Actualizado: 18/04/2024 23:36
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Literatura, Testimonio

Ajuste de cuentas con la sinrazón

En La eliminación, Rithy Panh tuvo la oportunidad de entrevistar a uno de los artífices del genocidio camboyano. El resultado es un gran libro sobre las consecuencias de la tentación totalitaria

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Sobre la mesa de trabajo de Pol Pot, en la jungla, había libros de Marx, Lenin y Mao. Un cuaderno. Lápices. Al lado, una cama de campaña y un krama perfectamente doblado. Simpleza y verdad de la revolución. A menudo me he detenido ante esa imagen de propaganda. ¿Qué hicieron de sus ideas puras? Un puro crimen.
R.P.

“A los trece años, perdí a mi familia en pocas semanas. Mi hermano mayor, que se marchó solo a pie hacia nuestra casa de Phnom Penh. Mi cuñado, médico, ejecutado en una cuneta. Mi padre, que decidió no seguir alimentándose. Mi madre, que en el hospital de Mong se echó en la cama donde acababa de morir una de sus hijas. Mis sobrinas y mis sobrinos. Todos ellos barridos por la crueldad y la locura de los jemeres rojos. Me quedé sin familia. Me quedé sin nombre. Me quedé sin rostro. Y fue así como seguí con vida, porque me había quedado sin nada”.

Quien expresó lo anterior es el camboyano Rithy Panh (1964), que puede decir que conoció el infierno no de oídas, sino por vivirlo desde dentro. A una edad tan temprana como esa, fue testigo de cosas imposibles de olvidar. Cosas que dejan una herida que jamás podrá ser cerrada. Por eso ha hecho la recuperación de la memoria y la búsqueda de la respuesta a la pregunta de cómo se pudo llegar a eso, han pasado a ser el objetivo central de su trabajo. Al igual que Primo Levy, Varlam Shalamov, Elie Wiesel, Alexander Solzhenitsin, se dio cuenta de que sobrevivió para tratar de comprender y hacernos comprender. Él mismo lo ha declarado: “Quiero comprender, explicar y recordar, y precisamente en ese orden”.

Hasta ahora, su labor ha cristalizado en varios documentales. El más conocido internacionalmente es S21: la máquina de matar de los jemeres rojos. El más reciente es La imagen perdida (2013), que estuvo nominado como mejor película extranjera en la reciente edición de los Oscar. También forman parte de su filmografía Bopahana, una tragedia camboyana (1996), El teatro quemado (2005) y Duch, el maestro de las forjas del infierno (2011). Este último se basa en la serie de entrevistas que le concedió el que fuera director del S21, el centro de tortura y ejecución más importante de Phnom Penh, mientras aguardaba a ser juzgado. Esas grabaciones se extendieron a lo largo de tres años, y además del documental dieron origen al libro La eliminación (Editorial Anagrama, Barcelona, 2013, 220 páginas), que Rithy Panh redactó con la colaboración del prestigioso novelista francés Christophe Bataille.

Durante el rodaje de S21: la máquina de matar de los jemeres rojos, se mencionó en varias ocasiones a Duch, nombre de guerra adoptado por Kaing Guek Eav. Bajo su dirección, al menos 12,380 personas fueron torturadas y asesinadas en ese centro, en el que nadie escapaba a la muerte. El propio Duch le confesó a Rithy Panh: “El S21 era el final. Ya no servía de nada rezar, no eran más que cadáveres. ¿Humanos o animales? Esa es otra historia”. Copio estas otras líneas que pertenecen a La eliminación: “A Duch le pregunto si sufre pesadillas, por las noches, por haber electrocutado, golpeado con cables eléctricos, clavado agujas bajo las uñas, obligado a comer excrementos, transcrito confesiones que eran mentiras, degollado a mujeres y a hombres con los ojos vendados junto a la fosa rodeados por el rugido del grupo electrógeno. Reflexiona y al cabo me responde, bajando la vista: «No». Más tarde, filmo sus risas”.

