Actualizado: 27/03/2024 22:30
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Cine cubano sin pintoresquismo barato

Dentro de la producción cinematográfica prerrevolucionaria, Casta de roble se distingue por su pretensión de, sin abandonar el formato de un cine comercial, concederle a la trama una mayor autonomía

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Demoré bastante en descubrir Casta de roble (1953), de Manolo Alonso. Para nosotros, los espectadores nacidos después de 1959, las películas realizadas antes de ese año no existían, según la cansina reiteración de lo afirmado en aquel Primer Congreso del Partido Comunista celebrado en la Isla en 1975, cuando se resaltó la labor del ICAIC sobre la base de una inexistencia de historia y tradición fílmica en la Isla.

Se tiene que conceder, desde luego, que en Cuba no existió en el período prerrevolucionario una industria cinematográfica. Pero los esfuerzos por establecerla no faltaron, lo que invalida la afirmación de que no existía una historia de esta práctica. Por otro lado, negar todo lo realizado con anterioridad implicaría sugerir que antes del sobrevalorado documental El Mégano (1955), de Julio García-Espinosa, no existió en el país una voluntad de representar en pantalla los males sociales que aquejaban a la República, lo que anularía para siempre los esfuerzos de aquellos que, como Alejo Carpentier y Juan Marinello, colaboraron con las producciones de la Cuba Sono Film.

Otra cosa sería evaluar el carácter de cine sumergido que tenía esa producción crítica, o cuestionar la naturaleza naif de esa tradición local más dominante que, lejos de propiciar la renovación de la mirada cinematográfica, y de paso, la estimulación de un espíritu despierto en el espectador nacional, se empeñaba en reciclar de modo dócil un lenguaje que, aunque hegemónico, por los cincuenta ya comenzaba a lucir trasnochado.

Paradójicamente, le debo a Tomás Gutiérrez Alea (uno de los cineastas cubanos que más se empeñó en “modernizar” el lenguaje del cine nacional), mi primer impulso de ver este filme. Fue gracias a una nota que Titón escribió para la revista Nuestro Tiempo, y donde, entre otros asuntos, afirmaba:

“El mejor elogio que se puede hacer de Casta de roble es decir que se trata de una película cubana. Que sus realizadores han querido situarse, por primera vez, en Cuba, en una actitud sincera frente a la realidad de nuestro pueblo; que han tenido la valentía suficiente para apartarse de la línea pintoresca y falsa que habían trazado todas nuestras anteriores producciones, y han llevado a la pantalla importantes problemas de nuestro pueblo. Todo esto debe servir de base y orientación para un sólido desarrollo de nuestra cinematografía. Se aprecia, por lo tanto, la alta significación que puede llegar a tener Casta de roble.”[1]

¿Qué pudo llamar la atención de Titón en este filme saturado de incurables tópicos del peor melodrama, y donde llega a reconocer que en el saldo final ha influido sobre todo “un argumento melodramático arbitrario y mal construido”? No hay contradicción alguna en esos señalamiento, pues para Gutiérrez Alea por primera vez un cineasta cubano había decidido invertir su dinero en una historia que se alejaba de lo trillado con el fin de mostrar las llagas de aquel régimen social, lo cual lo aproximaba a ese conjunto de expectativas que jóvenes como él y García-Espinosa alimentaron a través del neorrealismo italiano, y un poco después, mediante El Mégano.

Hasta aquel instante el cine realizado en Cuba (exceptuando a lo realizado por la mencionada Cuba Sono Film) apenas se había interesado en enfrentar críticamente la realidad. El orden social, con sus desigualdades, casi siempre aparecía en el trasfondo, enmascarado con abundante música y escenas de cabaret en la que no podían faltar las sensuales coreografías de nuestras hermosas rumberas. Lo que distinguía a Casta de roble de ese conjunto de filmes era su pretensión de, sin abandonar el formato de un cine comercial, concederle a la trama una mayor autonomía.

Alonso fue también el director de Siete muertes a plazo fijo (1948), una película que en el momento de su estreno despertó el entusiasmo de Mirta Aguirre, al extremo de animarla a escribir:

Algunos de los nombres de quienes han intervenido en la realización de Siete muertes a plazo fijo serán recordados como los de quienes pusieron la primera sólida, básica piedra del gran edificio del cine nacional. Antes de este filme de Manolo Alonso, en Cuba había habido intentonas más o menos felices o desdichadas, algunas de ellas —Hitler soy yo— debidas al mismo Alonso; pero con Siete muertes a plazo fijo es que puede decirse que nace el verdadero cine cubano, concebido no como aventurilla fotográfica de carácter pintoresquita, sino como serio maridaje de industria y arte, negocio y ciencia, cuyo conflicto central se encuentra en el equilibrio entre las apetencias y las urgencias de taquilla de la producción y los imperativos de la técnica y las demandas de la estética. Problema dificilísimo para las cinematografías novatas y para el cual, hasta hoy, no habían apuntado en Cuba soluciones.[2]

Un antecedente ninguneado

¿Cómo explicar el fracaso de ese pronóstico?, es decir, ¿cómo explicar la indiferencia posterior ante esa obra?, ¿el ninguneo de todas aquellas acciones que, aun cuando en su momento diesen lugar a no pocas polémicas, contribuyeron a mantener con vida el sueño de Díaz Quesada de fomentar una cinematografía nacional? O una interrogante aún más incómoda: ¿por qué a estas alturas Casta de roble todavía no es considerada por los historiadores como el verdadero antecedente de un cine “nacional” en Cuba?

