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Félix Varela, Iglesia Católica

Venerable

Un texto del presbítero Félix Valera, que conserva una plena vigencia en nuestros días, con una introducción de la periodista Minerva Salado

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El presbítero Félix Varela ha pasado a la historia de nuestro país como “el primero que nos enseñó a pensar”, desde que así le llamó José de la Luz y Caballero[1]. Y valga el epíteto de Luz, porque desde esa época, fundacional de la identidad cubana, Varela se valió para su misión de educador y filósofo no solo del púlpito o el salón de clases en el seminario, sino del medio de comunicación que comenzaba a caracterizar su época: el periódico.

Tanto fue así que en el exilio estadounidense, fundó El habanero, desde el cual escribió a los criollos sobre los temas que entonces nutrían su identidad y su proyecto independentista. El periódico de Varela circulaba en la Isla de mano en mano, clandestino y perseguido por la autoridad colonial, pese a lo cual el ingrediente de sus ideas forma parte de los cimientos de ese pensamiento nacional con el que amanecimos al siglo XX. Martí lo incorporó al conjunto de los filósofos y luchadores que le precedieron, y esa integración totalizadora nos permitió luchar como nación contra cualquier cortapisas a las libertades, y enfrentar siempre —con éxito o sin él— a la profusión de malos gobernantes y/o tiranos que una y otra vez asolaron la Isla desde los mismos comienzos del siglo XX. De toda esta acción y de la idea que la sustentó, Varela fue fundador. Por ello vale la pena recordarlo en este texto suyo, y tal vez a propósito de esa mención que 186 años después hace la jerarquía católica acerca de la condición de “Venerable.

Venerable ha sido siempre. Por nombramiento de su pueblo, al cual sirvió. Aunque la tribu religiosa de su pertenencia no se haya dado cuenta hasta hoy.

Máscaras políticas
Félix Varela

(Publicado en El Habanero, papel político, científico y literario. Filadelfia, 1824)

Es tan frecuente entre los hombres encubrir cada una de sus verdaderas intenciones y carácter, que la persuasión general de que esto sucede, parece que debía ser un preservativo para evitar muchos engaños en el trato humano; pero desgraciadamente hay ciertos medios que sin embargo de ser bien conocidos, producen siempre su efecto, cuando se saben emplear, y la juventud, que por ser generosa, siempre es incauta, cae con frecuencia en los lazos de la más negra perfidia. Yo llamo a estos medios máscaras políticas, porque efectivamente encubren al hombre en la sociedad, y le presentan con un semblante político muy distinto del que realmente tendría si se manifestase abiertamente. Son muchas estas máscaras, pero yo contraeré a considerar las principales, que son el patriotismo y la religión; objetos respetables, que profanados, sirven de velo para encubrir las intenciones más bajas, y aún los crímenes más vergonzosos.

Los que ya otra vez he llamado traficantes de patriotismo tienen tanta práctica en expender su mercancía, que por más defectuosa que sea, consiguen su venta con gran ganancia, porque siempre hay compradores incautos. La venta se hace siempre por empleos o por dinero, quiero decir, por cosa que lo valga; pues nadie es tan simple que pida una cantidad por ser patriota. Es cierto que algunas veces sólo se aspira a la opinión, mas es por lo que ella puede producir; pues tal especie de gente no aprecia sino lo que da autoridad, o dinero.

Hay muchos signos para conocer estos traficantes. Se observa un hombre que siempre habla de patriotismo, y para quien nadie es patriota, o solamente lo son los de cierta clase, o cierto partido. Recelemos de él, pues nadie afecta más fidelidad, ni habla más contra los robos que los ladrones. Si promete sin venir al caso derramar su sangre por la Patria, es más que probable que en ofreciéndose no sacrificará ni un cabello. Si recorre varias sociedades secretas (como los que en España fueron sucesivamente masones, comuneros, etc.) enmascarado tenemos, y mucho más si el cambio es por el influjo que adquiere la sociedad a donde pasa, bien que jamás deserta uno de éstos de la sociedad preponderante, a menos que en la otra no encuentre algunas utilidades individuales, que acaso son contrarias al bien general, mas no importa.

