Actualizado: 23/04/2024 20:43
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Literatura, Poesía

De poeta a poeta

La editorial española Pre-Textos ha publicado una selección de la obra en verso de Michelangelo Buonarroti, en una excelente traducción de Manuel J. Santayana

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I
Nos parece que la delicada serenidad de estos versos quiere enfrentarse, lográndolo, a la furiosa inquietud de estos años en que vamos arrastrados por los huracanes que nos rodean. Feliz quien, como este joven “de la luz sitiada”, logra alzarse del cieno para hablarle a las palomas, a los pinos, al mar o a la tierra y ofrecer un homenaje de amor y respeto a Luisa Pérez de Zambrana, nuestra casi olvidada musa de los dolores.
Eugenio Florit

En una entrevista que le hizo Ciro Bianchi Ross, José Lezama Lima expresó: “A mí nunca me ha interesado publicar sino hacer, como aquel noble inglés que escribía sus poemas en papel de cigarrillos y después se los fumaba y exclamaba: lo interesante es crearlos”. De ser cierto lo que dice, el autor de Enemigo rumor disimulaba muy bien su desinterés en publicar, pues empezó a hacerlo desde una fecha tan temprana como 1937.

Pero más allá de que en su caso esto no se cumpla, en la literatura universal existen unos cuantos escritores que realmente encarnan el ejemplo del noble inglés, aunque no todos llegaron a actitudes tan extremadas. Voy a evitar caer en las listas que uno siempre termina haciendo, y me voy a limitar a un solo nombre. Emily Dickinson, cuya obra la situó como una de las figuras fundacionales de la poesía norteamericana, solo publicó en vida cinco poemas. Tres de ellos además aparecieron sin firma y sin que ella lo hubiera autorizado. La novelista Helen Hunt Jackson era amiga suya y le insistió para que preparara una selección de su obra poética. A ese pedido se le unió su editor, pero no lograron convencer a Emily. Lo único que la creadora de Ramona consiguió fue que esta le permitiese incluir en la antología A Masque of Poets (1878) un texto suyo, “Success in Counted”, con la condición de que su nombre no figurara.

Aunque no llega a tales límites, Manuel J. Santayana (Camagüey, 1953) es un buen ejemplo de autor poco preocupado por dar a conocer su obra. A propósito de ello, me comentó en una ocasión: “Nunca he pensado en la poesía como un producto de mercado, y la he escrito por necesidad sin que me cruce por la mente el que alguien pueda pagar por leer mis poemas. A lo mejor es una estupidez de mi parte”. Esa es la razón por la que, a pesar de la indudable calidad de su escritura, hasta hoy es un poeta casi clandestino. En 1980 publicó su primer libro, De la luz sitiada (Asociación de Hispanistas de las Américas, Miami, 59 páginas), al que después sumó Las Palabras y las Sombras (Ediciones El Tucán de Virginia, México, 1992, 63 páginas). Desde entonces, lleva ya veinte años sin comparecer ante los lectores, aunque eso en modo alguno significa que haya dejado de escribir.

Entre los autores que vienen a ser sus contemporáneos, Santayana ocupa un sitio particular. Con excepción de Orlando González Esteva, a diferencia de muchos de estos, que privilegian el contenido y la emoción como elementos fundamentales o que se alistan a la poesía de la experiencia, Santayana desplaza su interés a un discurso más clásico, abocado a la belleza y al dominio de las formas tradicionales. Reivindica además una tradición, la de la llamada poesía pura, que en Cuba tuvo exponentes tan destacados como Emilio Ballagas, Mariano Brull y Eugenio Florit. Este último se lamentó más de una vez de la falta de musicalidad y cuidado formal de tantos poetas jóvenes. Por eso saludó con entusiasmo la salida del primer libro de Santayana, para el cual redactó las palabras de presentación.

Sonetos, liras y décimas —“por suerte para mí tan abrazadas a las mías de ayer”, apuntó sobre estas últimas Florit— demostraban la facilidad de Santayana para amoldarse a las estructuras tradicionales de la lírica castellana. No exagera Florit al afirmar que Santayana es dueño y señor de las formas de sus poemas. Así lo corroboraba aquel puñado de textos inundados de naturaleza, luz y calor (“Jardín”, “Antes de la tormenta”, “Mediodía”, “Pinos”, son los títulos de algunos). No obstante, en De la luz situada también hay muestras de versos libres o sueltos.

