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La Niña de Guatemala, Martí, Cuba

¿De que murió en realidad la Niña de Guatemala?

¿Puede probarse científicamente la muerte por amor?

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Comencemos con una descripción y una anécdota que creo interesantes.

En el mes de agosto del año 2013 se inauguró en una rotonda de la Avenida de Las Américas, importante arteria vial que cruza todo el centro de la Ciudad de Guatemala, capital de la nación del mismo nombre, una estatua del cubano José Martí, una plazoleta jardín también denominada José Martí y una tarja con unos versos grabados en el bronce del poeta y político dedicados a María García Granados y Saborío (1860-1878), la joven que todos conocemos como «La Niña de Guatemala».

El monumento, en su conjunto, es moderno, grande y sobre todo muy atrayente para el paseante por los árboles y plantas que le rodean y la sensación de calma que transmiten. La altura total de la estatua, contando la robusta base —que estaba construida con otro fin desde 1973— y la figura de cuerpo completo del prócer es de nueve metros y el diseño y trabajo escultórico fue hecho por los artistas cubanos Andrés González y Oscar Luis González, que, curiosamente, lo ejecutaron con una novedosa —para el arte escultórico— técnica de ensamblado de ferrocemento.

Al acto de inauguración asistieron el ministro de Relaciones Exteriores de la República de Guatemala, el embajador cubano, otros funcionarios, políticos, periodistas y unas doscientas personas más, incluyendo cubanos que viven desde hace mucho tiempo en Guatemala. Pero para mí lo anecdótico es que el alcalde de la capital, que cumple su sexto mandato en ese cargo, el importantísimo empresario y expresidente de la república Alvaro Arzú Irigoyen (quien tiene además un programa de televisión en el que recorre y describe lugares de interés histórico y turístico de la ciudad que rige y que recuerda el conocido Andar La Habana de Eusebio Leal), al terminar su breve discurso, se viró hacia uno de los presentes, el embajador de la UNESCO en el país, nacido en Cuba, y le dijo: —¡Ve, señor, Martí se la hizo fea a María y nosotros le hacemos una estatua, como puede apreciar no tenemos nada de rencorosos! La anécdota me la contó personalmente, mientras nos paseábamos por la plazoleta jardín José Martí, el destinatario de las palabras de Arzú, el embajador Carranza.

Como cubanos, acostumbrados, y enseñados, desde siempre a ver en José Martí, como diría él mismo, solo la luz, jamás las manchas, el aserto de Alvaro Arzú nos toma algo desprevenidos. ¿Podía acaso un hombre al que se le llamó en su momento «Santo de América, Apóstol, Maestro, Héroe epónimo, Héroe Nacional» y decenas de adjetivos más, todos sublimes y ditirámbicos, hacerle algo feo a alguien? Y no a un alguien cualquiera o a un contrincante político sino a una persona muy joven, espiritualmente sana y sobre todo que estaba dispuesta a morir de amor por él y eventualmente lo hizo. Pues para Alvaro Arzú y probablemente para muchos guatemaltecos, obviamente la respuesta es sí.

Pero… ¿es que acaso morir de amor, esa romántica, nebulosa y algo contradictoria acción en la que la mujer enamorada muere por el hombre amado que real o supuestamente la desprecia, o viceversa, es algo inédito en la historia de la humanidad. De ninguna manera. Los cementerios de todo el mundo, la crónica roja, los cuerpos de guardia de los hospitales, las consultas psiquiátricas, la historia, y sobre todo la historia del arte y la literatura está llena de casos y ejemplos. Revisemos brevemento unos pocos de esos ejemplos, antiguos y modernos, que permanecen en nuestro reservorio cultural:

