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Sociedad Económica, Sociedad civil, Historia

Sociedad Económica de Amigos del País: lo que fue y lo que es. Y lo que deberá ser

Hoy, la SEAP es la caricatura de lo que fue, pero también un posible boceto de lo que podría volver a ser en otra situación política, social y económica de la Isla

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La Real Sociedad Económica de Amigos del País fue una meritoria iniciativa, concebida, realizada, proyectada e impulsada por un grupo de los más notables pensadores ilustrados y preclaros empresarios en Cuba a finales del siglo XVIII, comprometidos con el avance y progreso de la industria y las ciencias, y con el bienestar de la Isla, cuando ésta comenzaba a perfilarse como “la colonia más próspera del orbe”, gracias a su posición estratégica dentro de las líneas del comercio mundial, la fertilidad de su tierra, su clima benigno, su activa y laboriosa población multirracial, y los productos —suntuarios o de primera necesidad— que ofrecía, como el azúcar, el café y el tabaco, con una amplia aceptación y demanda internacional.

Ya Cuba no era sólo un lugar de paso, el sitio de escala, reparación y aprovisionamiento de la Gran Flota de Indias, sino se había transformado en un crisol de empeñosos emigrantes que procuraban hacer fortuna, no para regresar de inmediato a sus países de origen, sino para establecerse y formar familias en el nuevo suelo: primero conquistadores y luego colonos, ya se asumían como pobladores, y más tarde se aceptarían a sí mismos como nativos y finalmente ciudadanos.

Constituida por Real Cédula de Carlos IV del 15 de diciembre de 1792, la Sociedad Económica de Amigos del País (SEAP)[1], en realidad provenía del impulso reformador que su padre, Carlos III, “El Rey Organizador”, promovió con sus llamadas “Reformas Borbónicas”, empero algo atenuado por las limitaciones de una época temerosa de realizar demasiadas innovaciones: muy cerca estaba aún el eco del terrible estallido de la Revolución Francesa, y la sutil pero persistente labor renovadora de los antiguos ministros Aranda[2], Floridablanca[3], Campomanes[4] y después el fugaz Jovellanos[5], había sido contenida por la prudencia, pero comenzaba a brillar un nuevo astro de la corte hispana: el valido José Godoy, Príncipe de la Paz, quien, según rumoraban sus enemigos, por servir mejor a su rey, se puso a la entera disposición de la reina… Pero como además de sus otras prendas era un político hábil y de genuino talante liberal, apoyó fuertemente a las Sociedades Patrióticas desde su puesto como “Ministro Universal”, cargo al que fue designado en noviembre de 1792. La Sociedad de Amigos del País de La Habana fue una de las primeras que apadrinó decidida y determinantemente.

Con una rapidez llamativa, pocos días después de su ratificación real (aunque el proceso venía desde unos meses antes), el 9 de enero de 1793 (hermoso regalo del Día de Reyes, tres días antes), se realizaba la primera sesión para el establecimiento de la SEAP, presidida por el propio Gobernador y Capitán General (1790-1796) Don Luis de las Casas y Arragorri (1745-1800) en un Salón del Palacio de Gobierno, quien, para simbolizar el Patronato Real representado en su persona, recibió los títulos de Primer Presidente de Honor y Socio Protector del Cuerpo Patriótico. En la nómina de los 27 Padres Fundadores se registraron entre otros magnates y notables, el sacerdote y filósofo José Agustín Caballero (1762-1835), el abogado y economista Francisco de Arango y Parreño (1763-1837), el Alcalde de La Habana Francisco José Basabe y Cárdenas, el hacendado y editor Juan Manuel O’Farrill y Herrera (1756-1825), el propietario y hacendado Ignacio Montalvo y Ambulodi (1748-1795), Primer Conde de Casa Montalvo (1779), el periodista Diego de la Barrera (1746-1802), el astrónomo gallego Antonio Robredo (¿?-1830), el médico Tomás Romay (1764-1849), y quien fue su primer Director, el religioso Luis Ignacio de Peñalver y Cárdenas (1749-1810), primero Obispo de Nueva Orleans (1795) y luego Arzobispo de Guatemala (1801). Como puede comprobarse, la composición profesional era diversa, pero todos eran hombres maduros y con buena formación, y sus edades oscilaban entre los 30 y los 55 años: estaban preparados, eran activos y se encontraban dispuestos. Ellos sabían, podían, y querían hacer.

