Actualizado: 28/03/2024 20:07
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Medicina, Salud Pública, Epidemias

Los cubanos y las topografías médicas

Una polémica científica entre facultativos cubanos que no estuvo ajena a las ideas políticas de la época

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Cuando una persona con catarro tose o estornuda repetidamente cerca de nosotros, sabemos, incluso instintivamente, que nos estamos exponiendo al contagio con un virus de la gripe o puede que algo peor.

Pero ese conocimiento, esa reacción casi refleja, y no hay que ser médico ni estar relacionado con las ciencias de la salud para tenerla, que hoy consideramos natural y civilizada, es de adquisición relativamente reciente, tan reciente como el siglo XX, la época en que se aceptó definitivamente que los gérmenes, organismos vivos —entendiendo por vivos el que se replican mediante ADN o ARN— que no podemos ver a simple vista, ocasionan enfermedades, epidemias y aún pandemias devastadoras.

Durante veinticinco siglos largos —en realidad más, pero Hipócrates fue el que ordenó racionalmente y dio forma a estas ideas— la medicina, sobre todo la occidental, explicó muchas de las enfermedades humanas basándose en la teoría ambientalista, una teoría lógica (aunque en buena medida equivocada) que se basaba en la influencia de los agentes del medio físico, o sea, el ambiente, sobre el equilibrio interno de los humores. El libro del médico griego (nació en Tesalia) Hipócrates de Cos (460–370 ANE), Tratado sobre los aires, las aguas y los lugares, se convirtió en la biblia del llamado ambientalismo, una teoría con dos corolarios fundamentales, sencillamente expuestos aquí por el profesor barcelonés Gerard Jori (Revista Bibliográfica de Geografía y Ciencias Sociales, Vol XVIII, 2013):

  1. Las peculiaridades somáticas y psíquicas de los individuos dependen en buena medida del medio geográfico en el que se desenvuelven.
  2. Las condiciones topográficas, climáticas y atmosféricas deben ser detalladamente analizadas con miras a conocer y prevenir las enfermedades.

Con altibajos e interrupciones, fundamentalmente de tipo religioso/oscurantistas, la teoría ambientalista predominó en la medicina occidental hasta la segunda parte del siglo XIX —en realidad la ecología médica contemporánea, decididamente científica, ha remozado y reencausado el viejo ambientalismo— ganando una nueva fuerza en el siglo XVII con los trabajos del médico inglés Thomas Sydenham (1624–1689), que creó la corriente neohipocrática (el nombre es posterior) añadiendo a los factores ambientales los factores sociales e incluso los económicos.

Sin entrar en detalles médicos e históricos que harían muy larga nuestra exposición, señalemos que el ambientalismo hizo eclosión en lo que se dio en denominar “Topografías médicas”, unas publicaciones científicas —el que sus conclusiones fueran muchas veces erróneas no rebajan para nada el rigor analítico con que se escribían— que eran descritas por el Dictionnaire des sciences medicales (Paris, 1822) como: “…descripciones exactas y precisas de las localidades de cada país y de las particularidades que las distinguen, para ser aplicadas al estudio y al conocimiento de las enfermedades humanas y su tratamiento”.

Esas exhaustivas topografías médicas, que comenzaron a proliferar a partir de la monografía (1672) De aer, locis et acquis terrae Angliae: deque morbis Anglorum vernaculis del físico y médico británico Charles Clermont, conocido como Clarmontius, se fueron haciendo cada vez más frecuentes y cada vez más solicitadas por los médicos prácticos —por los estudiosos, que no todos lo eran— y de hecho, escribir una de esas topografías, sobre la ciudad, región o país del autor, se convirtió también en un motivo de agasajo académico, lustre y reconocimiento profesional.

Es lamentable, y esto no es más que un comentario al márgen de este ensayo, que los jóvenes médicos actuales (y los jóvenes sociólogos e historiadores, debemos añadir) desconozcan casi —muchas veces sin el casi— completamente la existencia de estas interesantes y descriptivas publicaciones, que si es verdad que ya no pueden enseñarnos mucho desde el punto de vista práctico, si pueden tener una utilidad comparativa y sobre todo histórica, específicamente sobre las variaciones climáticas y meteorológicas, el acceso a las aguas, los fenómenos naturales, la vegetación, los cultivos, las construcciones, los caminos, los puertos, la manera de trabajar, de alimentarse, de descansar, los vicios, prostitución, juego y alcoholismo incluidos, los delitos, los modos de enfermarse y morir, o sea, para decirlo con unas pocas palabras, la manera de vivir en esas épocas no tan lejanas como puede parecer a primera vista.