Duch fue el responsable del S21 de 1975 a 1979. Igualmente, el “campo de la muerte” de Choeung Ek, a 15 kilómetros de Phnom Penh, donde se llevaban a cabo las ejecuciones, estaba bajo su responsabilidad. Tras la caída del régimen de los jemeres rojos, Duch adoptó una identidad falsa y se convirtió al cristianismo. Se refugió en un pueblo perdido de Camboya y allí vivía. En 1999 fue reconocido por un fotógrafo irlandés que trabajaba en una organización caritativa. En 2010 fue condenado a 35 años de cárcel, pero en 2012, tras la apelación, fue condenado a cadena perpetua. Aunque parezca increíble, es el único de los responsables de los jemeres rojos que ha sido procesado. De hecho, hasta 1991 la Kampuchea Democrática fue miembro de la ONU, organismo que durante años se negó a dar rango de genocidio al exterminio masivo que en Camboya dejó un saldo de 1 millón 700 mil muertos.

La eliminación está estructurado en dos niveles: por un lado, el relato de los encuentros que Rithy Panh sostuvo con Duch y las reflexiones y emociones que esos encuentros le suscitaron; por otro, los recuerdos de aquellos cuatro años (1975-1979) desde el punto de vista de un adolescente en medio de aquel horror inclasificable. Es decir, la confrontación de una víctima y un verdugo y la historia de un adolescente cuya familia fue diezmada en pocos años. Esas dos líneas narrativas se van alternando, confluyen y llegan a un final divergente.

A diferencia de sus películas, aquí Rithy Panh pasa a ser uno de los personajes. En las entrevistas, se halla al abrigo de la cámara, lo cual le permite hacer un juego de espejos con Duch. En ese sentido, La eliminación es un libro-confesión sobre el mal, en la línea de otros títulos de la literatura concentracionaria como Si esto es un hombre, de Levi, La noche, de Wiesel, Archipiélago Gulag, de Solzhenitsin, y El vértigo, de Evguenia Ginzburg. Pero a diferencia de ellos, Rithy Panh tuvo la oportunidad de confrontar a uno de los artífices del genocidio. Una confrontación que, al menos en el campo literario, cuenta con escasos antecedentes.

Un asesino culto y de gustos afrancesados

En las páginas donde se narran las conversaciones con Duch, este se comporta como un anciano escurridizo, que se ríe mientras juega con su entrevistador. Un hombre más bien pequeño, instruido, culto, que antes era profesor de matemáticas. Durante uno de los encuentros, recita “La muerte del lobo” de Alfredo de Vigny. Como anota Rithy Panh, “no es ni un hombre banal ni un demonio, sino un organizador educado, un verdugo que habla, olvida, miente, explica y cultiva la leyenda”. A lo largo del libro, Duch asume responsabilidad, luego la niega. Omite información. Argumenta que todo lo ocurrido en Camboya durante el régimen de los jemeres rojos respondía a una razón superior y era necesario hacerlo. Y en esa necesidad, su sentimiento de culpa se diluye. Pero pese a su habilidad para escurrirse, poco a poco va aflorando la verdad de ese siniestro dios de la muerte de gustos afrancesados, que no dudó en asesinar a miles de compatriotas.

Entre los numerosos ejemplos de esas entrevistas hechas “sin miedo y sin odio”, escojo una que me parece muy elocuente: “Desde el primer día, le he llevado a Duch unas cincuenta páginas: en cada una de ellas había copiado un eslogan del Angkar. Le he pedido que elija uno solo. Algunos son amenazadores, otros enigmáticos o de una fría poesía. Se pone las gafas y hojea el conjunto. Parece dubitativo. Acto seguido apoya una mano sobre una página y dice quedamente: «Conservándote, no se gana nada. Eliminándote, no se pierde nada». Mira el techo: «Es una frase muy profunda. Es un eslogan que procede del Comité Central». Luego añade: «Ha olvidado un eslogan aún más importante: las deudas de sangre se saldan con sangre». Me sorprendo: «¿Por qué ese? ¿Por qué no un eslogan más ideológico?». Duch me mira fijamente: «Señor Rithy, los jemeres rojos son la eliminación. El hombre no tiene derecho a nada»”.

Duch nunca muestra signos de arrepentimiento. En todo momento, mantiene una gran sangre fría y acude a la ideología para justificar sus crímenes. Asistimos a sus reacciones ante preguntas incómodas, a sus intentos de reinterpretar la historia, a su risa cínica, a sus mentiras, a su poder para seducir y manipular. Como apuntó Rithy Panh, no es un criminal ordinario, sino un hombre que piensa. Pero su entrevistador también es inteligente, y con un tono contenido, sin estridencias ni imprecaciones, va haciendo la deconstrucción lenta de un asesino.

