubano”, “seguridad nacional”— sin decir nunca como se definen estos conceptos, ni quien lo hace, ni siquiera quien estará a cargo de la ingrata tarea de vetar a los aspirantes no calificados. O, por otro lado, de personas que tienen funciones técnicas importantes en el desarrollo económico/social y que no podrán tomar un avión en aras de preservar “la fuerza de trabajo calificada del país”, sin ofrecer más alternativa que la reclusión forzada en la Isla por cinco años.

Otra cuestión es la mutilación temática, pues el problema migratorio cubano no se agota en el asunto de cuan libres puedan ser los habitantes de la Isla para viajar fuera de ella.

Es también el asunto del libre tránsito dentro de la Isla. Y en este sentido hay que recordar que el derecho de los cubanos a moverse libremente en el territorio nacional está coartado por el decreto 217, en virtud del cual muchos cubanos viven en la capital con los mismos derechos y acechos de los inmigrantes indocumentados en cualquier país del mundo.

Y también incluye, de manera particularmente destacada, la situación de los compatriotas que viven en otros países y que constituyen el 15-20 % más dinámico —económica y demográficamente— de la sociedad transnacional cubana. Y a expensas de los cuales se alimentan, se visten y se curan cientos de miles de familias cubanas; recibe el estado cuantiosos recursos por vías fiscal y de precios; y se realizan inversiones privadas a pequeña escala que son hoy la única fuente de empleos en la depauperada economía insular. Para estos no hay actualización, excepto un par de concesiones minúsculas referidas al alargamiento de las estadías en la Isla en que nacieron, y que ahora deben abandonar en no más de 90 días.

En resumen, hemos obtenido algo mejor de lo mismo, pero absolutamente insuficiente. No estamos ante cambios de mentalidad y conceptos en materia migratoria. Y es penoso que así sea, porque esa relación de la Isla con la que efectivamente es su emigración, y que los dirigentes cubanos se empeñan en ver como un problema a administrar, es sobre todo una oportunidad.

Los cubanos que residen fuera de la Isla han acumulado cuantiosos recursos económicos, técnicos e intelectuales que pudieran ser mucho más importantes para el desarrollo nacional que los puñados de dólares que la clase política cubana —en su parasitario afán de ser subsidiada— les saca de los bolsillos. La sociedad cubana posee en su emigración un valioso capital social que multiplicará las oportunidades cuando se pueda poner en contacto con la energía y la creatividad de la sociedad insular.

Un futuro mejor que podrá ser construido cuando la sociedad cubana pueda optimizar su innegable condición transnacional.


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