Existían muchos vínculos de parentesco entre estos fundadores, y, además, varios de ellos tenían un origen común vasco, especialmente del partido comarcal de Vergara, lo cual explica la influencia directa que en la habanera tuvo la Sociedad Bascongada de Amigos del País (fundada en 1772), que le sirvió muy posiblemente de antecedente e inspiración, pues además, tomando su ejemplo, en 1775 se fundó tres años después la Real Sociedad Económica Matritense de Amigos del País, iniciativa que el ministro Campomanes procuró extender de inmediato a todas las provincias españolas, de la Península primero, y de Ultramar después. A su vez, esta antepasada brotó del ejemplo trazado por el grupo tertuliano llamado “Los Caballeritos de Azcoitia” (1748), también un conjunto de esforzados notables ilustrados vascos.

Este poderoso sentido tribal de los vascos, se condensó en varias obras palpables por todo el mundo hispánico, como también lo fue el Colegio de Vizcaínas de la Ciudad de México, consagrado a proveer educación y dotes a las doncellas pobres para, como dijeron “que no hubiese mujeres vascas en la miseria y la mendicidad”. En México, curiosamente, no hubo una Sociedad de Amigos como tal con fuerza propia, pero muchos novohispanos se adhirieron como miembros eminentes de las entidades vascas directamente, como Socios Honorarios.

Quizá, en el caso de la SEAP habanera, aunque muchos eran familiares, no fueran necesariamente amigos todos entre ellos, pero tampoco se proclamaban como tales, sino del país, con un fin superior que los juntaba en una lógica positiva: el progreso del país iba emparejado con el provecho propio. En la medida que mejorara aquel, ellos estarían mejor. Y apelaron a todas las sutilezas y gestos persuasivos que los llevaran a triunfar en este propósito: se dice que la carta firmada con el seudónimo “El Amante del Papel Periódico de La Havana” aparecida un tiempo antes en esa misma publicación, el 4 de septiembre de 1791, donde se sugería la conveniencia de crear tal Sociedad, fue enviada al propio Gobernador Don Luis de las Casas, acompañada del obsequio de un ingenio azucarero, comprado entre varios de los después socios, como un decisivo argumento de persuasión.

Aunque tuvo un referente anterior con la Sociedad de Amigos del País de Santiago de Cuba, establecida en 1787, fue la habanera la que en gran parte impulsó la creación de una red de entidades afines por toda la Isla, como las sedes que se distribuyeron por Puerto Príncipe (Camagüey), Trinidad, Cárdenas, Cienfuegos, Remedios, Sancti Spíritus y Matanzas; es decir, las ciudades con mayor empuje productivo e intereses culturales, formaron un tejido que cubría los puntos más interesantes de la colonia caribeña y demostraban su interés para participar activamente en la vida nacional. Más que filiales o corresponsalías, cada una de ellas tenía sus propios fines e intereses, adecuados a sus circunstancias.

La Sociedad Económica de Amigos del País (SEAP) fue la hija cubana de la tardía ilustración española, que a su vez heredó la práctica proveniente de otras cortes europeas como la inglesa, la francesa y las de algunos principados autónomos alemanes. El origen de todas se encuentra en las tertulias de los espíritus más avanzados e inquietos del siglo XVIII, pero también se remite igualmente a las acreditadas y consolidadas agrupaciones de comerciantes y artesanos de los Países Bajos, antiguos miembros de la Liga Hanseática (1358), así como el espíritu de los gremios medievales y las loggias de las ciudades-estados italianas del Renacimiento: heredaban de todos estos antecedentes su decidido y empeñoso “espíritu corporativo”, así como muchas de sus reglas y métodos de operación. Era una eficaz combinación del incipiente sentido especulativo burgués con el consolidado prestigio benefactor aristocrático: el interés y el honor, unidos en una causa común de compromiso social y nacional. Aquellas comunas itálicas heredaban a su vez el sentido de la stoa griega, y tal parece que 155 años después de fundada la Sociedad, cuando los arquitectos Félix Cabarrocas Ayala (1887-1961) y Evelio Govantes Fuertes (1886-1981), de la célebre firma “Govantes y Cabarrocas”, construyen la sede de la SEAP habanera en 1946, hacen un cortés homenaje a este remoto origen con el breve peristilo del edificio que hoy lo identifica.