Buena parte de la responsabilidad descansa en ese enfoque icaicentrista que ya en otras ocasiones hemos denunciado. Al tratarse de una producción realizada más allá del círculo que más tarde posibilitará la creación del ICAIC, era lógico el olvido. Pero por otra parte, está también la posición política de Manolo Alonso, uno de los protegidos del régimen de Fulgencio Batista, quien desde bien temprano se opuso al gobierno revolucionario, y se vio envuelto en peripecias como la que describe el estudioso Enmanuel Vincenot a propósito del documental que realizó el cineasta una vez fuera de la Isla:

“La historia de La Cuba de ayer es rocambolesca y digna de los mejores filmes de aventuras: cuando Alonso se marchó de Cuba, no pudo llevar consigo sus películas ni tampoco los importantes archivos fílmicos de sus noticieros, con lo que llegó a Miami sin un solo rollo. Sin embargo, a los pocos meses decidió recuperar parte de sus fondos de una manera insólita y arriesgada. Se puso en contacto clandestinamente con unos amigos que se habían quedado en La Habana y montó una expedición marítima nocturna para transportar sus archivos a Miami. Un primer viaje le permitió recuperar parte de sus imágenes, pero en el segundo trayecto, los guardacostas cubanos interceptaron el barco del cineasta y la tripulación no tuvo más remedio, para evitar ser arrestada, que echar por la borda los rollos que tenía. Así es como parte de los noticieros de Manolo Alonso se encuentran hoy en el fondo del mar Caribe.”[3]

Cuando Alonso decidió encarar la producción de Casta de roble (su tercer largometraje) en 1952, ya era reconocido como un hombre poderoso, lo cual significa abundancia de admiradores y detractores, así como confrontaciones radicales, y resistencias empedernidas. Su trayectoria lo mostraba al público como uno de esos triunfadores que, comenzando como simple recogedor de entradas, había conseguido administrar primero un teatro, luego adquirir los cines Encanto y Fausto, y más tarde, impulsar varias productoras y noticieros. Era, para decirlo como lo describen los historiadores Arturo Agramonte y Luciano Castillo en la mejor investigación que hasta ahora se ha escrito sobre el personaje, “el zar del cine cubano”.

Ya en lo personal, ¿qué es lo que todavía me gusta de Casta de roble, al margen de esos excesos melodramáticos que la hacen tan vulnerable, y hasta involuntariamente cómica, en muchas zonas? Pues exactamente el candor de su representación, que pone de manifiesto esa subestimada capacidad que tiene el cine de registrar en un mismo encuadre, lo sublime y lo ridículo, lo grave y lo leve, lo falso y lo que hay de verdadero en esa falsedad.

Está claro que Manolo Alonso no era Luis Buñuel, quien por esas fechas se había asomado al mundo de las desigualdades sociales a través de su todavía estremecedor filme Los olvidados (1950), pero hay un grave error en exigirle autenticidad al cine tomando en cuenta apenas su voluntad de “realismo fotográfico” en cuanto a lo que está más allá de nosotros como individuos, como si la realidad fuera eso que uno alcanza a percibir con nuestros indigentes sentidos, y no una conjura bastante enigmática de móviles y accidentes que casi nunca se dejan ver del todo. El filme de Alonso es auténtico, no tanto a la hora de reflejar los problemas que entonces azotaban a Cuba, como a la de describir el punto de vista que tenían las clases pudientes de esos problemas, y por extravagante que hoy nos parezca, tratándose de alguien tan rabiosamente anticomunista como su director, hay en muchas de las recitaciones melodramáticas de algunos de esos personajes, una suerte de profecía de lo que más tarde habría de llegar.

Evoquemos este parlamento en boca del hijo rico que regresa a la campiña, y desde un automóvil declama junto a su novia: “Cada vez que veo el campo me acuerdo de los pobres guajiros que esperan siempre las promesas que les hacen y que no les cumplen nunca. No se puede ser feliz enteramente mientras se sepa que hay un ser humano que sufre. ¿No los has visto por allí? Nada piden, nada dicen, porque tienen orgullo, pero en sus miradas hay como una muda acusación, y esperan sin esperanza”.