Asimismo las alusiones históricas y geográficas han sido eliminadas, y en vano buscaremos elementos más o menos explícitos de cubanía. Consciente de que el hecho poético no exige necesariamente un vínculo puntual e inmediato con su referencia real, ni un contenido previo, el autor prefiere ocuparse más del esmero formal y los valores estéticos. Esas cualidades no pueden negársele a aquel maduro poemario, de tono sobrio y sosegado y expresión cuidada y limpia, escrito por un autor que no baja la guardia de su estilo.

Algo de ese entronque con la tradición se conserva en Las Palabras y las Sombras, aunque se trasluce más a través de los tenues ecos de las lecturas en las cuales Santayana se ha nutrido (Fray Luis de León, Sor Juana Inés de la Cruz, algunos románticos cubanos). Ahora, sin embargo, se han añadido otras como las de Eliot, Robert Lowell, Rilke y Mark Strand, cuya influencia se revela en los cambios experimentados por su escritura. Esta, como señala Manuel Ulacia en el prólogo, se ha vuelto más personal, más grave, más honda, y posee “un verso sencillo y claro, alejado del exceso metafórico de gran parte de la poesía latinoamericana”.

A través de esa escritura, Santayana medita sobre el tiempo, el amor, la soledad, la infancia, la poesía. Acude además a la cotidianeidad y la memoria, pero no adopta la confesionalidad como punto de vista. “Escribir es desaparecer”, sostiene en un poema, aunque eso no debe interpretarse como que el sujeto poético se enmascara o se convierte en fingidor, como quería Fernando Pessoa. Asimismo para no caer en la metafísica de la escritura o en un discurso de lo etéreo, busca una armonía entre el “escriba” y el mundo al cual este se remite. Evita de ese modo lo que Eduardo Millán, al comentar el libro, llama la radicalidad del silencio del emisor, así como un mundo que, de tan puesto en entredicho, deja de suceder. En Las Palabras y las Sombras hallamos de nuevo la presencia insistente de la luz, que no solo es la del espacio circundante, sino también la interior, y que pese a su delicada violencia, “ilumina sin cesar”.

Pero si acceder a la poesía de Santayana es hoy sumamente difícil, dado que sus dos libros solo pueden hallarse en determinadas bibliotecas, qué decir de lo que en otra época se habría llamado su prosa reflexiva. La razón es, una vez más, el escaso, por no decir ningún empeño de su autor para que vean la luz. Al punto que se puede afirmar que constituye la parcela secreta de su trabajo. En 1995 obtuvo un doctorado en la Universidad de Miami con la tesis La evolución poética de Mariano Brull: Un diálogo con la poesía francesa contemporánea. Un tema que Santayana domina muy bien, no solo porque conoce y admira la obra de Brull, sino además porque es un lector apasionado de la poesía francesa, la cual lee en su idioma original. La bibliografía sobre el escritor camagüeyano no es muy extensa, y sobre todo en las últimas décadas son contados los acercamientos críticos. Es lamentable, pues, que el estudio hecho por Santayana siga inédito, pues estoy seguro de que para la literatura cubana ha de significar una contribución valiosa.

Santayana posee además una cualidad que cada vez es más rara en los tiempos que corren: es un gran conversador. Y como tal quiero decir una persona que hace disfrutable la charla y que además deslumbra por la amplitud de su cultura literaria. He tenido la oportunidad de hablar con él en algunas ocasiones, y puedo decir que constituye una experiencia impagable. Sin asomo de pedantería, sin ánimo de apabullar al interlocutor, despliega con toda naturalidad una erudición y un saber humanístico que a uno le hacen sentir una sana envidia. Quien no lo conozca bien, puede interpretar mal la radicalidad de algunos de sus juicios (por ejemplo, sobre Lezama Lima, Cabrera Infante o Julián del Casal). Pero en ningún caso se trata de valoraciones arbitrarias, expresadas con el único objetivo de escandalizar e ir contracorriente. Si uno tiene la paciencia de escucharlo, comprobará que tales opiniones se fundamentan en argumentos que pueden compartirse o no, pero que denotan un rigor de pensamiento y unos criterios propios.