  • Dido, la primera y mítica reina de la Cártago africana, según nos cuenta Virgilio en la Eneida, se suicida por amor a Eneas, el héroe que trata de llegar a todo trance a la península Itálica —es su inexcusable destino— y por tanto abandona a la mujer enamorada que no puede, ni debe, seguirle. Aunque Eneas ama a Dido, se interpone en ese amor el hado fatídico de los dioses, el deber. Así nos lo narra Virgilio: «pero entre todos la infeliz Fenisa, ya condenada a su fatal destino, no se sacia mirando, y más se enciende cuánto más mira, y su emoción aumenta, al par los dones y el hermoso niño».
  • La bella y libre ninfa Eco, según la mitología, despreciaba a todos los hombres, pero como casi siempre ocurre, un día (un mal día) se encontró en el bosque con el pastor Narciso, del que se enamoró perdidamente. El problema es que Eco ya había sido maldecida, precisamente por su belleza, por la más que celosa y vengativa diosa Hera con la pérdida de la voz, peor, con la obligación de repetir la última palabra escuchada de su interlocutor y solo esa. Narciso, un alma simple, se rió de este defecto de la pobre Eco, y ella, destrozada, se suicidó encerrándose en una cueva y dejando de comer y beber hasta morir de hambre y sed. Narciso pagó con creces su burla un poco después, pero esa es otra historia.
  • Sansón, enamorado apasionadamente de la filistea Dalila, y traicionado vilmente por ella, termina, después de muchas y muy variadas peripecias, matándose él y matando a todos sus enemigos bajo el peso del techo del templo derribado por su fuerza descomunal. Para más detalles lea el Libro de los Jueces del Antiguo Testamento y todo lo que se ha escrito después (y pintado y cantado y musicalizado) sobre el mítico hecho. Toda una tragedia desencadenada por… por quien si no, por el amor.
  • Léucade se llamaba el mítico acantilado desde el que las enamoradas y enamorados no correspondidos de la isla de Lesbos se lanzaban al mar para morir. Y por supuesto, la más famosa muerta por amor desde esa roca fue Safo de Mitilene (c600 ANE). Ella escribió antes de suicidarse (se supone) esta triste despedida: «De verdad que morir yo quiero pues aquella llorando se fue de mí. Y al marchar me decía, ay Safo, que terrible dolor el nuestro, que sin yo desearlo me voy de ti».
  • Cleopatra (c69–30 ANE), reina de Egipto, se suicida (con el áspid en el cesto y todo lo que ya sabemos) ante la pérdida irreparable de su esposo —no era el primero— Marco Antonio y de su reino. ¿Amaba Cleopatra a Marco Antonio tanto como para matarse por él o solo quería la buena señora su poder político, ahora perdido? No lo sé ni creo que llegue a saberlo jamás, pero intuyo que las cosas del poder y la política tienden a ser mucho más fuertes que las del corazón.
  • Ginebra, reina de Camelot y esposa adorada del Rey Arturo (alrededor del siglo VI de NE) en realidad ama en silencio al caballero Sir Lancelot. Es un amor imposible y trágico que termina con la destrucción de la Tabla Redonda y la muerte del buen Rey Arturo y de todos los caballeros del Grial. En verdad un desastre, sin embargo, los dos principales implicados, Ginebra y Lancelot, mueren de viejos amádose en la distancia y supuestamente sin haber tenido contacto erótico jamás. Creo que este no es un ejemplo adecuado pues los que mueren de (por culpa de) amor son los otros. Una prueba de la fuerza devastadora, injusta y a veces letal del amor apasionado.
  • El caso de la joven Francesca de Rimini es mucho más trágico pues su pasión por Paolo, el hermano de su marido, llevó a este último (un caso de violencia doméstica extrema) a matarlos a ambos. La historia, basada en un hecho real (alrededor de 1284 de NE), nos la cuenta Dante en la Divina Comedia pero después de él se han escrito poemas, obras de teatro, óperas, sinfonías e incluso la escultura El beso, de Auguste Rodin, se inspira en esta desgracia. Aquí el morir de amor, como se ve, fue impuesto por mano ajena.
  • La princesa méxica Iztaccihuatl, confundida a propósito por su padre que deseaba casarla con otro militar de más rango, murió de amor por el guerrero Popocatépetl, al que creía muerto. El guerrero entonces, al saber muerta a su amada, murió de amor por la princesa en un acto de magnífica reciprocidad. Ambos, convertidos en sendos volcanes, nos miran hoy —y quizás nos amenacen— desde el horizonte (lamentablemente empañado por el smog) cuando visitamos el Valle de México.
  • De amor murieron los amantes de Teruel, Isabel de Segura y Juan Marinez de Marcilla (alrededor del siglo XIII). La historia la han contado y recreado una y otra vez Tirso de Molina, el músico Tomás Bretón y Hernández, el escritor Mariano Miguel de Val y muchos otros. Si visita alguna vez Teruel, en España, no deje de ir a la antigua Iglesia de San Pedro. Allí está el bellísimo mausoleo de los dos amantes, uno al lado del otro, que casi, solo casi, se toman de las manos. Créame, vale la pena verlo.
