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Literatura, Literatura cubana

Bienvenidos a Absurdistán

Ángel Pérez Cuza recrea la realidad de la Cuba de hoy a través de unas historias que tienen mucho de absurdo y kafkiano, como cabe esperar de una sociedad absurda y kafkiana

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Decididamente, uno debería hacer una lista de que estableciera de manera estricta el orden en que los libros deben ser leídos. Ese orden debe corresponder, como es natural, a la fecha en que ingresaron en nuestra biblioteca. Con eso evitaríamos que títulos recién dados de alta reciban atención lectora antes que otros que llevan mucho tiempo en la lista de espera. Es decir, lo que en buen cubano se llama colarse, esto es, pasar por encima de aquellos que estoica y disciplinadamente aguardan su turno. Algo de lo cual —me refiero a lo de hacer cola— los nacidos en la Isla sabemos un montón.

El comentario viene a cuento porque días atrás, al revisar uno de los libreros, me topé con un par de títulos comprados por mí hace ya varios años. En su momento los adquirí con el fin de reseñarlos, pero por razones que probablemente hoy no podría explicar ni justificar, se fueron quedando rezagados. Fueron víctimas, en fin, de los colados que nunca faltan. De inmediato los separé, comencé a leerlos y ahora me dispongo a enmendar aquel descuido. Las líneas que siguen están dedicadas a dar noticia, con el consabido retraso, de su publicación.

Ambos son del mismo autor, Ángel Pérez Cuza (Guantánamo, 1955). En la información que aparece en la solapa, se dice escuetamente que en la actualidad vive en La Habana, donde trabaja como profesor de matemáticas. Los libros en cuestión son la novela Delito mayor (2005, 139 páginas) y la colección de cuentos Ternera macho y otros absurdos (2007, 218 páginas). Se publicaron bajo el sello de la Editorial Renacimiento, de Sevilla, dentro de la Colección de Narrativa Espuela de Plata.

El hombre, sostenía Nietzsche, sufre tan terriblemente en el mundo, que se ha visto en la obligación de inventar la risa. Ignoro si Pérez Cuza conoce la cita del filósofo alemán. En todo caso, conózcala o no, con toda seguridad aplica lo que viene a ser su equivalente popular: al mal tiempo, buena cara. Y una cara risueña es precisamente la que pone para recrear la vida cotidiana en la Cuba contemporánea. En su novela y sus cuentos, la realidad de la Isla está vista desde adentro, pero pasada a través del filtro del humor. El resultado son unas historias que tienen mucho de absurdo y kafkiano, como corresponde a la sociedad absurda y kafkiana que tienen como escenario.

“Las fantasías son el mejor rato que vivo en la jornada y estos viajes tan largos al trabajo me dejan mucho tiempo para ellas. A veces, uno llega sudado, con las piernas temblorosas, y la gente le pregunta «Y tú, ¿de qué te ríes?». Es imposible decirles que todavía tengo la cabeza húmeda por haber estado jugando con Brooke Shields junto a la cascada de la isla azul y ella no sabía siquiera que debía vestirse o por qué eran tan sabrosas las cosquillas que le estaba haciendo. Habíamos llegado a la isla de un modo que nunca consigo componer bien. Ella era la misma de la película, no sabía nada. Yo era su protector. Por la noche, el frío nos obligaba a dormir apretadamente y la ropa, estropeada, ya no separaba nuestros cuerpos. Mi excitación cada noche era mayor, podía sentir la suya mientras la veía dormir, tocándose entre suspiros”.

Quien así habla es Jorge Luis Falcón Pernas, el narrador protagonista de Delito mayor. La novela viene a ser un largo monólogo narrativo, en el que cuenta lo que es su día a día. Padece el síndrome de Walter Mitty, llamado así por el personaje principal del memorable cuento de James Thurber. Se refiere a la tendencia a soñar despierto para evadirse de la realidad. En el caso del protagonista de la novela de Pérez Cuza, el hecho de que buena parte del tiempo ande perdido en sus ensoñaciones se justifica: es su recurso para escapar de las angustiosas condiciones que hacen que su inestable existencia sea un permanente y asfixiante estar en la cuerda floja.

