Actualizado: 28/03/2024 20:07
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Descubrir y redescubrir a nuestros clásicos

Dos cuidadas y completas ediciones ponen en manos de los lectores obras narrativas de Ramón Meza, Ramón de Palma y Pedro José Morillas

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En la literatura cubana, Mi tío el empleado constituye un buen ejemplo de la suerte que muchas veces corren las obras diferentes, inclasificables y adelantadas a su época. Su salida en 1887 mereció un elogioso comentario de José Martí, quien apuntó que “parece una mueca hecha con los labios ensangrentados”. Otros críticos, en cambio, erraron al juzgar la novela de Ramón Meza (1861-1911). Enrique José Varona la consideró inferior a otra obra suya, Carmela, que forma parte del ciclo temático de las novelas sobre la esclavitud, y que como estas se mantiene dentro de los patrones románticos. De Mi tío el empleado Varona comentó, en cambio, que su autor carece “de verdadera penetración psicológica. Ve bien los objetos, y por lo tanto las personas, pero no penetra mucho más allá de la superficie (…) Sus capítulos producen la impresión de croquis tomados rápidamente al paso, y retocados con elementos de pura fantasía”.

Tampoco supo leerla debidamente Manuel de la Cruz, quien también prefería Carmela (“entre ambas novelas la más cubana, la mejor pensada y más hondamente sentida”). Al mismo tiempo, le señaló a Mi tío el empleado que la súbita transformación del palurdo Juan de las Cuevas en el conde Coveo “no corresponde a la realidad”. En su opinión, “el proceso debió ser más laborioso y relacionarse más estrechamente con el momento más propicio y característico, y lo hubiera sido si Meza hubiese desarrollado situaciones que esboza en trazos demasiado breves”. De la Cruz concluye su texto, recogido por él en sus Cromitos cubanos, afirmando que Meza “todavía no ha lucubrado una obra maestra, pero ya sus trabajos han pasado el nivel de ensayos”.

Durante más de medio siglo, los juicios de Varona y de la Cruz, a los cuales se sumó el de Evelio Rodríguez Lendián (Elogio del Dr. Ramón Meza y Suárez Inclán, individuo de número, 1915), no fueron corregidos ni refutados. Eso en cierta medida se explica porque la novela de Meza no estaba accesible, ya que nunca más volvió a reditarse. No fue hasta 1960 cuando volvió a estar al alcance de los lectores. Se debió a la Dirección General de Cultura, que la publicó con un lúcido prólogo del recientemente fallecido Lorenzo García Vega. Aquella edición marcó el inicio de la revalorización de Mi tío el empleado, algo a lo cual también contribuyó el número monográfico que la revista Cuba en la UNESCO dedicó a Meza al año siguiente. Desde entonces la novela ha sido reeditada en 1974, 1977, 1980, 2001 y 2010. Asimismo ha aparecido en España, bajo el sello de Ediciones Dador (Málaga, 1991) y las Ediciones de Cultura Hispánica del Instituto de Cooperación Iberoamericana (Madrid, 1993).

La lectura de Mi tío el empleado de inmediato pone en evidencia que se trata de una novela muy distinta a las que hasta entonces se habían escrito en Cuba. Y lo es tanto temática como formalmente. En primer término, su autor no se interesa por los dramas de las grandes familias, ni por denunciar los horrores de la esclavitud. Al ambiente rural en que se ubican muchas de las obras, Meza prefiere el ámbito urbano, concretamente el habanero. Más aún, se centra en los empleados, en los funcionarios, en la burocracia, unos caracteres que adquirirán una gran importancia en la narrativa del siglo XX.

Como apuntó Alejo Carpentier, “durante capítulos y capítulos, los personajes de Meza transitan sin objeto por el laberinto de la administración colonial, sacudiendo legajos que el polvo vuelve a cubrir, obsesionados por un continuo ir y venir de expedientes”. Nunca sabemos exactamente en qué consiste la labor que realizan, lo cual la hace más disparatada y grotesca. Es uno de los varios elementos de modernidad que posee la novela.

