Actualizado: 23/04/2024 20:43
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“Cheísmo” mexicano

El autor confiesa que ya se acostumbró a las peculiaridades del habla mexicana y hoy es orgullosamente un chilango más

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Para Vicente Alba Soler, siempre en la memoria...

En mis frecuentes y sabrosas pláticas o charlas “correleras” (de “correl”, según sugiere llamemos hispánicamente con tino y propiedad idiomática, mi buen y sabio amigo Don Emilio Bernal Labrada, a los angloamericanos mails), con mi querido compañero de la “Vieja Guardia” (que muere, pero no se rinde), poeta eximio y novelista poderoso, Félix Luis Viera, saltó hace poco el asunto de la abierta predilección que en México notamos con el uso de la letra Ch.

Son abundantes en territorio azteca, “nuestro mexicano domicilio”, los términos y expresiones donde la ch hace su aparición, y se aprecia un paladeo notable con ese fonema y la forma en que la pronuncian.

A la clásica chingada, de raíces pacianas (El laberinto de la soledad) habría que añadir una profusa sucesión con chido, chale, chela, apapacho (por ahí empezó la conversación), charro, Chespirito, chapa (por cerradura), chingaos (como exclamación de admiración, no como denuesto), chango, chaparro, chavo, Chente (por Vicente), chivear, Chabela (por Isabel) y ¿qué pachó?, que se traslada geográficamente en la pregunta de bienvenida inicial popular o ñera: “¿Qué Pachuca con Toluca?”, por “¿qué pasó contigo?”

Si hablas mucho no es un teque, sino que “sueltas un choro”. El tracatán es achichincle, y para colmo, mexica en realidad se pronuncia mechica. “Caracho”, como dice ahora “Gil Gamés” en el diario Milenio (Rafael Pérez Gay), ¡cuántas chés, che!

Está la chacha (sirvienta) y el chilpayate (niño muy pequeño), y también la chirimoya, la chancla (por pantufla o cutara santiaguera) y ya en territorio escabroso, se les dice chichis o bubis a las mamas o senos, y el “Triángulo de Venus” recibe tres variantes de ches: panocha, bizcocho y babucha. Es admirable y hasta tierno el pudor mexicano con ciertas palabras: los médicos, ni aún en programas científicos, dirán glúteos y menos nalgas, sino pompis. Porque chochos, en México, son las píldoras, sobre todo homeopáticas. “Tómate un chochito”, te recomiendan algunos amigos, con una “aguita de papaya”... Es sin dudas una tentadora invitación.

En la toponimia también impera la Ch: Chimalhuacán, Chihuahua, Chiapas, Chilpancingo, Chapultepec y Chetumal son sólo una muestra de su despliegue por toda la república, que culmina con el gentilicio mayor, el sospechosamente peyorativo chilango. Xalapa se dice Jalapa, pero cuando es chile, sólo jalapeño, nunca xalapeño. Y por las calles de Chilangolandia se puede ver la figura entrañable del zigzagueante teporocho a quien el escritor Gonzalo Celorio ha dedicado un texto memorable, que incluye su propuesta de etimología: como el borrachito en su bamboleo de “barco ebrio” (¡ah, Rimbaud!) da tres pasos para un lado y ocho para el otro, 3 X 8, ergo, teporocho.

Félix Luis, con su paladar sensible de narrador y poeta, advierte que “la Ch es una letra pesada, gorda, fea...” Y en parte creo tiene razón. Y aunque chipote es chichón o hematoma, quizá por eso en México gusta tanto el cha-cha-chá.

Hace muchos años Alfonso Reyes escribió su clásico “Con la X en la frente” (1952), donde se figura a MéXico (sic) como una encrucijada, y al mismo tiempo una interrogante. MechicoTenochtitlán (otra Ch) es lugar del asombro y el pasmo: una permanente incógnita donde todo y nada es posible, Jerusalén del Nuevo Mundo. Así lo advirtió mi buen amigo Don Pedro Ramírez Vázquez (1919-2013), el Gran Arquitecto de la Nación, cuando proyectó el Pabellón de México en la sevillana Isla de la Cartuja, para la Exposición Mundial de 1992, que era una gigantesca “X” frente a la cual se plantó un enorme cactus de candelabro u órgano, que se trajo especialmente desde el desierto de Sonora. Y allí mismo me preguntaban los hispanos por qué México se escribía con “X” si se lee como “J”, y yo les respondía que por la misma razón que España la escriben con “s” y la pronuncian como “Z”: EZpaña. Que no me jodan. O, mejor todavía, no me xodan.

Lo cierto es que los hispanos, para quienes el fonema Tl es prohibitivo y venenoso (tengo ilustrados amigos españoles muy queridos que son incapaces de pronunciar Tlalpan), y eso que no los someto a la prueba terrible, Lecho de Procusto lingüístico, de Parangaricutirimícuaro[1], ya no se diga Quetzalcóatl ni Huitzilopochtli o Popocatépetl (por cierto, siempre he sospechado que no hubo tartamudos entre los nahuas, porque si llegaban a tener esa dificultad del habla resultarían mudos). Su paladar no puede con semejante desafío.

Dos de esos hispanos notables han estallado impotentes con el problema de la inexistencia de una regla uniforme para el uso de la “X”: Joan Manuel Serrat y Joaquín Sabina han protestado: ¿por qué en Xochimilco se pronuncia la X como S y la Ch como tal? ¿Por qué se escribe Taxqueña y se dice Tasqueña? ¿Y Xola es Chola aunque México es Méjico? Y, a ver, ¿Oaxaca por qué se dice Guajaca? Insondables preguntas sin respuesta lógica posible, que pertenecen a la epistemología del mexicano profundo. Sólo el uso en cada caso indica su propiedad y corrección. La única regla es que no hay regla.

Cuando —incauto de mí— llegué a México, advertí de inmediato un vocablo que me sonó muy peligroso y dañino: güeva. Un amigo muy entrañable que nunca apareció a una cita concertada y confirmada, me dijo, “no pude llegar, porque me dio mucha güeva”. Pensé (por asociación lógica) que se trataba de una imprevista orquitis, una dolorosa inflamación testicular, y muy compungido le recomendé que no se abandonara y se viera eso urgentemente con el médico. Él no respondió nada, pero me miró con una expresión risueñamente enigmática. Pero después fueron tantos los casos de güeva que escuché, que pensé se trataba de una pandemia nacional, peligrosísima, y cuando iba a cualquier baño ponía extremo cuidado para no contagiarme con semejante padecimiento. Imagínense cómo caminaría... Hasta que una muy querida amiga mexicana, hoy embajadora en la India, famosa —entre otras cosas— por su modo de trasladarse (no en su Mercedes Benz diplomático, sino en democrático ricksha o tuk-tuk), me dijo que había faltado a una reunión porque tuvo una güeva atroz. “Pérate —le dije— tú podrás tener ovaríada, pero güeva, lo que se dice güeva, pues no, mijita”. Cuando —apiadada de mi ignorancia— me explicó por fin que la güeva era flojera, aburrimiento, hastío o simple desinterés, entonces caí en cuenta... y ella empezó a reír... y supongo que así continúa hasta ahora en Nueva Delhi.

Bueno, ya me acostumbré a estas peculiaridades del habla mexicana y hoy soy orgullosamente un chilango más; ahora tomaré unos chilaquiles, o unas enchiladas (suizas), con chicharrón verde y de postre unos chongos zamoranos, mientras veo en la tele un partido de las Chivas del Guadalajara, “el rebaño sagrado” como le dicen: muy chingones. Y claro, acompañado con una chela.



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