  • Las muertes por amor de Calisto y Melibea (Calisto en realidad muere por accidente casero) son en verdad trágicas. La Celestina es el título de la obra, escrita a finales del siglo XV, que se atribuye habitualmente al bachiller Fernando de Rojas. El subtítulo de la llamada tragicomedia dice en parte: «…compuesta en reprensión de los locos enamorados que, vencidos de su desordenado apetito…». Una buena y muy sensata advertencia.
  • ¿Qué decir de Romeo y Julieta? William Shakespeare, con su inmortal obra (publicada por primera vez c1597) convierte en literaria y popularmente paradigmáticas las muertes por amor. Hay belleza, qué duda cabe, en esos últimos versos que declama Julieta justo antes de matarse: «Alguien viene. Terminaré pronto. ¡Oh dulce puñal! Soy tu morada. Descansa en mí. Dame la muerte».
  • El suicidio por amor del joven Werther (Goethe, 1774) marcó toda una época y convirtió al poeta alemán en una precoz estrella literaria. ¿Se mata Werther por el amor no correspondido de su amada, y casada con otro, Lotte o sencillamente por el amor al amor romántico? En realidad, da lo mismo. Werther muere de amor. Y punto.
  • Karoline von Gunderrode (1780-1806), poeta y escritora romántica ella misma, se atravesó el corazón con un estilete de plata y se dejó caer al río Rin (sin dudas quería morirse). ¿Lo hizo por el amor frustrado con el escritor Georg Creuzer o por la moda, en ese entonces en todo su apogeo, de Werther? Como quiera que sea murió de amor, ¿o no?
  • Ana Karenina, el personaje de Leon Tolstói (novela publicada en 1877) se suicida por amor de una manera atroz —se lanza bajo las ruedas de un tren— pero nos queda la duda de si es por el amor que se aleja cada vez más de ella del disoluto Vronsky o por el “amor” a su vida anterior perdida y a la humillación consiguiente. Decida usted porque el maestro Tolstói, sabiamente, nos deja en la incertidumbre.
  • Leonor Izquierdo (1894-1912) fue la mujer (en realidad la niña) y musa inspiradora del poeta español Antonio Machado. No murió de frío, sino de tuberculosis, pero perfectamente pudo haber muerto de amor por el bardo, un amor que demostró en todo momento y de una manera absoluta. Machado escribió sobre el apacible lugar de descanso de la amante perdida: «Con los primeros lirios y las primeras rosas de las huertas, en una tarde azul sube al Espino, al alto Espino donde está su tierra».
  • Mariano José de Larra (1809-1837), el gran periodista, articulista y político español, se dio un tiro en la cabeza por el amor de Dolores Armijo, su exigente y voluble amante hasta ese trágico momento. Qué duda cabe de que la quería lo suficiente como para abandonar una muy prometedora carrera y morir por ella.
  • Amedeo Modigliani (1884-1920) fue un genio de la pintura, y fue también un desastre como persona: juerguista, alcohólico, drogadicto, abusador de mujeres, desordenado casi al extremo de bordear la sociopatía, en fin, un chico malo, pero fue, como suele ocurrirles a estos caballeros, extraordinariamente dichoso en el amor. Las mujeres se mataban, metafórica y aun literalmente por él. Una prueba. Jeanne Hébuterne (1898-1920), la madre de su hija, embarazada de ocho meses y medio por segunda vez, se sienta de espaldas en la ventana de la casa de sus padres, un quinto piso, al día siguiente del entierro del pintor y se deja caer al vacío. Se suicida y mata al hijo que lleva dentro para no vivir sin Modigliani. ¿Pasión, inmadurez (tenía 21 años), locura, irresponsabilidad extrema? Quién sabe.
  • La actriz británica Lucy Gordon (1980-2009), con una prometedora carrera por delante, se ahorcó, probablemente, por el amor de un hombre que se había suicidado, quizás por otra, unos meses antes. ¿Alguien duda que la vida es, además de trágica, muchas veces incomprensible?
  • Los amores de la cantautora chilena Violeta Parra (1917-1967) fueron varios y extraordinariamente apasionados, aunque poco correspondidos. Se dio, deprimida y sola, un balazo en la cabeza a los cuarentainueve años de edad. Nos dejó la canción, quizás, más contradictoria de la historia de la música: «Gracias a la vida que me ha dado tanto, me ha dado la risa y me ha dado el llanto, asi yo distingo dicha de quebranto, los dos materiales que forman mi canto, y el canto de ustedes que es el mismo canto, y el canto de todos que es mi propio canto». Témale, querido lector, al exceso de amor a la vida, o mejor, témale a todos los excesos.
  • Un ejemplo más, discutible, por cierto, para terminar con esta azarosa lista. ¿Se mató por amor la guerrillera y dirigente revolucionaria cubana Haydée Santamaría (1923-1980)? ¿Vale el amor, no a otro ser, sino a una utopía que se deshace, en este caso la llamada Revolución Cubana, como causa para matarse? Yo creo que sí, por lo menos en este caso específico.