En el plano literario, Mi tío el empleado también se desmarca notoriamente de la narrativa de la época. Llama la atención, en primer lugar, la ausencia de las largas y minuciosas descripciones, un ingrediente infaltable en lo que Mario Parajón ha llamado el estilo notarial y prolijo de los contemporáneos de Meza. Este se muestra igualmente reacio a incorporar detalles costumbristas que no sean necesarios para el desarrollo de la trama novelesca. Incluso la propia historia que se narra se reduce a lo mínimo. Si se compara con Cecilia Valdés, Francisco o Sab, en Mi tío el empleado en realidad casi no ocurre nada, a excepción de la huida a México del protagonista y su sobrino.

Meza tampoco emplea recursos románticos ni naturalistas, sino que construye su novela a partir de trazos que la mayor parte de los críticos califican como expresionistas. En ese sentido tuvo una gran intuición, pues eran los más idóneos para crear esa visión de las deformidades, situaciones absurdas y espejeos deformantes del vivir cotidiano en la sociedad colonial, entre la Paz del Zanjón y el Grito de Baire; una visión que, como señaló Martí, posee “algo de rabelesiano y pantagruélico”. Asimismo algunos de los recursos de la novela hacen pensar en el lenguaje cinematográfico, como son la imagen rápida y fugaz de los detalles y la complacencia en los reflejos de la luz y el movimiento. He señalado solo algunos de los valores y hallazgos que han hecho que tantos escritores y críticos hayan dedicado ensayos y artículos a esta obra precursora y singular. De ella José Lezama Lima comentó que una de sus fortalezas secretas “está en ese contraste de naturaleza sutil y material con las construcciones diabólicas del hombre”.

La más reciente edición de Mi tío el empleado (Letras Cubanas, La Habana, 2010, 418 páginas) fue preparada por la investigadora Cira Romero, a quien se deben el prólogo y las notas. Asimismo ha incorporado al final un bloque de textos acompañantes, integrado por una decena de ensayos y textos críticos. Además de los de Martí, De la Cruz, García Vega, Lezama Lima y Carpentier que mencioné o cité, figuran otros de Adis Barrio Tosar, Cintio Vitier, Rogelio Rodríguez Coronel, Reynaldo González y Lisandro Otero. Eso hace especialmente valiosa y útil esta edición. Solo es de lamentar que la seriedad del trabajo realizado por Romero se vea empañada por algunas erratas y faltas ortográficas. Y lo que es peor, por la omisión de palabras. A modo de ejemplo, copio tres de las que yo detecté: “quien únicamente [estaba] llamado a decidir”, p. 84; “brotaban [raudales de] luz”, p. 243; “y a costa [de] aquella infeliz”, p. 265.

Dos obras fundacionales

Otras dos obras narrativas del siglo XIX han sido puestas de nuevo al alcance de los lectores. Se trata de Una pascua de San Marcos, de Ramón de Palma, y El Ranchador, de Pedro José Morillas. Ambas han sido reunidas en un mismo volumen (Editorial Letras Cubanas, La Habana, 2009, 432 páginas). Lo preparó también Cira Romero, una laboriosa investigadora cuyos trabajos llevan siempre el sello del rigor y la seriedad.

A diferencia de Mi tío el empleado, son textos mucho más breves. Una pascua en San Marcos es una noveleta, mientras que El Ranchador es un cuento. Originalmente vieron la luz en revistas literarias, en El Álbum (1838) la primera y en La Piragua (1856), el segundo (este, sin embargo, había sido escrito en 1839). Se inscriben, por tanto, a la década de los 30, que Antón Arrufat sitúa como la del nacimiento de la novela cubana; aquella a partir de la cual “la ficción narrativa como género empieza a interesar a nuestros autores”. Como él apunta, durante esos años se empezó a emplear la prosa para contar historias, y además aparecieron los primeros trabajos críticos y reflexivos sobre la creación novelística.

Ambrosio Fornet redactó la introducción para una edición similar publicada en 2004 por la Universidad Nacional Autónoma de México. Es también él quien firma “Héroes y villanos en los orígenes de la narrativa cubana”, prefacio de la aparecida en Cuba. Acerca de Una pascua en San Marcos, señala su inconfundible aire folletinesco. Sin embargo, hace notar que “Palma escribía para otro público y no tuvo en cuenta sus escasos niveles de tolerancia, sobre todo en lo concerniente a la institución del matrimonio y la conducta de la mujer”.