Rithy Panh además acude preparado a los encuentros. Lleva documentos, entre ellos el Libro negro de Duch, y con ellos encara sus contradicciones. Lo escucha con atención, evita que eluda referirse a los hechos. Cuenta a su favor con su experiencia como cineasta, algo que su enemigo no posee: “Duch tiene un punto flaco, no conoce el cine, no cree en las repeticiones, los cotejos y los ecos”. Es con esas armas con las que hace un ajuste de cuentas con la sinrazón y el absurdo, a la vez que realiza un descenso a lo más bajo del ser humano.

En las páginas autobiográficas, donde relata lo vivido por él y su familia, Rithy Panh aplica igualmente la misma regla que en las entrevistas a Duch: escribir desde las torturas, ejecuciones y sufrimientos que pueblan sus pesadillas, pero sin dejarse arrastrar por el odio. Emplea el testimonio personal como un recurso capaz de evocar y reconstruir desde el presente aquellos hechos. Narra el dolor con precisión, sin ahorrar detalles al lector. Pero como buen cineasta, demuestra un gran sentido del ensamblaje y el corte. Eso hace que sus recuerdos no agobien, aparte de que no ocupan mucho espacio en el libro.

Cuenta que en 1975, tenía trece años y era feliz. Su padre, tras haber sido jefe de gabinete de varios ministros de Educación, se había jubilado y era senador. Su madre cuidaba de sus nueve hijos. Ambos, nacidos en el seno de familias campesinas, creían en el saber, más aún, lo valoraban. Luego, Rithy Panh expresa: “Entonces lo ignoraba pero estábamos destinados a convertirnos, en cuanto los jemeres rojos entraran en la capital, el 17 de abril de ese año, en «nuevo pueblo», lo que significaba: burgueses, intelectuales, propietarios. Y, en consecuencia, opresores a los que había que reeducar en el campo o exterminar”.

El mismo día 17, un soldado se presentó en la puerta del hogar de su familia: “¡Cojan sus cosas! ¡Desalojen la casa! ¡Inmediatamente!”. Los habitantes de Phnom Penh estaban en la calle. La ciudad fue vaciada en tres días. Pasó a ser la capital despoblada de un gobierno invisible. Rithy Panh cuenta: “No había nada previsto para guiar, alimentar, curar o cobijar a esos millones de personas. Poco a poco, vimos por las carreteras a enfermos, ancianos, inválidos y camillas. Nos dimos cuenta de que la evacuación tomaba un mal cariz. El miedo era palpable”. Así dio comienzo la transformación completa de la sociedad, para construir un paraíso. Para la población se convirtió en un infierno, en un dispositivo de control y muerte. En otras palabras, Cambodia pasó a ser un inmenso cementerio.

Renuncio a tratar de resumir todo lo que admirablemente narra Rithy Panh. Únicamente copiaré el relato de uno de los tantos horrores de los que fue testigo. Creo que da una imagen de la violencia paranoica de buscar enemigos, que constantemente obsesionó a los jemeres rojos. He aquí el fragmento:

“Tras la muerte de su mujer, un padre criaba a su hija de cinco años. Una mañana, mientras estaba arando, encontró dos caracoles en la tierra húmeda. Los mostró con orgullo a su hija, que se había quedado en el talud. En plena hambruna, era un verdadero tesoro. En el momento en que se guardaba los caracoles en el bolsillo, se aproximaron unos jemeres rojos. Era un individualista, un enemigo del Angkar. Lo golpearon y ataron a un poste, junto al arrozal. Pasaron las horas. La temperatura se volvió insoportable. El hombre gemía. Las hormigas trepaban por su cuerpo, a cientos y luego a miles. Invadieron su boca y su garganta, sus orejas y sus ojos. El hombre se retorcía y gritaba tanto como podía y se desplomó. Entonces se acercó una campesina, tomó de la mano a la niñita que llevaba ahí desde la mañana y le dijo: «Ven conmigo». Las dos fueron hasta el pueblo andando”.