Se podrían (y se ha hecho) escribir libros sobre el tema de la muerte por amor, tema que ya se define muy claramente en la lírica culta provenzal del siglo XV, la época dorada del denominado Amor Cortés, forma de querer (y de vivir y de sufrir) que define muy bien Jorge Manrique (1440-1479) con sus coplas: «Es amor fuerza tan fuerte, que fuerza toda razón; una fuerza de tal suerte, que todo seso convierte, en su fuerza y su afición; una porfía forzosa, que no se puede vencer, cuya fuerza porfiosa, hacemos más poderosa, queriéndola defender».

De hecho, una antología de la prosa, los poemas y las letras de arias y canciones que nos hablan de morir por amor o morir de amor sería monumental. Pero en lo que esperamos por esos tomos, volvamos a María.

¿De qué murió en realidad la Niña de Guatemala?

Pues según José Martí, el implicado más directo y probablemente el más enterado del asunto, ella se murió de amor.

¿Y puede probarse científicamente la muerte por amor?

Si nos atenemos estrictamente a ese fenómeno psicológico (o psicobiológico pues hay desarreglos probados en la producción de ciertos neurotransmisores durante el período álgido del evento) llamado «amor» como una causa etiológica única para la muerte, la verdad es que no puede probarse, por lo menos al nivel actual de los conocimientos médicos. Pero si aceptamos causas intermedias como la depresión reactiva profunda que lleva al deterioro físico extremo, al abandono del tratamiento de ciertas enfermedades previas o al más expedito suicidio, entonces sí.

Como curiosidad médica (nunca hemos visto personalmente un caso en el curso de nuestra ya muy larga práctica clínica) señalamos que los cardiólogos japoneses han descrito recientemente un síndrome al que llaman Miocardiopatía de Takotsubo o Síndrome del Corazón Roto, una falla aguda y aberrante de la contractilidad del músculo cardiaco —el miocardio no se rompe en sentido estricto, pero se deforma— producida por una sobrecarga o estrés sobreagudo. En estos casos —extraordinariamente infrecuentes— la muerte, por insuficiencia cardiaca aguda, sobreviene muy rápido y siempre está rodeada de signos y síntomas muy dramáticos, lo que no es el caso en esos fallecimientos lánguidos y de desenlace prolongado que causa, supuestamente, el amor contrariado.

Pero regresemos a la Niña de Guatemala. Martí nos da más pistas: «Se entró de tarde en el río, la sacó muerta el doctor. Dicen que murió de frío; yo sé que murió de amor». Si nos atenemos literalmente a estos versos Martí nos está confirmando el suicidio de María García Granados, sea por ahogamiento (así murieron, por ejemplo, la escritora inglesa Virginia Woolf y la poetisa suiza-argentina Alfonsina Storni) o sea por una complicación neumónica muy común en la era preantibiótica en una persona presumiblemente tuberculosa.