De esas ensoñaciones se vale para escapar de la dura realidad que significa su día a día: conseguir comida para los niños, aprovechar lo que ellos dejan para comer él y su mujer, ir al trabajo en bicicleta, bañarse a la carrera antes de que quiten el agua, buscar pienso para alimentar a los pollitos que está criando… Cada vez las va perfeccionando, pues lo compensan de sus frustraciones y carencias. Para él son mejores que la televisión, “porque es lo que uno quiere, no lo que te ponen; y se conectan en cualquier momento”. Sin embargo, hay veces que las escapadas a través de la imaginación se le acaban rápidamente porque se cuelan otras realidades. Eso ocurre, por ejemplo, cuando el cocimiento del desayuno tiene muy poca azúcar y se le hace difícil ignorar que se levanta a las 5 y 20 de la mañana. Entonces “la combinación de sueño, hambre, suciedad y cansancio” no lo deja pensar bien.

Resolver todo lo que se puede

Pero el hecho de que se imagine que la negra de la cafetería con quien tiene relaciones sexuales es Meg Ryan o que se invente un primo viceministro, no pasan de ser meros sueños. Y los sueños, ya lo recordaba Calderón de la Barca, sueños son. La referencia al dramaturgo español no es aleatoria. Cada capítulo de la novela está encabezado por unos versos de su pieza teatral más famosa, y el título provine de uno de ellos. Para materializar algunas de sus ficciones, el protagonista de Delito mayor recurre a métodos más prácticos y cubanos. El primero, resolver todo lo que puede en su puesto de subdirector de almacenes de la Empresa Municipal de Suministros e Insumos donde labora. Un lugar “más rico que la casa de un extranjero” y donde impera un relajo tal, que nadie sabe si hay faltante: “a veces, un producto aparece en dos estibas diferentes y los códigos son irreconocibles porque ahí nunca ha habido nadie que sepa usar una tarjeta de estiba”. Gracias a ese trabajo, resuelve comida e incluso pudo instalar un tanque de agua en la terracita de su casa.

Pero hay un cambio de director y pronto comprende que el nuevo quiere limpiarse con él, echándole la culpa de todos los faltantes. Seguirá ocupando esa plaza hasta que su nuevo jefe encuentre a alguien de su confianza que lo reemplace. De hecho, lo pasa a un puesto inferior. Se va entonces a trabajar en la agricultura por 45 días y regresa con unos reconocimientos buenísimos: Vanguardia en la etapa, 2.000 horas de trabajo voluntario, 100 % de asistencia y puntualidad, turno para almorzar en un restaurante de lujo, tres días en una casa en la playa, un arreglo de refrigerador. En realidad, sus méritos se redujeron a haber ayudado a que el campamento quedara en primer lugar provincial, arreglando los partes.

No voy a detallar todas las peripecias que después vive el personaje. Solo anotaré que luego comienza a laborar en un Cupet (Unión Cuba-Petróleo) y su situación mejora notablemente. El primer día descubre que el almuerzo parece traído de un restaurante, que la merienda es tan buena que la pone en una jabita para llevársela a los niños. Pero pronto se da cuenta de que laborar allí tiene su reverso, sus consecuencias desagradables: “Resulta que tengo que pagar al gerente. Si no me da la busco, allá yo. También me entero de otra serie de gastos habituales de este trabajo. Ya di el salto y ahora tengo que invertir para poder ganar. Los demás me explican cómo se lucha la propina, cuándo se puede meter el pie con el vuelto, cómo se roba combustible para venderlo fuera, los negocios con el camionero. Ya ganaré. Esto es poco a poco”.

Y en efecto. Poco a poco su inversión empieza a dar frutos. En primer lugar, ya no va a trabajar en bicicleta, sino que mensualmente le paga $10 a un compañero que lo recoge en su auto y al salir lo lleva a su casa. Tampoco tiene necesidad de seguir criando pollos. En su casa desayunan con café con leche. Su mujer dejó de trabajar y hasta tiene una señora que la ayuda. Asimismo, adquiere electrodomésticos nuevos, un juego de sala, un televisor a colores y compra un aire acondicionado a uno que se fue durante la estampida del 94. Y por supuesto, se ocupa de llevarse bien con el informante del CDR.