Pero volvamos a lo nuestro.

La segunda mitad del siglo XVIII fue la época del despegue de las topografías médicas y el siglo XIX, en sus primeros dos tercios, fue su época de oro. Los franceses, los alemanes y los ingleses descollaron particularmente en la publicación de topografías médicas, pero España, tenida siempre por lenta en el desarrollo de las ciencias, ocupó también un lugar destacado en estos estudios, al extremo de que la segunda monografía, después de la de Clermont, que citamos más arriba, que recoge la historia, se debe al aragonés Nicolás Francisco San Juan y Domingo, y se titula De morbis endemiis Caesar-Augustae, de 1686.

Las colonias, y las necesidades militares —y de explotación económica intensiva— de esas colonias, incrementó, exigió más bien, los estudios médicos topográficos al otro lado del océano. Pero en las colonias existían, desde tiempo atrás, las universidades, las academias médicas y un creciente orgullo criollo que en ocasiones superaba en acuciosidad e información a las metrópolis.

No es nuestro interés contar la historia, riquísima, por cierto, de las topografías médicas a nivel mundial, pero no podemos dejar de señalar dos obras científicas cumbres que pueden encuadrarse dentro de estos estudios: el famoso e interesantísimo viaje mundial de Alejandro de Humboldt (1769–1859), incluyendo sus tres meses cubanos —repartidos entre 1801 y 1804— y la genial intuición del famosísimo “Mapa del cólera” del médico y anestesiólogo británico John Snow (1813–1858), que hoy es considerado unánimemente como fundador de la epidemiología moderna.

Pero como todas las actividades humanas evolucionan y cambian, en la segunda mitad del siglo XIX dos acontecimientos, uno viejo y declinante, y uno nuevo y ascendente afilaban sus armas para enfrentarse en el campo de las ciencias médicas y dirimir la supremacía de uno de ellos y la muerte por extinción del otro. Algo que nos recuerda, por lo menos al autor de este ensayo le viene a la mente el hecho, la actual disputa (más política que científica, vale) sobre la realidad o no del calentamiento global y el cambio climático subsiguiente.

¿Cuáles eran esos dos acontecimientos contrapuestos?

  • Por una parte la denominada “Teoría miasmática de la enfermedad” de Sydenham y Lancisi (los romanos clásicos ya hablaban de miasmas y generalmente se las atribuían a venganzas de los múltiples dioses de su panteón), que explicaba las enfermedades y epidemias por las emanaciones pútridas —miasmas— de la fermentación de las aguas, suelos, desperdicios y hasta de los humores orgánicos humanos y animales, una fermentación que podía incluso generar, además de casi todas las enfermedades conocidas y por conocer, a seres vivos, como los ratones, ratas y cucarachas.
  • Por la otra parte, la denominada “Teoría microbiana de la enfermedad”, una teoría que nació, casi inadvertida, con los trabajos microscópicos de Leeuwenhoek (1677 y siguientes), continuó con el rotundo éxito de la “vacunación” de Jenner (1796), del lavado de manos de Semmelweis (1850) y comenzó a subir a la cumbre con la demostración irrefutable del absurdo de la generación espontánea, por Pasteur (1861), la formulación de la teoría de los gérmenes, otra vez por Pasteur (1862) y la antisepsia de Lister (1867), culminando en el descubrimiento del Bacillus anthracis por Robert Koch (1876) y luego, en sucesión, la Neisseria gonorrhoeae (Neisser–1879), el parásito de la malaria (Laveran–1880), el Mycobacterium tuberculosis (Koch–1882) y la vacunación contra la rabia, de nuevo por Pasteur, en 1885. Un camino que continúa hoy en día y que no tiene visos de terminar.

Ni que decir que hoy la teoría miasmática nos parece lejana y absurda, y que la teoría microbiana es parte de nuestros saberes probados, pero en la segunda parte del siglo XIX la pelea entre ambas —entre sus seguidores, para hablar con propiedad— era enconada, cargada de matices y razones cientificistas y a veces lastrada por intereses (económicos, gremiales, ideológicos) no del todo noblemente científicos.