II
La traducción ha de ser natural, para que parezca como si el libro hubiera sido escrito en la lengua que traduces, que en eso se conocen las buenas traducciones.
José Martí

Gracias a la gestión personal de un amigo, el también poeta Orlando González Esteva, hace pocos meses apareció editada una muestra del trabajo como traductor de poesía de Santayana. (“Orlando es el antídoto de mi dejadez. Suele ocuparse de dar a conocer mis cosas, con su generosidad característica. No dejan de asombrarme su bondad y su talento”.) En realidad, es la primera vez que está al acceso de los lectores, pues hasta ahora él había preferido mantenerlo como un oficio secreto. Me refiero a Rimas (1507-1555) (Editorial Pre-Textos, Colección La Cruz del Sur, Madrid-Buenos Aires-Valencia, 2012, 194 páginas), que recoge una selección de la producción en verso de Michelangelo Buonarroti (1475-1564), uno de los gigantes de las artes plásticas de todos los tiempos.

En unas páginas de presentación tituladas “Sobre esta traducción”, Santayana apunta: “No sé si el traductor llega a saber más del traducido que este, como afirma el escritor italiano Gesualdo Bufalino. Pero si se trata de una traducción amorosa y no de una hecha por encargo y bajo presiones de orden editorial o financiero, el traductor llega a conocer de un modo muy especial el lenguaje del traducido, su modo peculiar de unir las palabras y decir algo”. Esa es, en mi opinión, una de las claves en las cuales residen los aciertos de su modélico trabajo con los poemas de Michelangelo. Es una labor que fue determinada por el entusiasmo de un lector enamorado, que luego comparte su disfrute con otros. Fue realizada por impulso, por motivaciones fundamentalmente estéticas. Por amor a la literatura y, en este caso, a la poesía de Michelangelo.

Esa sintonía con el autor traducido es lo que ha permitido que Santayana haya tratado esos textos como habría hecho con los propios. Al respecto, me parece oportuno citar unas palabras del chileno Francisco Vergara: “La traducción y la creación poética son dos caras de una misma moneda, cada una se enfrenta a la otra a través de un espejo; el inicio de la primera es el término de la segunda. La diferencia fundamental radica en que el poeta no conoce a dónde lo va a llevar el poema, el traductor sí. Pero en ambos casos las fuerzas misteriosas del lenguaje cristalizan en el singular aparato llamado poema”.

Un buen poeta no necesariamente es un buen traductor de la poesía escrita por otros. Ahí está, para demostrarlo, el caso de Luis Cernuda, cuyas versiones de Shakespeare son, de acuerdo a los expertos, espantosas. Pero de igual modo hay ejemplos que vienen a confirmar lo contrario: lo confirman las traducciones de Fernando Pessoa hechas por Ángel Crespo y las de Milton que firmó Chateaubriand. En todo caso, quien asuma la tarea de trasladar poesía a otra lengua debe tener ineludiblemente sensibilidad poética. Santayana tiene a su favor el hecho de que, además de ser un buen poeta, es un lector de esa manifestación literaria y posee un conocimiento intenso de la tradición poética, tanto la de nuestra lengua como la de otras. Esto último se pone de manifiesto en el documentado prólogo con que se abre el libro y, aunque sea menos obvio, en la calidad de sus versiones.

La edición de Pre-Textos es bilingüe, de modo que el lector dispone de los textos en italiano. Aunque no siempre se cumple, este detalle constituye el criterio más honesto y razonable. Ya sé que pierde algo de fuerza cuando se trata de lenguas remotas o poco familiares para la mayoría. Pero en todo caso, representa una declaración de principios del traductor. Eso además permite que uno pueda comprender las decisiones tomadas por el autor de las versiones, las soluciones propias que aportó a las diversas dificultades. Para ilustrarlo con un ejemplo del libro objeto de estas líneas, léanse estos versos de Michelangelo: “Qua si fa elmi, di calici, e spade/ e I sangue de Cristo si vend’a giumelle,/ e croce e spine son lance e rotelle,/ e pur di Cristo pazïenza cade”. Compruébese ahora cómo los trasladó al español Santayana: “Hacen yelmos de cálices, y espadas,/ de Cristo venden sangre a manos llenas/ de cruces hacen lanzas y rodelas/ y aún Sus manos bendicen, apiadadas”.

