Actualizado: 18/04/2024 23:36
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Escambray, Chernóbil, Memorias de la Revolución

La extraña muerte de Raymundo Marcial

Este artículo forma parte de la sección cuyo tema central es lo que se podría catalogar de “memorias de la revolución”

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Todavía no creo en el dictamen que dieron los médicos cubanos sobre la muerte de mi amigo Raymundo Marcial, un campesino que, en 1985, a los 18 años de edad, se fue a estudiar una carrera militar a la extinta Unión Soviética.

Tenía dos hermanos y él, Raymundo, era, decían la madre y el padre, la esperanza para mejorar la vida de la familia llegado el momento. Vivían en un lugar lejano llamado La Herradura, pegado a las faldas de la Sierra del Escambray; un lugar, para mí, triste, sombrío; un grupo de viviendas mustias, de madera, como clavado en una elevacioncita que parecía coronar aquel paisaje en lo alto.

Raymundo regresó de aquella Unión Soviética en 1990, ya graduado de ingeniero en técnica militar. Lo destinaron a una unidad del Ejército donde estuvo hasta su muerte en 1998, a los 31 años de edad. Yo ya estaba en México y entonces recibí una carta muy triste de Luis, quien había sido un gran amigo de Raymundo, en la cual me daba la mala noticia. La carta, triste, digo, relataba el dolor por la muerte del amigo y lo inexplicable de esa partida a destiempo.

La última vez que vi a Raymundo Marcial fue en 1994. Me visitó para avisarme que allá, en la unidad militar a la que pertenecía, sobraban naranjas; las habían comprado en exceso y el jefe de la unidad había estado de acuerdo con que Marcial le regalara unas cuantas a un amigo. Allá fuimos. Traje medio saco de naranjas que fue muy bien recibido por mi familia, inserta en la miseria ambiente que, como nunca antes, asolaba a la Isla en aquella década.

En aquel viaje con mi amigo pude advertir que mantenía esa sonrisa noble, pura diríamos, ingenua además.

En 1986 ocurrió el accidente nuclear de Chernóbil —en la entonces república soviética de Bielorrusia—, considerado el mayor de la historia: el material radiactivo liberado fue unas 500 veces superior al que liberó la bomba atómica que Estados Unidos arrojó sobre Hiroshima en 1945. La radiactividad emanada llegó a diversos países europeos. La escuela para extranjeros —de países socialistas y otros afines— donde estudiaba Raymundo Marcial se hallaba en Minsk, capital de Bielorrusia.

Los que entonces vivíamos en Cuba no nos enteramos de los datos que aparecen en el párrafo anterior; es decir, como suele suceder en estos casos, el régimen de allá no los publicó. Pero tampoco recibieron estos datos los muchachos —extranjeros, ya se ha dicho— que estudiaban en la escuela militar de Bielorrusia donde también lo hacía Raymundo. Es decir, nunca supieron el verdadero alcance de la tragedia nuclear.

En diciembre del año 2000 fui a La Herradura —ya lo dije, un sitio lejos de dondequiera que se esté—. Antes, pasé por el cementerio de Manicaragua, donde me habían dicho que se hallaban los restos de Raymundo. Estaban allí, en un nicho pintado con cal blanca, como todo el muro.

La hija de mi amigo, con la cual, se entiende, él convivió poco tiempo, cumplía años ese día de diciembre de 2000. Allí, además de la niña, estaban los dos hermanos y la madre de él; el padre ya había muerto. Las niñas y los niños, y las menos niñas y menos niños que fueron a la celebración —creo que la celebración más pobre que he visto en mi vida—, rebosaban esa flacidez, ese tono mate en la piel que indican el exceso de carbohidratos consumido. Entre las casitas de madera el fango se hacía dueño. Las ropas y las ropitas de las invitadas e invitados dejaban en claro ese esfuerzo descomunal de los pobres por mostrar lo que no se tiene. Todo, la carretera abajo, el camino circundante, las montañas a lo lejos, los terraplenes desolados, seguían, como antes, igual, igual.

Todo igual. Igual.


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