Un melodrama en toda su pureza

Más allá del tono ampuloso e incurablemente cursi del bocadillo, es útil retener lo que allí se expresa porque por debajo de lo enunciado palpitaba una convulsa realidad, que mantenía al país polarizado. Por eso es que, al margen de los nombres propios, de las filias y las fobias políticas (que responden siempre a intereses de grupos), de los móviles económicos y adicciones al poder encubiertas por la ideología de la fraternidad, detectamos un denominador común entre el malestar social que se muestra en Casta de roble y buena parte de lo que se pregona (para horror de aquellos que gustan de edificar fronteras ideológicas irreconciliables) sobre todo en aquella primera producción del ICAIC que agitaba, desde la pantalla, a favor de la Ley de Reforma Agraria y otras medidas revolucionarias (viene a mi memoria otro ejemplo en forma de pregunta: ¿acaso cuándo Ramón Peón le escribe aquella carta abierta a Fidel Castro desde la revista Cinema, un poco antes que se creara el ICAIC, invitándolo a utilizar el cine como vehículo de propaganda entre los campesinos, no estaba participando de la misma ansiedad colectiva? Ver Ramón Peón: Carta abierta a Fidel Castro).

En Casta de roble uno encuentra todo lo que puede esperarse en una historia melodramática concebida en la Cuba de los años cincuenta: está la protagonista que ha sido seducida por el hijo de un hacendado poderoso; está el embarazo y la renuncia a un niño que crecerá en la ciudad, con sus abuelos paternos, sin saber quién es su verdadera madre; y está un segundo hijo fruto de una nueva unión, que a pesar de sufrir el rechazo de su progenitora, la adora y paga su precio con enérgico estoicismo, no obstante la caracterización casi bárbara de su temperamento.

Se trata de un melodrama en toda su pureza, con más deudas con Félix B. Caignet que con Zavattini. Sin embargo, al tratarse de un filme que intenta distanciarse de las fórmulas de representación al uso en el cine de la Isla, es posible leerlo también desde sus pretensiones canónicas, y examinarlo a la luz de lo que proponía en términos de identidad nacional, pues, ¿acaso no estaba concibiéndose la película para que participara en un mercado mucho más ambicioso que el estrictamente vernáculo? Y de ser cierto lo anterior, ¿qué imagen de Cuba era la que se estaba construyendo en el filme, con el propósito de que circulara en los circuitos comerciales existentes más allá de la Isla? Ya sé que lo de la identidad más escurridizo no puede ser, en tanto esa identidad es algo que se edifica a diario, pero en el filme alcanzan a escucharse bocadillos que, más que describir al personaje que los formula, avisan de las cosmovisiones que los realizadores tenían del lugar en que vivían, como cuando Pedro expresa con convincente naturalidad: “El que no vive de la caña en Cuba se muere”. Por eso resulta todavía tan lúcido lo que observa Guillermo Cabrera Infante cuando escribe que,

“Lo mejor de la cinta es su pretensión, su pretensión de hacer un cine cubano sin caer en el pintoresquismo barato, ni en la sicalipsis con mambos y rumbas como música de fondo. Se ve el sano y loable intento de plantear problemas nacionales y tratar de resolverlos con operaciones propias, de llegar al guajiro, de enfrentarse con su tragedia social con simpatía y entendimiento. Si Alonso falla en ofrecer una solución correcta, no es culpa suya sino del argumento que al tratar de interesar a determinado público por medio de un conflicto personal, toma lo individual por lo colectivo y no se preocupa más que de resolver la lucha anímica de la protagonista, alrededor de la cual gira la trama con un propósito evidentemente divista.”[4]

La lectura del crítico moderno (sobre todo si simpatiza con los postulados parricidas del “nuevo cine latinoamericano”) hará patente su desdén por una cinta que confía más en la denuncia lacrimosa de los males humanos, que en el desmontaje profundo de lo que ha originado esos padecimientos sociales. Y es verdad que para colmo la cinta tiende a postular como algo natural la resignación ante el mal colectivo, como cuando uno de los campesinos dice: “es nuestro destino y hay que conformarse”.

Lejos estoy de compartir ese mensaje interesado en domesticar al prójimo. Pero cuando incluyo a Casta de roble entre las diez películas cubanas que mejor impresión causaron en mí en el momento de verlas, estoy aludiendo a su indiscutible fotogenia, y a la paradójica belleza de esos torpes parlamentos que todavía nos hablan de lo mucho que significaba para el cubano de mediados del siglo XX soñar con su propio cine.


[1] Tomás Gutiérrez Alea: “Casta de roble, una película cubana”, en revista Nuestro Tiempo, Año 1, núm. 2, p. 7, noviembre de 1954. Reseña incluida en Revista Nuestro Tiempo. Compilación de trabajos publicados, selección de Ricardo Hernández Otero. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1989, p. 31-32.

[2] Mirta Aguirre: “Siete muertes a plazo fijo”, en Hoy, Revista Popular del Sábado, 21 de octubre de 1950. Incluido en Crónicas de cine, selección de Oliva Miranda y Marcia Castillo. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1989. Tomo II, p. 97-100.

[3] Emmanuel Vincenot. “¿Qué fue del viejo cine cubano?”, en Cine cubano: nación, diáspora e identidad. Editado por el Festival Internacional de Cortometraje y Cine Alternativo de Benalmádena, 2006, p. 66.

[4] G. Cain: “El film de la quincena”, en: Carteles, s/f. Citado por Arturo Agramonte y Luciano Castillo en “Manuel Alonso: el Zar del cine cubano”.


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