Actualizado: 27/03/2024 22:30
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Fidel Castro

Los ojos de la casa

La casa es como quien la habita, máxime cuando —como en este caso— ha sido diseñada por su principal morador

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En mi columna anterior hablé de las caras de Jano. Veamos ahora el rostro del padre de Jano, el gallego Ángel Castro, progenitor de quien ha regido los destinos de Cuba durante más de medio siglo.

Fuera de la Isla circulan muchas historias sobre este personaje, pocas o ninguna corroborada, por eso prefiero limitarme a testimonios tangibles e inobjetables, como su fisonomía y su casa en Birán, en la provincia cubana de Holguín.

Su foto está en Internet. ¡Por Dios! ¡Qué orejas tan grandes! ¿Serán para oírte mejor? Su frente, estrecha y huidiza, los ojos casi inexistentes, la enorme nariz, el rictus de la boca, esos labios apretados, duros y fríos, me recuerdan la mueca expresionista del actor Werner Krauss cuando interpreta al doctor Caligari. Rasgos faciales parecidos muestra el brujo inglés Aleister Crowley, cuyo retrato irrumpe en la esquina superior izquierda de la portada del disco Sargento Pimienta, de los Beatles.

Este semblante se repite en el ocultista de la película de Polanski, El bebé de Rosemary, interpretado por Sidney Blackmer. “Fidel es brujo, brujo, brujo”, dijo el comandante Ramiro Valdés que lo conoce muy bien. Curiosamente, un rostro muy similar aparece cuando desempolvamos el archivo fotográfico de Lombroso.

Sea lo que sea, la cara del gallego Castro le da un susto al miedo. Sus facciones oscilan entre las del guajiro lépero y el capataz implacable. Maticemos. Posiblemente el viejo Ángel Castro tuvo sus momentos de bondad y alegría. El gran problema del Mal es que nunca se manifiesta de manera absoluta y constante, tiene sus altibajos. La cosa se complica cuando sabemos que el Demiurgo es tan torpe y arrogante que, a veces, queriendo hacer el bien hace el mal, y viceversa.

El mejor truco de Satanás consiste en hacernos creer que no existe. El Padre de la Mentira sabe fingir a las mil maravillas, puede mostrarse obsequioso, amable, carismático y seductor.

He visto a Fidel Castro hablar en voz tan baja que parece un susurro y desplegar gestos de refinada cortesía en presencia de una periodista española que se empinaba descalza para oírlo embobada, pero también lo he visto ponerse farruco, con cara de pocos amigos, desconfiado, con ojos de loco…

Estos cambios de humor, tan repentinos, imprevisibles y peligrosos, esas dos caras de Jano, tienen su origen en el gallego Ángel Castro, ya que de casta le viene al galgo.

Para no caer en desenfrenadas frenologías, examinemos ahora algo mucho más concreto que una serie de rostros. Veamos la casa del gallego Ángel Castro en el poblado de Birán.

La casa es como quien la habita, máxime cuando —como en este caso— ha sido diseñada por su principal morador. La casa donde nacemos es nuestra segunda piel. Por sus paredes y techos, a través de sus puertas y ventanas, transpira todo nuestro ser. Dime dónde naciste y te diré quién eres.

La casa donde vinieron al mundo Fidel y Raúl Castro exhibe en lo alto un par de ojos siniestros que todo lo atisban. “Las ventanas como ojos vacíos”, dice Edgar Allan Poe describiendo la Casa Usher. A lo largo del relato, Poe insiste en comparar ventanas con cuencas vaciadas. Con la Casa Usher se inaugura una larga estirpe de mansiones malditas o embrujadas, sobre todo en el cine de terror norteamericano.

Los ojos son las ventanas por donde se asoma nuestra alma y lo mismo ocurre en una casa. Un par de ventanas deslucidas y taciturnas, sin cortinas, ni flores, ni ropa colgando, ni jaulas con pajaritos, son como retratos del Fayum carentes de pupilas, moáis de ojos arrancados.

Algo escalofriante habita en los dos ventanucos de la atalaya de Birán. En la película La casa encantada (The Haunting), de Robert Wise, sentimos esa presencia inquietante cuando vemos sus altas torres, con ventanas dobles como ojos que nos acechan. La casona de Amityville es aún más perturbadora, pues allí ocurrió realmente un asesinato múltiple. Esa mansión colonial holandesa se hizo famosa con la película Terror en Amityville. La casona tiene un par de ojos oblicuos, como si bizquearan, que nos vigilan todo el tiempo. Eso mismo sentí en Venecia cuando pasé frente al palacio maldito Ca’ Dario. Su fachada repleta de ojos a guisa de rosetones semeja una araña de mármol escudriñándonos. En la Ciudad de México nos aguarda la Casa de las Brujas, donde vivió la chamana “Pachita”. Su techo gótico remeda el puntiagudo sombrero de una bruja, debajo del cual aparecen dos arcos cegados, como ojos tapiados o ciegos. Otros áticos con ventanas abuhardilladas pueden verse en la película Al final de la escalera (The Changeling), de Peter Medak.

El efecto más asociado a esta familia de ventanas cinematográficas son los chorros de luz que salen por ellas en medio de la noche. En la ventana iluminada de la casa que se alza detrás del motel de Norman Bates aparece la silueta espeluznante de una anciana asesina. Esa mansión de estilo gótico sureño que aparece en Psicosis, de Hitchcock, es ciclópea no solo por estar en una colina, sino porque tiene una sola claraboya en forma de ojo de buey.