Sin embargo, debe tenerse alguna indulgencia respecto de ciertos pretendientes, que siendo buenos patriotas, tienen la debilidad de arder en el deseo de un empleo, y entran en la sociedad que creen tener más influjo, y sucesivamente recorren todas (como me consta por experiencia) para ver dónde consiguen. He dicho que debe tenerse alguna indulgencia, porque a pesar de que su conducta no es laudable, suelen tener un verdadero amor patrio, y ni por el empleo que solicitan ni por otra utilidad alguna serían infieles a su patria. Pero éstos no son muy comunes, y su principal defecto consiste en confundirse con los enmascarados circulantes; pues al fin un ambicioso es más sufrible que un infame hipócrita político. Aún en algunos casos no podrá graduarse de ambición el esfuerzo imprudente de algunos por colocarse en la sociedad, y a veces por huir de la miseria.

Otro de los signos para conocer estos especuladores es que siempre están quejosos, porque saben que el sistema de conseguir es llorar. Pero ellos lo hacen con una dignidad afectada, que da a entender que el honor de la Patria se interesa en su premio, más que su interés particular.

Suele oírseles referir las ventajas que hubieran sacado no siendo fieles a su patria, las tentativas que han hecho los enemigos para ganárselo, la legalidad con que han servido sus empleos; cosas que también hacen, y deben hacer los verdaderos patriotas, pero cuando la necesidad y el honor lo exigen, y con cierta modestia tan distante de la hipocresía como del descaro y atrevimiento. La Patria a nadie debe, todos sus hijos la deben sus servicios. Cuando se presentan méritos patrióticos es para hacer ver que se han cumplido unas obligaciones. Esta debe ser la máxima de un patriota. Un especulador viene por su paga; pídala en efectivo como un mercenario, désele, y vaya en paz. ¡Cuántas veces se les oye decir que están arrepentidos de haber hecho servicios a la Patria, y que si hubieran consultado mejor sus intereses hubieran sido sus enemigos! Estos viles confunden siempre la Patria con el gobierno, y si éste no los premia (merezcan o no el premio) aquélla nada vale.

Para conseguir su venta con más ventaja, suelen hacer algunos sacrificios, y distinguirse por algunas acciones verdaderamente patrióticas; pero muy pronto van por la paga, y procuran que ésta sea cuantiosa, y valga más que el bien que han hecho a la Patria. Ellos emprenden una especulación política lo mismo que una especulación mercantil; arriesgan cierta cantidad para sacar toda la ganancia posible. Nada hay en ellos de verdadero patriotismo; si el enemigo de la Patria les paga mejor, le servirán gustosos, y si pueden recibirán de ambas partes. Sobre todo, el medio más seguro para conocer estos enmascarados es observar su conducta. Yo jamás he creído en el patriotismo de ningún pícaro. Por más que se diga que la vida pública es una cosa y la privada es otra, prueba la experiencia que éstas son teorías y vanas reflexiones, sobre lo que pueden ser los hombres, y no sobre lo que son. Hay sus fenómenos en esta materia, quiero decir, hay uno u otro hombre inmoral en su conducta privada, y de excelente conducta como hombre público, o cuando se trata del bien de la Patria, aunque hablando con toda franqueza yo no he conocido ningún hombre de esta especie, y creo que sería muy difícil demostrar uno. He oído hablar mucho sobre esta materia, pero nunca se ha pasado de raciocinios. Sobre todo, los casos extraordinarios no forman regla en ninguna materia.

Debe tenerse presente que los pícaros son los que más pretenden pasar por patriotas, pues convencidos de su poca entrada en la sociedad, y aún del desprecio que merecen en la vida privada, procuran por todos los medios conseguir algo que les haga apreciables, y aún necesarios. Ellos siempre son temibles, y es desgraciada toda sociedad, grande o pequeña, donde tienen influjo y aprecio hombres inmorales.