Silencio y complicidad de los intelectuales de izquierda

En las últimas páginas del libro, Rithy Panh apunta: “No creo haber escrito que la Kampuchea Democrática fue miembro de la ONU hasta 1991; ni que Pol Pot murió en la jungla en 1998. En la jungla, y en su casa. Y parece difícil poder juzgar a cinco dirigentes, hoy encarcelados en Phnom Penh”. Asimismo menciona que en abril de 1975, la embajada de Francia entregó a los jemeres rojos a altos responsables camboyanos, a sabiendas de que serían asesinados. Se pregunta además cuándo los gobiernos de China y Estados Unidos harán públicos los lazos que durante mucho tiempo mantuvieron con aquellos criminales.

Cita a Ben Kiernan, profesor de la Universidad de Yale, quien en su libro The Pol Pot Regime: Race, Power and Genocide in Cambodia under the Khmer Rouge, 1975-1979 (1996,) revela que en mayo de 1980 la CIA dio a conocer un informe demográfico sobre Camboya. En el mismo se afirmaba que en el curso de los dos últimos años del régimen de Pol Pot no había habido ninguna ejecución. Ese dato se contradice con el hecho de que entre 1977 y 1978, las víctimas llegaron al medio millón.

Rithy Panh fustiga también a los intelectuales de izquierda que siguen avalando los regímenes totalitarios comunistas como modelo político. Eso hizo que muchos no criticaran a los jemeres rojos, pues lo que estos hacían era en aras de “un mundo ideal, igualitario y solidario”. Ilustra sus palabras con los ejemplos de dos conocidos intelectuales. Uno es el francés Alain Badiou, quien en 1979 publicó en el diario Le Monde un artículo titulado “¡Kampuchea vencerá!”. Allí elogia “la simple voluntad de contar con sus propias fuerzas y de no someterse al vasallaje de nadie (…) incluso en lo que concierne a la cotidianidad del terror, de la revolución camboyana”. Y denunció lo que él denomina la “campaña anti camboyana”. A lo que Rithy Panh dice en su libro, puedo agregar que varios años después, en un programa de televisión Badiou se arrepintió públicamente de haber escrito aquel texto, aunque reconoce con Spinoza que el arrepentimiento no es una virtud.

No he hallado ninguna referencia de que haya hecho lo mismo el norteamericano Noam Chomsky, siempre dispuesto a justificar en los regímenes totalitarios aquello mismo que critica al gobierno de su país. Junto con Edward S. Homan, es autor del libro After the Cataclysm. Postwar Indochine & the Reconstruction of Imperial Ideology (1979). En La eliminación solo se cita un breve fragmento, así que acudí al mismo para ampliar la idea de Rithy Panh. En el segundo volumen se cuestiona que la desnutrición y las enfermedades puedan ser atribuidas a los jemeres rojos. Se asegura también que el régimen de Pol Pot tuvo una respuesta positiva en la población del país, porque enfrentaba problemas fundamentales enraizados en el pasado feudal y exacerbados por el sistema imperial.

En la defensa de los crímenes de los jemeres rojos (la misma que Chomski ha hecho de otros regímenes totalitarios), se afirma que el baño de sangre ha sido exagerado, y se rechaza que los llamados “campos de la muerte” admitan la comparación con los campos de concentración de los nazis (los jemeres rojos no construyeron cámaras de gases, sino que sencillamente emplearon el hambre). Chomsky y Homan expresan algo que suena a sugerir a los lectores que justifiquen aquellos asesinatos: las atrocidades cometidas por el régimen de Pol Pot fueron “una respuesta directa y comprensible a la violencia del sistema imperial”. Los textos de Badiou y Chomsky llevan a Rithy Panh a comentar: “Releo esas frases. Las palabras resbalan y se escapan. No alcanzo a comprenderlo”.

La gran calidad literaria de La eliminación, hace que lo que se cuenta en sus páginas adquiera un nivel más profundo. Eso justifica que tras su publicación, recibiera los premios Joseph Kessel, el Grand Prix de la Societé des Gens de Lettres, el Essai France Telévisions y el Aujourd´hui. Obra imprescindible, que da voz a una de las grandes tragedias del siglo XX, constituye un testimonio apasionante y demoledor, que golpea como un puñetazo en pleno estómago. Una sobrecogedora indagación sobre la inhumanidad radical de una ideología llevada al extremo. En suma, un gran libro sobre las consecuencias de la tentación totalitaria.