Santayana ha puesto todo su talento y su empeño en hacer una traducción poética, a partir de un justo balance de creatividad y fidelidad. Esta última ya se sabe que resulta un concepto escurridizo, y mal entendida puede dar lugar, como señaló Alfonso Reyes, a un oficio manual, como el trasiego del vino en vasijas. Lejos de ser un mero portavoz de Michelangelo, Santayana ha logrado conservar y reinventar el espíritu, el tono, el clima, en suma, la médula formal y el sentido de sus poemas. De tal modo que ahora son otros y, a la vez, los mismos. Perdieron el espíritu primigenio, pero ganaron otro. Algo que el escritor mexicano Marco Antonio Montes de Oca ha resumido muy bien: “Una traducción transfigura a su original, lo hace pasar a través de los muros de la otra lengua al abolir la materia de su cuerpo original, pero sin descarnarlo de su esencia”.

Existe un aspecto adicional que se puede usar como barómetro para medir la calidad de una traducción. Se trata del número de notas a pie de páginas, en las que el traductor proporciona información adicional relacionada con su trabajo. Si lo hace, es porque evidentemente está admitiendo que no fue capaz de cumplir su tarea a cabalidad. No es ese el caso de Rimas. Tiene quince notas, pero su cometido es otro. Identifican personajes y revelan claves que ayudan a una mejor comprensión de los poemas. Así, en el soneto LXXIX cuando Michelangelo escribe “Y pues halló quien mi amistad te envía”, Santayana aclara: “Bartolomé Angelini, amigo del artista, que le sirvió de intermediario con Tommaso de Cavalieri, a quien M. regaló unos dibujos hoy famosos en señal de amistad. La efusiva respuesta del joven por mediación de Angelini inspiró este soneto”. Y en el CIII precisa que el “vil gusano” que se menciona en un verso es la luciérnaga.

La publicación de Rimas vuelve aponer sobre el tapete la vieja condena conceptual acerca de las posibilidades de traducir poesía, algo que incluso algunos niegan tajantemente. El propio Dante opinó al respecto: “Nunca cosa armonizada por el enlace de las musas se puede llevar de su habla a otra sin romper toda su dulzura y armonía”. Semejante argumento es rebatido constantemente por la gran cantidad de traducciones que se editan, y de las cuales se han nutrido las tradiciones y los movimientos literarios. Solo lo puede decir además quien pretenda que esa versión sea una copia exacta y perfecta del original, algo por lo demás absurdo. Traducir no es calcar, ni imitar. Un buen traductor hace algo similar a lo que hace un artista musical cuando recibe una partitura: la interpreta, no la reproduce.

Al comentar unas traducciones del escritor colombiano Guillermo Valencia, el crítico Antonio Gómez Restrepo escribió que su compatriota había dado “a inspiraciones extrañas carta de ciudadanía y de nobleza en otro idioma”. Ese mismo elogio puede decirse del trabajo hecho por Manuel J. Santayana, gracias al cual la originalidad y la frescura de la poesía de Michelangelo Buonarroti se conservan de manera prístina en español.

Como colofón y a modo de botón de muestra, a continuación copio uno de los textos del libro, un soneto que posee aires quevedescos.

XC

Me amo más que nunca me había amado
y valgo más desde que tu figura
vive en mi corazón, cual la escultura
más vale aún que el bloque no tallado.

Como algún folio escrito o dibujado
que un trozo vale más sin escritura,
valgo, desde que gozo la ventura
de que tus ojos me hayan señalado.

Con ese signo, firme, donde llego,
como quien lleva talismán o espada,
cuidados y peligros tengo a menos.

Con tu señal doy luz a todo ciego,
al fuego venzo yo, y al agua helada
y con mi esputo sano los venenos.