Actualizado: 22/04/2024 20:20
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Caribe, La Habana

Las ciudades y sus murallas

La Habana, Santo Domingo, San Juan, Cartagena y Veracruz fueron dotadas de sistemas defensivos que combinaban trozos de murallas con fortines y fortalezas

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Sin lugar a dudas las murallas han sido un signo distintivo de las ciudades caribeñas. A mayor importancia, mayores las murallas. Y a mayores las murallas, mayor el abolengo citadino. Varias de ellas —La Habana, Santo Domingo, San Juan, Cartagena y Veracruz— fueron dotadas de sistemas defensivos que combinaban trozos de murallas con fortines y fortalezas, al mejor estilo renacentista. Otras —Santiago de Cuba, Puerto Plata, Baracoa, Matanzas— tuvieron que conformarse con algún que otro fortín. Estos sistemas tuvieron diferentes orígenes, pero casi todos ellos fueron finalmente remodelados por un italiano al servicio de Felipe II, Juan Bautista Antonelli, posiblemente el más serio antecedente de los exitosos consultores internacionales contemporáneos.

Además de ser una razón de prestigio, tener una muralla fue también una oportunidad de contar con inversiones públicas de las que era posible —lícita o ilícitamente— extraer recursos para la acumulación privada. Y la muralla era una garantía mínima de protección de los citadinos y sus negocios. La debilidad de los sistemas defensivos costó muy caro a varias ciudades, como a Santo Domingo en 1586 cuando Francis Drake entró a rebato devastando todo lo que no podía robarse y dando un empujón decisivo a la decadencia de la ciudad primada. O a San Juan, cuando en varias ocasiones tuvo que luchar, con variada fortuna, contra ingleses y holandeses.

Y eran un agregado urbano de alto valor simbólico, que marcaban la frontera entre lo diferente —y eventualmente hostil— y lo propio. Pero una frontera que resultaba a la larga más una declaración de intenciones que un hecho de separación. Fueron en resumen murallas para saltar que a duras penas lindaban a sociedades en formación que pudieran figurar entre las más abiertas e incluyentes del mundo. Fueron de alguna manera órganos vitales de las ciudades, y no es demasiado aventurado afirmar que la forma como cada ciudad lidió con su muralla sintetizó tanto las debilidades como las potencialidades de cada una.

Santo Domingo contó con la primera fortaleza —la Torre del Homenaje— y el primer foso que antecedió la construcción de la muralla desde principios del siglo XVI. La muralla en sí comenzó a construirse en fecha tan temprana como 1543 y 25 años más tarde un visitante relataba que se habían edificado tres puertas (aún en pie) pero muy pocas varas de muro. Unos años después de la arremetida de Drake la ciudad fue visitada por Antonelli, y luego por muchos otros evaluadores, y todos coincidieron en afirmar que estaban tan llenas de buena fe como de errores constructivos.

Las obras continuaron en una especie de rutina alimentada por el desinterés de los enemigos. Desde el siglo XVII nadie se interesó por esta colonia semidespoblada y extremadamente pobre hasta que la revolución en la vecina Saint Domingue puso a haitianos y franceses a jugar al ajedrez estratégico en la isla. Por ello nadie sabe exactamente cuándo se concluyeron las murallas ni cuándo se demolieron. Probablemente porque nunca se terminaron oficialmente y porque el tiempo y la pobreza se encargaron de una demolición lenta, sin glorias. Algunos pedazos fueron arrancados para utilizar las piedras en otras construcciones. O se abrieron boquetes para permitir el paso. La erosión hizo el resto.

San Juan tuvo otra suerte. La ciudad —ubicada en una isleta— fue rodeada por una densa muralla, varias baterías y revellines, y dos fortalezas paradigmáticas: San Felipe y San Cristóbal. Pero debido a su importancia estratégica y a la localización del presidio, buena parte del espacio urbano estaba bajo administración castrense, que a la vez impedía el poblamiento de los extramuros inmediatos, ubicados —dada la condición insular del emplazamiento— sólo en dirección este.

La ciudad comenzó a sufrir una asfixiante congestión que fue inicialmente paliada con la expulsión de la población negra pobre hacia extramuros, aduciendo cuestiones de seguridad e higiene. Ellos —recluidos en lo que un cronista llamaba “miserables rancherías”— fueron los primeros pobladores de lo que hoy es Puerta de Tierra y Santurce, y durante más de un siglo fueron los principales suministradores de hortalizas a la ciudad. Posteriormente se produjeron algunas discretas ampliaciones con la incorporación al área urbana de los terrenos de una pequeña península llamada La Puntilla y la construcción de un paseo en la zona inmediata de Puerta de Tierra. Pero hacia mediados del siglo XIX un censo calculaba 20 habitantes por vivienda y un persistente mal olor proveniente de la aglomeración y la carencia de servicios básicos.