Los partidarios de la teoría microbiana se autodenominaban “Contagionistas”, dado que las bacterias y parásitos contagian a las personas, y los detractores de la misma, partidarios de la teoría miasmática, se denominaban “Anticontagionistas”, porque al negar la existencia de bacterias y parásitos (algunos, como las lombrices y gusanos, bien visibles, sí eran aceptados por todos) negaban de paso el contagio.

¿Y los cubanos?

Pues los cubanos, los médicos y autoridades sanitarias de la isla de Cuba, en ese entonces española, participaron con vigor y sapiencia en esas ya añejas, y en general olvidadas, polémicas.

Hagamos un poco de historia:

Para comenzar, apuntemos que las topografías médicas florecieron en Cuba en cantidad y calidad, y no desmerecían, que conste, las de la Península o las del resto de Europa y Estados Unidos.

El primero fue Tomás Romay y Chacón con su Disertación sobre la fiebre maligna llamada vulgarmente vómito negro, enfermedad epidémica de las Indias Occidentales (1797), un estudio detallado que ya había venido acotando Romay, desde 1790, en el Papel Periódico de La Habana, una publicación pionera en muchas cosas, entre otras en la climatología y la meteorología isleña. En 1822 el médico español José Fernandez de Madrid ofreció una conferencia sobre la relación entre clima y enfermedad en la Sociedad Económica de Amigos del País, conferencia que fue publicada dos años después en forma de opúsculo bajo del título de “Sobre el influjo de los climas cálidos y principalmente de La Habana en la estación de calor”. Después le siguieron el galeno santiaguero Tomás Betancourt con su Una breve exposición topográfica de la ciudad de Cuba (sin fecha pero alrededor de 1827 o 28) y los diferentes trabajos (Felipe Poey, Piña y Peñuelas, Gamboa, Ranz de la Rubia, de la Luz Hernandez, etc.) que se publicaron entre 1830 y 1850 sobre la Isla de Pinos y su valor como lugar para enviar allí a los tuberculosos, una verdadera polémica en la que no solo se enzarzaron los médicos sino una buena parte de la población ilustrada, y que terminó en empate, aunque a la larga los sanatorios antituberculosos tendrían que esperar a mejores tiempos para construirse.

La lista de publicaciones cubanas de este tenor es larga, y aunque predomina por un largo trecho el estudio de la ciudad de La Habana —hasta Carlos J. Finlay escribió, en su etapa ambientalista Alcalinidad atmosférica observada en La Habana, relacionando esa supuesta alcalinidad con la Fiebre Amarilla— se hicieron estudios muy serios de otros lugares como Santa María del Rosario y sus aguas medicinales (García Zamora), Madruga, San José de las Lajas, San Diego de los Baños, Candelaria, Sancti Spíritus, la Trocha de Mariel a Majana y un largo etc.

Pero la estrella de estas publicaciones, un verdadero clásico, es el libro Topografía médica de la Isla de Cuba (La Habana, Imprenta el Tiempo, 1855) del oficial de la sanidad militar del ejército español (nacido en Cuba) doctor Ramón Piña y Peñuelas. Un libro, 363 páginas, que fue reeditado varias veces hasta el año 1885. El médico moderno se sorprende, al hojear sus páginas, de la puntillosa y exacta descripción de lugares, acontecimientos y noxas, empleando además un lenguaje, que aunque propio de la época, es de una claridad perfectamente entendible hoy. Un clásico, es cierto, pero además, un pilar, probablemente el más importante, del bando anticontagionista en la polémica que estaban sosteniendo contra los contagionistas, una polémica en la que, como tantas veces ocurre, las figuras de más relieve científico militaban, inicialmente, en el bando que a la larga sería el perdedor.

Y una observación más, pero importantísima. Mientras España, en general, demostrando, ahora sí, su lentitud en asumir los saberes modernos, permanecía anticontagionista, los jóvenes médicos cubanos, que se inspiraban en el moderno París de Pasteur y los avanzados hospitales norteamericanos donde se practicaba la asepsia y la antisepsia, se volvían cada vez más contagionistas, demostrando así, veladamente, el deseo de adelantarse a la metrópoli y zafarse de ella.