Muchos aspiran a ese título de patriotas entre la gente incauta e ignorante, para hacerse temer aún de los que los conocen, y saben lo que valen. Hablan, escriben, intrigan, arrostran a todo el mundo, todo lo agitan, no paran un momento, arde en su pecho el sagrado fuego del amor patrio, se difunde esta opinión, y está conseguido el intento. Si se les persigue, está en ellos perseguido el patriotismo; si se les castiga, son víctimas del amor patrio; en una palabra, consiguen ser temidos. Piden entonces premio por no hacer daño, y como siempre hay hombres débiles, ellos logran su proyectada ganancia.

También deben contarse entre estos enmascarados cierta clase de tranquilizadores, que tienen la particular gracia de producir los males y curarlos. Todo lo componen y tranquilizan, porque no hacen más que dejar de descomponer y atizar, y las cosas por su misma naturaleza vuelven al estado que tenían. ¡Cuántas disensiones y trastornos populares se han producido sin otro objeto que el de componerlos después, y ameritarse sus autores! Si no consiguen remediar el mal, por lo menos hacen ver sus esfuerzos para impedirlo y esto les adquiere el título de buenos patriotas. Sacrifican mil víctimas, pero esto no importa si hacen ganancia.

Hay aún otra clase de tranquilizadores más hábiles, que son los que saben fingir males que no existen, y abultar los verdaderos en términos que la multitud se persuada que está en gran peligro, y después mire como a sus libertadores a los que han sido sus verdugos. Todo fingen que se debe a su celo, actividad y prudencia; si no hubiera sido por ellos, el pueblo hubiera sufrido horribles males. Hacen como algunos médicos ignorantes que para ameritarse ponderan la gravedad del enfermo, aunque sea poco más de nada lo que tenga. ¡Qué partido saca de la sencillez de muchos la sagacidad de algunos!

Otra de las máscaras que mejor encubren a los pícaros es la religión. Estos enmascarados agregan a su perfidia el más execrable sacrilegio. Se constituyen defensores natos de una religión que no observan, y que a veces detestan. La suponen siempre perseguida y abatida. Se dan el aire de confesores, y a veces de mártires de la fe (¡bien merecen ser mártires del diablo!) atribuyendo a las personas más honradas, y aún a las más piadosas, las ideas e intenciones más impías y abominables. En una palabra, ellos conocen el influjo de las ideas religiosas, y saben manejarlas en su favor. Mas esta especie de máscara ya casi no merece el nombre de tal, pues sólo produce su efecto entre personas muy ignorantes.

Hay otro medio de cubrirse con la religión, o mejor dicho con el fanatismo, aún más especioso, y consiste en presentar los males que efectivamente produce este monstruo, y causar otros tantos y acaso más, que incluidos en el mismo número, se les atribuye el mismo origen, y quedan sus autores jugando a dos caras. No hay cosa mejor para el que tiene que dar cuentas que la quema de un archivo, porque luego se dice que todos los papeles estaban en él. Así en el orden político suelen atizar el fanatismo los que quieren que produzca estragos, para declamar contra él, y atribuirle todos los males. Hay otros menos perversos que no fomentan ni incitan directamente el fanatismo, pero sí se aprovechan de la ocasión que él les ofrece. Suelen también constituirse entonces en sus perseguidores, pero es o para inflamarlo, o para sacar algún partido ventajoso en otro respecto. En todos estos manejos infernales aparece la religión como objeto principal, cuando sólo está sacrílegamente convertida en una verdadera máscara.

Siempre abundan estos enmascarados, porque siempre hay hombres infames, para quienes las voces patria y virtud nada significan, pero en los cambios políticos es cuando más se presentan, porque entonces hay más proporción para sus especulaciones. Nada hay más fácil que conocerlos si se tiene alguna práctica en observar a los hombres. Esta es la que yo recomiendo a la juventud para quien principalmente escribo. (Fuente: CONTACTO Magazine, 27 de octubre de 2001).


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