Todas estas casas comparten ese rasgo: macabras ventanas que nos miran en la noche, lanzando chorros de luz, como calaveras iluminadas por dentro con velas, cuyo fulgor brota por las cuencas vacías. En el cartel promocional de El Exorcista vemos la casa de la niña Regan MacNeil derramando a raudales esos efluvios del mal. Esa atmósfera onírica está inspirada en el cuadro de Magritte El imperio de las luces, donde ya no sabemos si es de día o de noche, como en las pesadillas.

¿Qué tendrá que ver el caserón rural de Ángel Castro con este inventario de casas embrujadas? Es verdad que el Trópico con su sol y sus verdores no concuerda con el ambiente propio del terror. En Holguín no hay frías brumas, ni criptas, ni catacumbas, ni oscuras catedrales, ni arcos ojivales: escenarios tan propicios para fantasmas y vampiros. Sin embargo, durante la infancia y juventud de Fidel aquella casona estaba rodeada de haitianos: mano de obra barata importada por el terrateniente Ángel Castro, como zombis cortando caña. El vudú es nuestro gótico caribeño.

El diseño de la Casa de Birán, elevada sobre altos pilotes, con su porche de madera, sus corredores de balaustradas y su tejado a cuatro aguas, imita la arquitectura de los hórreos gallegos.

¿Qué es un hórreo? Un granero típico de Galicia. Pero… ¿de dónde viene esa palabra que cruje como el graznido de un cuervo? Derivada del latín horreum, que significa granero, también conecta con vocablos como “horror”, “horroroso”, “horrible”, “horrendo”, “horripilante”, en alusión a la frialdad y oscuridad propias de esos almacenes gallegos, asturianos y portugueses.

Es lógico, y hasta loable, que Ángel Castro haya elegido ese modelo constructivo haciendo honor a la agricultura de su terruño. Pero lo inexplicable, lo siniestro, sigue siendo ese par de ventanucos que coronan la edificación otorgándole el clásico aspecto de la casa embrujada, la casa con dos ojos vacíos.

¿Por qué el gallego Ángel Castro dispuso esas ventanas como aspilleras en lo alto de su vivienda? ¿Sería para asomarse en esa atalaya que domina el paisaje y controlar qué guajiro estaba durmiendo debajo de la carreta de bueyes en horas de trabajo, qué haitiano andaba borracho por la guardarraya, qué gallego recién llegado de la Madre Patria coqueteaba con la mulata en el río, quién andaba encaramado en las matas robándose las naranjas?

Ubicuo par de ojos que todo lo ven, la casona del único terrateniente de la zona deviene el Big Brother en Birán. En realidad, el caserón es una mezcla de granero con fortín. El pequeño feudo de los Castro fue el embrión de lo que más tarde sería la estructura totalitaria impuesta en el país. La nación como finca particular ampliada.

Allí están las claves para entender más de cincuenta años de ingeniería social en la utopía insular: el pago con vales para que los trabajadores tuvieran que comprar en la tienda del mismo patrón que los empleaba, antecedente de la libreta de racionamiento y la doble moneda; el trabajo voluntario como castigo dominical, la cerril mentalidad de batey barnizada con una oratoria de picapleitos, “el aldeano vanidoso que se cree que el mundo entero es su aldea”; la monotonía pueblerina tan refractaria al cosmopolitismo; el atrincheramiento feudal contra el capitalismo; la madre de Fidel a caballo con su Winchester; la ancestral terquedad gallega traducida en cerrazón, necedad e intransigencia política; los Comités de Defensa de la Revolución, la inquina apenas disimulada contra la grandeza de La Habana, la pasión por Ubre Blanca en un país sin leche y un largo etcétera.

Ángel Castro llegó a Cuba muy joven para combatir contra los mambises. Esa garita elevada rematando su casa es una reminiscencia de la Trocha militar de Júcaro a Morón. La torre con las dos ventanas es un blocao incorporado a la arquitectura rural gallega para enseñorearse del horizonte, demostrando así la naturaleza castrense y castrante de los Castro.

Pareciera que el ex combatiente del ejército español vencido por EEUU se resistiera a admitir la derrota, y siguiera jugando a los soldaditos una vez licenciado y transformado en patriarca o caudillo local.

El viejo Castro instala en su casa esa torre de vigilancia como para decirnos: “sigo siendo un soldado español aunque esté desmovilizado”. De hecho, su hijo será también un soldado, mucho más español que cubano. De ahí su odio irracional contra Norteamérica, el afán de revancha por la derrota del 98, lo cual explica que sea España —desde el franquismo hasta el zapaterismo, desde el turismo sexual hasta los hoteles Sol Meliá— la principal beneficiaria del socialismo cubano.

La casa de Birán que hoy puede visitarse es una réplica. La original fue pasto de las llamas en 1954, según parece debido a un accidente. En 1977 la reconstruyeron casi al detalle y desde hace unos diez años funciona como museo.

La mayoría de las casas malditas acaban incendiadas, tanto en la vida real como en las ficciones cinematográficas y literarias. De niño, Fidel amenazó a su madre con quemar la casa si no lo trasladaba de colegio. Años después, ese pirómano en ciernes llevó al mundo al borde del holocausto nuclear en octubre de 1962. No hace mucho proclamó: “antes de que Cuba sea capitalista preferimos que se hunda la isla en el mar”.

Pero la isla no se hundirá, simple y llanamente porque —como sabe cualquier cubano— es de corcho. Primero se hundirá la Casa Usher. Mientras más demore en derrumbarse, mayor será el estruendo.


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