Y decimos presumiblemente tuberculosa porque existen versiones, especialmente de familiares de María y de amigos y conocidos de ella y de la familia que se refieren a una enfermedad pulmonar crónica, un padecimiento respiratorio que María debía cuidar. La tuberculosis pulmonar, como todos sabemos, era una enfermedad sumamente frecuente en personas jóvenes en aquellos tiempos.

En un interesante artículo de la licenciada Mayra Beatriz Martínez se menciona incluso, basándose en fuentes indirectas, la posibilidad de que Martí hubiese visitado a María García Granados en su lecho de enferma terminal y muy poco antes del fallecimiento, hecho que desvirtuaría el giro dramático del famoso poema IX de los Versos sencillos. De ser esa suposición cierta, aunque pudiera haber existido el episodio del río —o del lago, tan comunes en Guatemala— como un factor intercurrente, la muerte de la enferma estaría casi seguramente relacionada con una enfermedad pulmonar crónica agudizada.

Intentemos entonces un diagnóstico diferencial. En María García Granados puede achacarse la muerte a:

  1. Un suicidio por inmersión (si nos guiamos por los versos del propio Martí).
  2. La aceleración de un proceso pulmonar de etiología tuberculosa, incrementado a causa de una inmersión previa en aguas frías (nos consta que las aguas de los lagos guatemaltecos, por lo menos las del Lago Atitlán, son bastante frías).
  3. La evolución propia de una condición patológica que no tenía tratamiento específico en ese entonces.

Decantémonos entonces por una causa de muerte.

Pues bien, nos decidimos por la tuberculosis pulmonar, menos «románticamente elevada», sin dudas, que la muerte solo por amor, pero entendiendo que esta dolencia infecciosa muy bien pudo haber sido acelerada por la depresión grave y el abandono de la lucha por la vida propios de una contrariedad amorosa en una personalidad proclive a estos trastornos, caso que parece haber sido el de esta enferma específica.

La escritora católica cubana Perla Cartaya Cotta, estudiosa de la vida y obra de José Martí, menciona en un artículo dedicado al tema que existe un certificado de defunción expedido a nombre de María García Granados —coincide plenamente en fechas, edad y otros detalles— por el Archivo Histórico Arquidiocesano de Guatemala y en el que se dice simplemente que la occisa ha fallecido «de muerte natural», algo perfectamente entendible teniendo en cuenta la alta posición social de la familia de María (su padre, el general Miguel García Granados había sido presidente de la república y no era el único importante en el entorno familiar) y la obvia ausencia de una necropsia, proceder muy poco empleado en aquel tiempo y nunca utilizado en casos que no tuvieran una connotación legal. Lo cierto es que esa «muerte natural» hace del susodicho documento algo sin valor aclaratorio alguno y que nos deja como al principio, sin un diagnóstico de certeza.

¿Podía haber sobrevivido María a su condición de salud de no haber existido en su vida José Martí o de haber podido mantener con este una relación amorosa estable y normal?

Quizás sí, aunque desconocemos el grado evolutivo de su enfermedad pulmonar previa. La mortalidad por tuberculosis era muy alta en aquellas fechas y el pronóstico era bastante malo en un gran número de casos, pero no todos morían.

Pudo haber ocurrido, y dejamos muy claro que solo estamos especulando, que la ausencia de infelicidad —de no haber existido Martí y sus problemas en la vida de la muchacha— o la felicidad derivada de una relación amorosa satisfactoria y plena quizás hubieran evitado la depresión profunda y todo lo negativo que de esta patología se desprende. Pero recalcamos, solo quizás, porque, por poner un único ejemplo, Leonor Izquierdo, la esposa de Antonio Machado, tan joven como María, pero amante y amada profundamente por el poeta, no pudo evitar, y estábamos ya en el siglo XX, que la tuberculosis pulmonar la matara.

Dejemos entonces las especulaciones a un lado y aceptemos, ya que no disponemos de más elementos diagnósticos, que María García Granados, la Niña de Guatemala, no se murió de frío, sino que, aunque indirectamente, sí se murió de amor.


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