Esta asociación criolla condensó los brillos del Iluminismo tropical, y fue un incipiente anuncio del liberalismo insular, que alcanzaría su más amplia y contundente expresión el siglo siguiente. En términos contemporáneos, podría decirse que fue uno de los primeros intentos de agrupación de lo que hoy se llama “sociedad civil”, una suerte de “organización no gubernamental” ilustrada, aunque esto último sólo debe asumirse de manera muy aproximada, pues en realidad varios funcionarios oficiales formaron —conveniente e inevitablemente— parte de ella.

Se conoció al inicio como Sociedad Patriótica de la Havana (1793-1795) y con otras diversas denominaciones bajo distintas variantes más o menos sustanciales, hasta que, en 1899, con el fin de la dominación española, se designó finalmente como Sociedad Económica de Amigos del País de La Habana. No fue un gesto gratuito que, en 1892, desde su periódico Patria y al reseñar el ingreso en la SEAP del intelectual cubano negro Juan Gualberto Gómez, el propio José Martí la considerara “la más alta y meritoria de las sociedades de Cuba”, y añadiera que era “la casa ilustre donde han tenido asiento los hijos más sagaces y útiles de Cuba”.

Fue quizá la única institución no cultural, profesional o religiosa, que sobrevivió a la colonia y duró durante toda la República, hasta que en 1962 fue intervenida y clausurada por el llamado Gobierno Revolucionario. Sin embargo, después de 32 años de clausurada, proscrita y confiscada, se ha pretendido resucitar a partir de 1994, pero sobre bases muy distintas y hasta contradictorias con sus genuinos orígenes.

Las Memorias de la Sociedad, donde se daba cuenta de los trabajos realizados por la misma, así como de los propósitos y proyectos que la ocupaban, comenzaron a publicarse desde 1793 (año muy importante en Europa, especialmente en Francia, cuando se guillotina al depuesto rey Luis XVI), y luego se editaron en varias series durante toda su dilatada existencia.

La reescritura oficial de la historia cubana, maquillada y disfrazada, oculta —o al menos, trata— la decisiva participación de dos presidentes cubanos electos democráticamente para apoyar a la SEAP y concederle una sede digna de ella, adecuada con sus principios y propósitos, sin pedir a cambio la sumisión ni la pleitesía de sus miembros: Fulgencio Batista Zaldívar y Ramón Grau San Martín. Y los principales promotores de esta gestión fueron otros dos intelectuales también borrados durante muchos años de la historia oficial: los historiadores —y entonces senadores de la República— Jorge Mañach Robato (1898-1961) y Emeterio Santovenia Echaide (1889-1968), ambos después fallecidos en el exilio.

Una de las acciones fundacionales de la SEAP fue establecer su sede social y con especial desvelo su biblioteca, la primera con carácter público en el país, (hoy muy abandonada y en situación precaria), en la casa del socio fundador quien la brindó para ese objeto, el astrónomo gallego Antonio Robredo, ubicada en la calle de Oficios Nº 90, en la Habana Vieja. Luego se trasladó provisionalmente al Claustro del Convento de Santo Domingo, donde funcionaba la Universidad de San Jerónimo, ya entre estertores, y después al Convento de San Francisco, en la Avenida del Puerto. Finalmente, el 6 de julio de 1856 se estableció en la Calle de Dragones Nº 62 (más tarde, Nº 308 al ampliarse la calle), cerca de la Plaza del Vapor, en el segundo piso, pues la planta baja estaba ocupada por la Academia de Bellas Artes de San Alejandro (nacida en 1818 como Academia Gratuita de Pintura y Dibujo de La Habana, rebautizada en 1832 en homenaje al Intendente Alejandro Ramírez, y al año siguiente adscrita a la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando). El hecho de cambiarse hacia la Habana Extramuros ya indicaba una nueva etapa en su devenir. Allí estuvo casi un siglo, hasta que el 9 de enero de 1947 fue reinaugurada en la sede que aún ocupa en la Avenida de Carlos III, la cual han llamado inútilmente “Salvador Allende”, pues todos la conocen por su nombre original.