Para un integrista ser anticontagionista era un orgullo, mientras que para un criollo el contagionismo era una forma científica de expresar su anticolonialismo. Y ese, justamente ese era, aunque no siempre se reconociera así, el eje psicológico e ideológico real de la polémica.

Lo moderno contra lo antiguo, lo naciente contra lo caduco. Como fue siempre, como sigue siendo ahora y como seguirá siendo.

Un ejemplo. Para 1880 la Academia de Ciencias Físicas y Naturales de La Habana, hogar de viejos académicos formados casi todos en España, era esencialmente (con varias excepciones) anticontagionista, pero la revista Crónica Médico-Quirúrgica de La Habana, fundada en 1875 por el médico cubano Juan Santos Fernandez, un decidido seguidor de Pasteur, era abiertamente contagionista, y además, como era de esperarse, Santos respetaba a Piña y Peñuelas como facultativo serio y honesto pero consideraba su libro una pieza obsoleta, lo que obviamente era una ofensa para los españolistas. Como detalle curioso señalemos que Santos Fernandez, uno de los médicos más prestigiosos y actualizados de la capital era, también, miembro titular de la Academia de Ciencias Físicas y Naturales de La Habana. Como diría Nicolás Guillén: todo mezclado.

Estos partidismos y disputas dieron lugar a lo que se denominó “asociacionismo”, una verdadera epidemia de creación de asociaciones médicas —algunas de ellas daban lugar o derivaban de nóveles instituciones médicas diseminadas por la capital y sus alrededores— que acogían a los médicos no bien vistos o aceptados a regañadientes por las instituciones sanitarias de la autoridad colonial. Recomendamos al lector interesado en repasar con profundidad estos temas el muy interesante, extenso y documentado trabajo del investigador cubano Francisco Javier Martínez-Antonio, becario de la Universidad de Bergen, Noruega (Revista Electrónica de Geografía y Ciencias Sociales, Universidad de Barcelona, Vol. XIII, 2012).

Veamos como señala estos acontecimientos, a veces soterrados, el investigador asociado de la Universidad de California en Los Angeles, Adrián López Denis (2014) cuando nos habla del cólera, limpieza y poder en La Habana colonial: “En la fase más aguda de la emergencia epidémica, los facultativos habaneros alcanzaron un protagonismo político único, refrendado desde la autoridad suprema de la Junta Superior de Sanidad. Pero al interior de esta comunidad intelectual, los fundamentos espistémicos básicos estaban atravesando una compleja crisis de reajuste. Muchos de los debates que conforman el panorama intelectual de la medicina francesa del momento eran reproducidos ardientemente en La Habana. Contagionistas y anticontagionistas estaban empeñados en un conflicto cuyos extensos alcances teórico prácticos supera con creces los límites tradicionales de la etiología”.

Sería interesante, y aclaramos de entrada que dicha investigación está fuera de nuestro alcance y objetivos, averiguar como se alineaban los profesionales de la medicina cubanos en cuánto a sus creencias políticas —separatistas, anexionistas, autonomistas, integristas— en relación con sus creencias científicas: contagionistas y anticontagionistas.

No podemos asegurarlo, claro está, pero algo nos dice que los integristas, los reaccionarios en política, deben haber sufrido más, y por más tiempo, para aceptar los nuevos enfoques científicos que ya se imponían, imparables, en todo el mundo civilizado. Vaya esto como una simple opinión para nada académica.

Lo cierto es que al irse imponiendo, primero poco a poco y luego a un ritmo mucho mayor el contagionismo, las topografías médicas fueron desapareciendo por inútiles, quedando así, las ya escritas, como interesantes piezas de valor bibliográfico e histórico. Marcaron una bastante larga etapa en el desarrollo de la medicina y, en general, cumplieron con mucha dignidad su función.

La evolución de los acontecimientos, incluyendo en ellos el fin de la guerra separatista y el saneamiento de La Habana y otras ciudades de Cuba por parte de los norteamericanos, más el éxito de Finlay, ya contagionista desde hacía bastante tiempo, en demostrar la transmisión vectorial de la Fiebre Amarilla, terminaron por eclipsar a los anticontagionistas, los que como casi siempre ocurre, se pasaron con armas y bagajes a los nuevos tiempos.

Para el inicio de la república (1902) el anticontagionismo era más un resabio de ancianos que una verdadera teoría científica.

Se diluyó así, hasta desaparecer, una de nuestras añejas polémicas cubanas.


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