Respecto a El Ranchador, Fornet reconoce que su autor no escapa al “variado menú de vivencias y truculencias que exigía el gusto romántico”. Pero con una salvedad: esos ingredientes poseen un marcado carácter testimonial. Y agrega: “Alguna vez afirmé que con este relato la crueldad y la violencia habían hecho irrupción en nuestra narrativa, y ahora debo añadir que con él irrumpió también la solitaria figura del Héroe, concretamente el moderno héroe trágico, aquel que se declara en rebeldía y está dispuesto a morir por su causa (…) El Ranchador mostraba que en la sociedad esclavista el único héroe posible era el cimarrón, el esclavo fugitivo dispuesto a llegar al martirologio en nombre de la libertad”.

Comparada con otras obras publicadas después, en Una pascua de San Marcos se echa en falta el tema de la esclavitud, un aspecto básico de la sociedad cubana de ese período. Como apunta Fornet, en ese sentido hay una artificiosa idealización de la realidad, pues entonces había no menos de 300 mil esclavos rurales y urbanos. Fue gracias a estos que Cuba reemplazó a Haití como exportadora de azúcar y se convirtió en la colonia más rica del mundo. Pero en 1838 habría sido muy difícil tratar ese problema, mucho menos en una revista como El Álbum, cuyo público lector era esencialmente femenino.

Los valores de la obra de Ramón de Palma residen más en el plano literario. En primer lugar, hay que decir que se aparta de los excesos sentimentales del romanticismo. Su autor opta por presentar una pintura más realista, de acuerdo a su propósito de presentar la vida “tal cual es”. Asimismo los personajes protagónicos no están idealizados, y de hecho no hay ninguno que pueda catalogarse como positivo. Otro hallazgo es de los matices criollos que adopta el lenguaje. Probablemente son esas aportaciones las que toma en cuenta Arrufat cuando afirma que Ramón de Palma “todavía no ocupa en los manuales ni en la valoración crítica el lugar que merece como precursor”.

Pese a haber sido escrito un año después, El Ranchador presenta notorias diferencias con la noveleta de Ramón de Palma. Su deuda con el romanticismo apenas se advierte en la descripción de la naturaleza que Morillas incluye al inicio, y que por su extensión puede desanimar a un lector de nuestros de nuestros días. Su prosa, sin embargo, no está sobrecargada como tantos relatos románticos. Asimismo y como ha señalado José Miguel Oviedo, “ese exordio descriptivo tiene méritos intrínsecos: es una puntual descripción de ciertas zonas del campo cubano, hecha con el ojo atento del observador interesado en cuestiones técnicas de agricultura y regadío, pero a la vez con sobria emoción y lírica adhesión al paisaje”.

La principal diferencia viene dada por la crudeza del tema, que lleva a Morillas a adoptar un realismo escueto. No se trata ya de una historia de seducción, como en Una pascua en San Marcos, sino de cómo un hombre de bien es llevado por las circunstancias a convertirse en perseguidor de esclavos fugitivos; un siniestro oficio con el cual busca cumplir una implacable venganza. Además de que pone de manifiesto una mayor madurez literaria, El Ranchador introduce un aspecto interesante en la narrativa antiesclavista. Ni el protagonista ni los negros a quienes este persigue ganan la simpatía del lector. Morillas tampoco carga sobre ellos la culpa, sino que implícitamente hace una acusación moral al sistema mismo que los engendró. Como se dice en las palabras que el autor pone al inicio, la armonía del bien se destruye cuando se infringen las leyes escritas por la mano de Dios en el libro de la naturaleza.

Esos dos textos fundacionales, en los que, de acuerdo al prologuista, se prefigura ya el rostro definitivo de la narrativa cubana, están disponibles ahora en una edición crítica digna de todos los elogios. En el caso de El Ranchador, se incluye además una primera versión, descubierta por Adriana Lewis Galanes. Romero acompaña las dos obras con numerosas notas, y rescata también artículos de Ramón de Palma y Pedro José Morillas que constituyen un complemento muy útil.

Preparó asimismo una cronología de la narrativa cubana entre 1837 y 1857. Y bajo el título de El tiempo, las voces, reunió un conjunto de ensayos firmados por Salvador Arias, Antón Arrufat, Calvert Casey, Antonio María Eligio de la Puente, Roberto Friol, Anselmo Suárez y Romero y Cintio Vitier. Todos esos materiales, como se expresa en la solapa del libro, proporcionan al lector una situación privilegiada: tiene la posibilidad de descubrir esas narraciones, e inmediatamente redescubrirlas desde la mirada del otro. Leer así a nuestros clásicos del siglo XIX, realmente da gusto.