Armándose del humor, Pérez Cuza traza en Delito mayor un cuadro de la Cuba actual, esa que los turistas nunca llegan a conocer. Al igual que muchos de sus compatriotas, Jorge Luis Falcón Pernas aprende a hacer de la picaresca una práctica habitual. La compra de plazas, el tráfico de favores, las prebendas, el empleo de las influencias, la bolsa negra, todo es válido para enfrentar las urgencias y las necesidades apremiantes y eludir la corrupción institucionalizada. Al final de la novela, la vida del protagonista ha cambiado para bien. Pero es precisamente su nueva situación la que le permite ver la realidad con más claridad: “Cuando uno está pegado al piso, cogiendo camello con un vaso de agua con azúcar en la barriga y las medias rotas, entonces va a las movilizaciones, a las reuniones del comité y los trabajos voluntarios. Pero cuando empieza a levantar cabeza y consigue algunas comodidades, es que ve que aquí no se avanza, que no lo dejan a uno respirar y hay que irse. Por eso, cuando el Mariel, uno prefería ser maricón o preso para que lo montaran en una lancha y salir a otra vida. Mucha gente va cogiendo una especie de claustrofobia, porque esto no es de ir a buscar trabajo a otra parte, aquí salir es complicado y definitivo. No hay regreso, todo lo de uno se lo cogen”.

A propósito de Ternera macho y otros absurdos, quiero recordar unas palabras de Virgilio Piñera. Pertenece a su “Piñera teatral” y se refieren a Aire frío. En ese texto, su autor explica que, al disponerse a relatar la historia de su familia, se encontró ante una situación tan absurda que solo presentándola de modo realista ese absurdo cobraría vida. Y agrega: “En Aire frío me ha bastado presentar la historia de una familia cubana, por sí misma tan absurda que de haber recurrido al absurdo habría convertido a mis personajes en gente razonable”.

Eso mismo sucede con varias de las narraciones de Pérez Cuza. Este se ha limitado a presentar de manera realista situaciones y personajes de ese Absurdistán que es hoy la sociedad cubana. ¿Quieren ustedes algo más absurdo y, a la vez, más realista que una enfermera se dedique a tener sexo a cambio de $20? ¿O que un antiguo camarada caído en desgracia se recicle en nuevo gerente? ¿O que, ante la falta de un urinario, un hombre no pueda aguantar más y termine con el orine corriéndole por sus piernas?

El libro contiene otras narraciones a las que sí les viene mejor la etiqueta de absurdas. Copio un fragmento de la titulada “El punto de reunión”: “«¡Tampoco trajiste la planta! Dime, ¿cómo nos vamos a arreglar allá sin luz?» «¡Como mismo se las arreglan ellos!» «Ustedes, por lo menos, llevan dinero. Y comida en lata. Nosotros, nada». «Si vamos a aparecernos con las manos vacías, ¿para qué vamos?»”. Quienes así hablan son algunos de los muchos cubanos que están a punto de desembarcar en las costas de Cuba, a donde vuelven en masa de Estados Unidos. Convendrán conmigo en que la situación es de todo punto irracional.

Un cuento en el que aflora lo kafkiano

En “Un saco de pienso”, un hombre de mediana edad, “con el rostro avejentado por la preocupación de una familia”, vuelve en la bicicleta a su casa tras haber conseguido un saco de pienso para los pollitos, a cambio de una botella de aguardiente. Tiene la mala suerte de que unos policías lo paran para revisar lo que lleva. Gracias a que soborna con dinero a uno de ellos, lo dejan continuar. Cuando está por llegar a su barrio, desde algunos carros que vienen en sentido opuesto le avisan con señas que más adelante hay un patrullero. No le queda más efectivo para sobornos, de modo que dobla a la derecha por un camino oscuro. Allí tres tipos lo acorralan para quitarle la bicicleta, el pienso y los zapatos. El hombre trata de huir, pero uno de los delincuentes es mucho más ágil, le corta el paso y lo degüella con un cuchillo. Al final, los ladrones tuvieron mala suerte, pues el patrullero los detuvo. El asesino aún llevaba el cuchillo ensangrentado. El narrador, ya difunto, concluye así su relato:

“La policía halló mi cadáver y los míos le hicieron un entierro decente, aunque hubo pocas flores, solo las que tocaban por la libreta, por el racionamiento. A mi familia le devolvieron todas mis cosas, es decir, casi todas, porque no había papel que justificara la adquisición del pienso y no pudieron reclamarlo. De todas formas, no era importante en ese momento, porque ya los pollitos, faltos de quien los atendiera, estaban muertos, tan flacos y tan pequeños, que no quisieron cocinarlos. El pienso sirvió para otros pollitos, no se iba a quedar en la estación para siempre. y yo, necesito un descanso, al menos por un tiempo, espero reposar”.