Durante su primer Gobierno constitucional, Fulgencio Batista Zaldívar, receptivo a las solicitudes presentadas por los miembros de la SEAP, decidió favorecerla con un Sorteo de la Lotería Nacional —dedicada a financiar causas de utilidad pública, como la Beneficencia de Expósitos— en 1943, donde se obtuvieron 59.850 pesos (con paridad al dólar entonces), los cuales resultaron insuficientes para la dimensión que alcanzó el proyecto; tres años más tarde, el presidente siguiente, Ramón Grau San Martín, en 1946, otorgó 131.098 pesos (“con 42 centavos”) para terminar la obra, lo cual permite su culminación. Los gobiernos posteriores (el de Carlos Prío Socarrás y el propio Batista, de nuevo) dispensaron a la SEAP su apoyo y simpatía mediante diversos medios. Sin embargo, nunca se le exigió a sus miembros y directivos que se afiliaran a partido alguno, ni que se comprometieran con un credo político, respetando su autonomía y gestión como auténtica organización civil: la diversidad profesional e ideológica continuó siendo un rasgo esencial de la corporación.

La SEAP fue clausurada por el régimen actual en 1962, y se trató de “resucitar” en 1994. Lo absurdo y grotesco es que hoy la SEAP resulta la mejor negación puntual de su nombre original, pues no es “Sociedad”, sino institución de Gobierno (aunque lo nieguen, basta ver la nómina de “miembros”); ni es “Económica” (porque sus integrantes no pueden, ni quieren, ni saben incidir en la vida económica del país, donde no hay libertad para proponer ni hacer nada que sea distinto a la política única de monopartido y uniguía); ni es de “Amigos”, sino de súbditos, como fieles funcionarios y burócratas culturales, y mucho menos responde al “País” sino a un Partido, el Comunista o lo que sea eso que está allí, que “no es chicha ni limoná”.

Sería patético y hasta risible si no fuera para llorar, pues es realmente lamentable el estado de esa “Sociedad” así como del país del que dice ser su amigo. Su valiosa biblioteca se está perdiendo por carencia de los más elementales cuidados, haciendo peligrar colecciones históricas como las de José María Chacón y Calvo, Fernando Ortiz, Nicolás Guillén, Camila Henríquez Ureña y la Familia Borrero, entre otras.

La de la SEAP no sólo fue la primera biblioteca pública en la historia de la isla, sino también fue el origen y asiento de la primera Asociación Cubana de Bibliotecarios (1948). Recuerdo con melancolía su grata sala de lectura: amplia y de altos techos, bien iluminada y ventilada por los ventanales que ocupaban todo un costado de la misma (que colindaba con la estrambótica mansión del millonario Alfredo Hornedo), con espaciosas mesas de cubiertas inclinadas que facilitaban la lectura de los grandes volúmenes, y sus lámparas con luz indirecta para cuando ya el día comenzaba a oscurecer. Los mullidos y cómodos asientos originales estaban hechos para lectores de fondo. Sus puntuales y amables empleados, solícitos y amistosos, siempre estaban bien dispuestos para encontrar y ofrecer el material solicitado. Y desde la franja superior de las paredes que formaban el salón, los rostros de los próceres benefactores observaban con mirada severa pero simpática, a los lectores de siglos después, en un nutrido y armonioso conjunto. Era una valiosa colección de retratos que formaban la “Galería de los Forjadores” (a los cuales Emeterio Santovenia dedicó un precioso tomito[6]), realizados por el gran pintor Esteban Valderrama, Director de la Academia de San Alejandro. Ellos representaban lo mejor del pensamiento cubano desde el siglo XVIII, pero ni aún su bien ganado lugar en la historia los protegió de ser víctimas también de la censura y de la nueva historia oficial: poco a poco se fueron clareando sus filas, y resultaron “expurgados” por una nueva Inquisición Cubana, que los condenó, en el mejor de los casos, al oscuro almacén, si no a la destrucción, y ahora pueden verse con triste sorpresa los espacios impúdicamente vacíos donde estuvieron, pues no han tenido ni la delicadeza o el tino de reacomodarlos, o siquiera sustituirlos por otros, sino todo lo contrario, como declarando con cinismo que han alterado la historia, y no les preocupa a los fiscales ideológicos dejar las huellas de su miserable trabajo de verdugos, como advertencia para los remisos e insumisos. Tal como se muestra hoy, los restos purgados de la antigua Galería de forjadores es un monumento elocuente a la censura y la represión que ellos ejercen en Cuba desde hace casi seis décadas.

