Actualizado: 23/04/2024 20:43
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Nueva Ola, Cine, Arte 7

Cuando la Nueva Ola fue una fiesta

La posibilidad única de adquirir una vasta cultura cinematográfica, pero al mismo tiempo el problema de alcanzarla a destiempo

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El 10 de enero de 1959 se estrenó en París El bello Sergio, de Claude Chabrol. La fecha marca el nacimiento oficial de un movimiento que no solo tuvo repercusiones en todo el mundo sino definió una manera de ver el cine, una actitud hacia la crítica cinematográfica y hasta una forma de enfrentarse a la vida.

A diferencia de escuelas anteriores —Neorrealismo italiano, Expresionismo alemán—, la Nueva Ola no fue tanto una estética como una toma de posición. O mejor aún, una toma de poder. No por gusto se caracterizó por ser un movimiento juvenil, en una época en que los jóvenes pensaban que había llegado su momento.

Ninguna otra corriente cinematográfica tuvo mayor influencia entre los estudiantes universitarios cubanos de las décadas de 1960 y 1970. Si el neorrealismo está en el origen de las primeras producciones del ICAIC y el cine norteamericano es el primero en el gusto del público —y luego en la añoranza por las películas que no se veían—, la Nueva Ola fue el pasaporte a la intelectualidad. Ver sus filmes (usar esta palabra y nunca hablar de "películas"); conocer al menos algunos datos sobre la vida de sus directores; discutir tramas, comparar estilos, juzgar actuaciones, adorar a Jeanne Moreau, pero sobre todo a Anna Karina, fue la vía perfecta para considerarse intelectual en Cuba.

Ese grupo de realizadores franceses, que hicieron películas disímiles y concretaron una estética fundamentada en un par de artículos, una revista (Cahiers du Cinéma) y la adopción de los criterios de un crítico, al que algunos debieron ver como un padre pero también como un viejo (André Bazin), repercutió en la Isla, y entre quienes estudiábamos en la Universidad de La Habana a más de veinte años del surgimiento de la corriente —cuando ésta ya estaba agotada desde el punto de vista creativo—, principalmente por dos motivos: un libro y una revolución.

El libro fue Un oficio del siglo XX, de Guillermo Cabrera Infante, que entonces era una especie de Biblia prohibida pero mencionada a diario. La revolución, el proceso que permitió que las películas de la Nueva Ola fueran vistas como “novedosas” exhibiciones cuando realmente habían dejado de serlo muchos años atrás. Sin poder ver buena parte del cine que se estaba haciendo en el mundo por aquel entonces, disfrutamos de aquellas películas como si viviéramos en los años cincuenta. Más que cintas ya de archivo y de cinemateca, eran verdaderos estrenos.

Lo cierto es que la mayoría de estas cintas se habían exhibido comercialmente en el país, que en su momento fueron reseñadas en los periódicos y que para entonces el movimiento de la Nueva Ola era ya un capítulo más en la historia del cine.

En los años sesenta hay una crisis en el cine norteamericano que lleva a su transformación total. Disminuye de forma drástica la taquilla y se reduce considerablemente la producción. Casi diez años más tarde, a comienzos de los setenta, en Cuba ignorábamos buena parte de ese proceso. El cese de la importación de películas norteamericanas —el embargo como realidad y pretexto— brinda una oportunidad dorada al ICAIC para justificar su hegemonía.

Por una parte, nuestra educación cinematográfica fue incompleta y anticuada. Descubrimos el neorrealismo cuando hacía muchos años que carecía de importancia. Fuimos fanáticos de La Nueva Ola en momentos en que ésta estaba completamente extinguida. Nos entusiasmamos con un cine británico que apenas sobrevivía. Nuestros criterios tenían veinte años de atraso y no lo sabíamos.

Por la otra, pudimos adquirir —a precios muy bajos y otros gratuitamente— una formación envidiable en diversos géneros y épocas cinematográficas. Se me han escapado pocas películas silentes de valor. He visto multitud de cintas francesas anteriores a la Nueva Ola y casi todo lo que la censura permitió del cine soviético y de los países socialistas —es decir, la mayoría salvo apenas una decena de excepciones notables—, buena parte del nuevo y el viejo cine español, el noventa y nueve por ciento del Cinema Novo brasileño y la totalidad del cine cubano salido de las bóvedas antes de 1980.

Basta contemplar la última sección de Un oficio del siglo XX. Salvo las dos reseñas a Los cuatrocientos golpes, poco hay de valor en cuanto a crítica de cine. Caín alcanza su culminación como crítico cuando deja de serlo: convertido en el escritor que utiliza la crónica cinematográfica para hacer ficción. La ausencia de cintas que valga la pena comentar, señala entonces, es una de las causas que llevan a su desaparición como crítico de cine semanal.

La década que pronto ve el fin de G. Caín resulta fundamental para el cine que se realiza en Estados Unidos. Más por la transformación del medio que por la cantidad de películas importantes producidas. Solo que este número reducido de cintas no se vieron en Cuba hasta años después. Yo al menos vi la mayoría de ellas con unos treinta años de tardanza, al llegar al exilio.

La paradoja es que, pese a todo, se adquirió una vasta cultura cinematográfica. El problema es que se alcanzó a destiempo. Estuvo marcada por películas y no por la transformación del cine en su conjunto, en el momento en que ocurría.

No fue solo la ausencia de la producción norteamericana de los años sesenta y comienzos de los setenta lo que lastró nuestro aprendizaje. También la censura impuesta a la casi totalidad de las películas sonoras hechas en Estados Unidos. La demora en ver filmes europeos de importancia. En esas condiciones, disfrutar de las películas de la Nueva Ola fue una verdadera fiesta.

Por encima de estas circunstancias queda lo más importante. Más allá de la anécdota cubana, está la calidad de un grupo de películas. No más de diez, quizá hasta quince, pero que en la mayoría de los casos justifican el recuerdo. Más de treinta y tantos años después de vistas y más de cincuenta de haber sido hechas. El resto es historia del cine.


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