Un cuento en el que aflora lo kafkiano es “Rikimbini”. Está narrado en primera persona por un hombre que tiene tres hijos, sus padres y la suegra en su casa, y junto con su esposa hace verdaderos milagros para dar de comer a las ocho bocas. Y además “prepararles refuerzos a los muchachos para que se lleven a sus becas, los pobres, pasan un hambre que asusta, allá en esos matorrales donde les han puesto la escuela”. Como no podía con tantos problemas encima, decidió dar clases particulares. Y para el desplazamiento de una casa a otra, se compró una bicicleta en $100. Un día se llevó un semáforo, había un patrullero en la esquina y terminó con su medio de transporte confiscado.

Ahí comenzó para él su calvario en el laberinto burocrático. Gracias a la intervención de un amigo, lo condujeron a un almacén oscuro donde se acumulan numerosas bicicletas de todos los tiempos, con una característica común: ninguna está completa. “Ciudadano, si no encuentra la suya, escoja la que más le parezca, pero este asunto tiene que acabarse ya mismo”, le dicen. Y salió con una Bikimbini ajena, con los neumáticos podridos, las cámaras ausentes y sin tanquecito ni regulador. Estas son las palabras con las que finaliza su reclamación a las autoridades revolucionarias: “Entonces, compañero, yo no he venido buscando justicia. Yo debo ganarme la vida, mantener mis ocho bocas alimentadas. Y lo único que sé, es dar clases y carreras por toda La Habana. Solo quiero mi bicicleta, poder utilizarla, que me den otra que sirva, no sé. Si no, dígame, compañero, ¿cómo hago? ¿A quién me dirijo?”.

Esos son el tratamiento y el estilo que dominan en estos cuentos de fantasía quebrada, que, como se dice en la solapa del libro, componen un muestrario con el que Pérez Cuza pretende deleitar a quienes se asomen a su torcida realidad. Una realidad que ha de ser exótica para algunos e imposible para otros, y donde las moralejas serán, por definición, erróneas. Como apunta Juan Bonilla en el prólogo, los cuentos de Ternera macho y otros absurdos son capítulos de esa gran narración que es la vida en La Habana. “La vida difícil, en fin, de una ciudad que parece haber sido sumergida en una pecera para detener el tiempo en sus calles, pero en la que es indispensable buscarse «otro sitio en la vida», toda vez que si hay algo que está claro es que vida no hay más que una, y a La Historia le pueden ir dando por el culo”.

El libro traza una visión crítica de la realidad cubana, pero con buen criterio su autor evitó echar mano al panfleto y la denuncia de brocha gorda. Lo suyo es el humor, el absurdo, los espejos deformantes. Un motivo recurrente en esos textos es el erotismo, aunque Pérez Cuza no siempre lo maneja con iguales resultados. En “La violación de Eva” y “Viernes”, por ejemplo, está tratado de un modo que bordea el mal gusto. En Ternera macho y otros absurdos hay también espacio para la tristeza, como en ese cuento terrible que es “Los aliados del cangrejo”, así como para otros temas como el descubrimiento de un hijo de la homosexualidad de su padre muerto, (“Los armarios del padre”) la censura (“La sentencia del censor”) y la necesidad del ser humano de que el arte le muestre la verdad objetiva (“El cuentero de Charco Sucio”). Algunos de los cuentos son muy breves, como “Caídas”, que copio a continuación: “Comenzó por caérsele el cabello. Después, en el quirófano, perdió las amígdalas y el apéndice. En la mesa de negociaciones, perdió la honestidad y los principios. Luego, fueron las caídas y desmayos aparatosos, hasta la fractura de cadera. Finalmente, cayó en la inconciencia y sus amigos iban a su sepultura a respirar”.

Para tratarse de una colección de cuentos, Ternera macho y otros absurdos es un libro bastante extenso, y no todos los textos incluidos consiguen alcanzar similar calidad literaria. Pero obras como esta deben valorarse por el balance que logran en conjunto. Y el que logra Pérez Cuza tanto en ese título como en Delito mayor, es más que satisfactorio. Da sobradas pruebas de que es un contador de historias nato y además sabe narrarlas muy bien. Es lamentable por eso que ambos libros hayan recibido poca atención por parte de la crítica biempensante. Y lo es más que los lectores de la Isla no tengan acceso a ellos.

Delito mayor y Ternera macho y otros cuentos se pueden comprar en Amazon y Abebooks.