En la segunda mitad del siglo XIX los comerciantes, autoridades civiles y militares sanjuaneros se vieron enredados en más de un debate acerca de la necesidad de derrumbar la muralla y permitir el poblamiento de Puerta de Tierra, lo cual, además, constituía una oportunidad para convertir los predios militares en mercancía. En 1897 el veto militar fue finalmente derogado por una orden real. Pero cuando los citadinos se dieron cita para presenciar el derrumbe de la Puerta de Santiago, en realidad estaban en el umbral de la demolición de la dominación española. Los negociantes boricuas sufrieron el cambio en carne propia, cuando solo pudieron obtener ganancias marginales de un negocio al que aspiraron por décadas, apabullados por la avalancha de los especuladores inmobiliarios norteamericanos.

Pero si Santo Domingo se desentendió de su muralla y San Juan la sufrió hasta la agonía, La Habana sencillamente saltó por encima de ella. Y hacia mediados del XIX ya las murallas no parecían otra cosa que un obstáculo en medio de una ciudad. Pero en realidad eran —y así lo percibió la avezada oligarquía local— una oportunidad inmobiliaria sin precedentes.

Aún en el siglo XVIII fue construido un paseo arbolado que competía con las instalaciones militares, sanitarias y de almacenes que se habían construido en el arrabal de la ciudad. A principios del XIX el controvertido gobernador Tacón edificó allí el primer paseo elegante extramuros de la ciudad, que por mucho tiempo llevó su nombre y hoy se conoce como nuestro Paseo del Prado. Y cuando las murallas fueron derribadas el paseo sirvió de eje para la urbanización de todo el espacio de contención que les rodeaba.

La zona fue durante mucho tiempo el centro de la ciudad —de ahí el inequívoco nombre de Parque Central— y albergue de los edificios más elegantes de la ciudad. Solo recordemos cuatro de ellos construidos en el siglo XX: el impresionante art noveau de la Casa Velazco-Sarrá, el exponente más sofisticado del art decó del edificio Barcardí y las muestras barrocas de los centros asturiano y gallego. Pero también albergó los fraudes inmobiliarios más sonados de la historia republicana.

Desde el siglo XIX se fue formando la Habana dicotómica que aún hoy persiste, al punto de que los mapas turísticos que se venden en las “shopings” de la capital cubana solo llegan por el sur hasta El Cerro y el borde de La Lisa.

La Habana del suroeste, la Habana pobre, fue el resultado del poblamiento anárquico, que se atuvo a muy pocas consideraciones urbanísticas. Siguió la dirección de caminos y calzadas pobladas por los campesinos que proveían alimentos y mano de obra a la ciudad. Con el avance del mercado inmobiliario, las parcelas campesinas devinieron lotes urbanizables que proveyeron a esta zona de interesantes contrastes entre la arquitectura popular y la aristocrática de algunas quintas mayormente ubicadas en El Cerro. Es hoy La Habana invisible para el turista, sin malecón, sin parques, la zona que no aparece en los mapas.

La otra línea de expansión fue hacia el noroeste, a lo largo de un malecón que se iba edificando por tramos, hasta llegar a formar el inigualable barrio de El Vedado desde las últimas décadas de siglo XIX. A diferencia del sur, esta expansión estuvo atenida a normas urbanísticas más precisas, un sistema de cuadriculación de suelo casi perfecto, un sistema de comunicación efectivo y áreas verdes.

Cuando los estadounidenses destrozaron la inservible flota de guerra española en Santiago de Cuba, ya La Habana poseía casi un cuarto de millón de habitantes. Seguía siendo la ciudad central del Caribe. De las murallas coloniales solo quedaron varios pedazos que siguen marcando los límites entre los municipios de la Habana Vieja y Centro Habana. Pero la ciudad fue pertrechada con otras murallas que separaban una Habana A, verde, elegante, habilitada; y una Habana B, donde los menos agraciados socialmente establecieron sus “arrabales”, incluyendo algunos de los barrios marginales más estentóreos de la época en el continente. Eran estos últimos los que llamaron la atención de Albert Einstein cuando nos visitó en los treinta y describió bolsones de “pobreza atroz” conviviendo con los “clubes más lujosos”.

A los que imagino fue invitado por la oligarquía capitalina, siempre deseosa de codearse con los integrantes del top mundial, no importa de qué temas hablaran. Solo para verlos y tocarlos.



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