Todavía en el ambiente evocado de esa biblioteca recuerdo la locuaz y siempre divertida presencia del exiliado español republicano Francisco Martínez Mota, “Motita”, hijo de un primo hermano de “Azorín” y esposo de la entrañable poetisa Rafaela Chacón Nardi (elogiada por la parca Gabriela Mistral), y de otros fantasmas del pasado, que daban una nota especial y grata al lugar, aunque con sus sabrosas anécdotas dispersaran la concentración e impidieran la lectura que uno iba a hacer. Hoy esa desolada sala violada es una melancólica sobreviviente que también espera un mejor futuro, cuando se repongan los retratos sustraídos al sitio de honor que les corresponde en la memoria y la gratitud de los cubanos.

En realidad, la SEAP fue una entidad paralela, formada por la “sociedad civil”, según se dice ahora, por miembros ilustrados y solventes unida en estrecha alianza, con una comunidad de intereses por promover la prosperidad y el progreso material y espiritual de la Isla, mediante programas no sólo económicos, sino culturales, científicos y especialmente educativos, para complementar desde la expresión organizada de la iniciativa privada, la acción oficial de los sucesivos gobiernos: “Institución de Asistencia Social” se le llamaría hoy, asépticamente. La SEAP fue también una madre fértil de instituciones, el adelanto de un gran Ministerio de Fomento Nacional, formado a su vez por una suma de entidades con objetivos muy específicos: en síntesis, una coordinadora de voluntades y esfuerzos. E igualmente, una suerte de conjunto de microministerios —de Educación, de Hacienda, de Agricultura, de Salud— que desarrollaba su propio programa de beneficio, con un claro sentido práctico en la búsqueda del ideal del “bien común”, y para un “país” que ya empezaba a considerarse como una “patria”, en el tránsito hegeliano de “nación en sí” a “nación para sí”. Por eso su inevitable conflictividad, y de ahí su permanente estado de alerta, esperando el golpe oficial, que no llegó nunca durante el mandato español, ni tampoco durante la República, sino, precisamente, con la detallada destrucción generalizada impuesta a partir de 1959, pues había que borrar literalmente todas las obras, logros y triunfos del odioso pasado: el nuevo poder ya no admitía ninguna competencia y menos oposición, pues sólo había una verdad, emanada además de un individuo omnisciente, omnipresente y omnipotente, e instrumentada por sus incondicionales lacayos.

Ante todo, la Sociedad original era una acción de la iniciativa privada, en un Estado de respetuoso orden a la propiedad, que buscaba el progreso, el bienestar y el mejoramiento humano, es decir, el bien común. Lo de hoy es una superchería, una caricatura, una burla, que se aloja, parasitariamente, en la concha del cadáver fosilizado de lo que fue: vive de glorias ajenas. ¿Cuáles son las iniciativas sociales, económicas, empresariales, financieras o industriales que realiza hoy para justificar usar un nombre que no le corresponde?

También la SEAP fue la expresión de una utopía ilustrada, pero dentro de una noción conviviente con el Gobierno y el status quo, que de inmediato ofreció frutos: en abril del mismo año de su fundación se le traspasaba a la corporación el Papel Periódico de La Habana (su órgano de prensa), y apenas en junio establecía la biblioteca, su espacio natural de proselitismo y dispersión de conocimientos, primero privada, pero al año siguiente ya abierta para todos los lectores, como la primera pública en la Isla.

Y de inmediato, “con prisa y sin pausa”, crearon las Escuelas de Química y de Botánica, para un país agrícola y especialmente azucarero, dando argumentos de peso para un pragmatismo nacionalista que generaría riquezas y bienestar; en definitiva, progreso, esa palabra tan olvidada por los cubanos desde hace tantos años.

Sus fundadores y seguidores tenían autoridad moral, no política. Disfrutaban del prestigio de sus buenas obras y sus muchos servicios, no del poder ni sus prebendas: servían, no se hacían servir. Impulsaron como su primera gran campaña social, la vacunación, de tal suerte que cuando entró a la bahía de La Habana la corbeta “María Pita” con la “Real Expedición Filantrópica de la Vacuna”, el 26 de mayo de 1804, comandada por Francisco Javier de Balmis, (uno de los capítulos más gloriosos de la historia universal), resultaron agradablemente sorprendidos y admirados porque desde el anterior mes de febrero ya Cuba era territorio libre de la epidemia, gracias a la encomiable labor de Tomás Romay y el decisivo respaldo de la Sociedad Económica de Amigos del País.

También crearon diversas comisiones y otorgaron nutridos premios para impulsar proyectos y fortalecer vocaciones; crearon el Jardín Botánico (1817), y Juntas de Educación, Economía, Náutica, Dibujo y Obstetricia (nótese la preclara y temprana inclusión de la mujer en sus preocupaciones) y en 1818, pusieron al frente de la Academia Gratuita de Pintura y Dibujo a Juan Bautista Vermay, distinguido discípulo de Francisco de Goya. Todavía asombra la intensa y profusa actividad que desempeñaron estos próceres en beneficio del país en muy poco tiempo. Quizá los ayudó para ello encontrarse al margen de los trámites y trabas burocráticas, pues eran empresarios expeditos y decididos, que no pensaban en elecciones ni puestos.

Al tratar de resucitar en 1994 ese cadáver, ya no se levanta y anda, como Lázaro, sino se arrastra patéticamente, usurpando un nombre que le queda, necesaria e inevitablemente, muy grande. Y quizá no por falta de posibles méritos ni presumibles buenas voluntades de algunos de sus actuales “empleados” (ya no son “miembros”), sino porque la SEAP sólo podía alcanzar su culminación —su raison d’etre— en las condiciones de la libertad de pensamiento, acción y producción, donde el programa y lema era “orden y progreso”, incentivo de la industria y el bienestar, y no la sempiterna “conciencia revolucionaria”, el permanente “sacrificio” y el cotidiano sometimiento. Hoy, la SEAP es la caricatura de lo que fue, pero también un posible boceto de lo que podría volver a ser en otra situación política, social y económica de la isla, pues sigue ahí, soportando a una dinastía familiar como antes sobrevivió a los espadones españoles, desde Tacón a Balmaceda, desde Vives a Martínez Campos, desde Velázquez hasta Weyler. Prevalecerá. Tomará tiempo, pero se hará.

Este texto lo publicará próximamente la revista Herencia, . Revista de la Cuban Cultural Heritage /Herencia Cultural Cubana. Mes de febrero de 2017. Podrá consultarse en: www.herenciaculturalcubana.org

Bibliografía:
Max Henríquez Ureña, Panorama histórico de la literatura cubana. La Habana, Ediciones Revolucionarias, 1967.
Homenaje a la Benemérita Sociedad Económica de Amigos del País de La Habana. La Habana, Municipio de La Habana, 1936. 54 pp. Cuadernos de Historia Habanera, Nº 4.
Diana Iznaga y Yolanda Vidal, “Apuntes para la historia de la Sociedad Económica de Amigos del País de La Habana durante la época colonial”. Revista de la BNJM, La Habana, Año 73, 3ª Época, Vol. XXIII, Nº 1, Enero-Abril, 1981. pp. 153-174.
Leví Marrero, Cuba: economía y sociedad. Editorial San Juan (San Juan de Puerto Rico)-Editorial Playor (Madrid), 1971-1992. 17 vols.
Carlos Martínez Sánchez, “Vida y espíritu de las Sociedad Económica de Amigos del País”. Revista Bimestre Cubana. La Habana, 71: [5] – 21, enero de 1956.
Rafael Montoro y Adrián del Valle, Compendio de la historia de la Sociedad Económica de Amigos del País de La Habana. La Habana, Imprenta y Librería El Universo, 1930. 79 pp.
Fernando Ortiz Fernández, Recopilación para la historia de la Sociedad Económica habanera. La Habana, Imprenta y Librería El Universo, 1929-1938. 5 vols.
Manuel Valdés Rodríguez, “La Sociedad Económica”. Cuba y América, La Habana, 13 (29) [68] – 70, 1909.
Varios, Diccionario de la literatura cubana. La Habana, Instituto de Literatura y Lingüística de la Academia de Ciencias de Cuba, 1980. 2 tomos.



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