Actualizado: 18/04/2024 23:36
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Efemérides de un no libro con título equivocado

Acerca de La vida en dos, su autor comenta que su novela, desde el principio, fue víctima de una rara vocación para el olvido. Y no solo para el olvido, sino también para el extravío, la calamidad y el desencuentro

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Ya era pleno mediodía, hora de almorzar, cuando Carlos Espinosa me llamó por teléfono y me hizo recordar algo que me quitó el apetito.

- Luis —le oí decir, más bien indagar—, ¿tienes presente que en junio pasado se cumplieron cuarenta y cinco años de que La vida en dos fue publicada?

No, con toda franqueza no lo tenía presente. Y si no lo tenía presente yo, si el padre de la criatura lo había olvidado, no creo que nadie más en este planeta reparara en tan elusiva efemérides… Nadie más salvo Carlitos, o Carlos Espinosa Domínguez —para llamarlo con su nombre y sus dos apellidos completos, como se merece—, un auténtico sabueso capaz de detectar, a cualquier distancia, el más leve olor que tenga algo que ver con la cultura de nuestra vilipendiada islita. Solo él, Carlitos, se acordó de que en junio de 1967 se terminó de imprimir, en los talleres de la imprenta Abel Santamaría de Ediciones Granma, la primera y única edición de La vida en dos, también mi primera y hasta ahora única novela.

El libro, con un hermosísimo diseño de Umberto Peña y una elogiosa presentación de Edmundo Desnoes, apareció en la colección Premio de la Casa de las Américas y tuvo una tirada de, ¡asómbrense!, cuatro mil ejemplares. Tremendo desperdicio: sí, tremendo desperdicio, pues muy poco tiempo después, quizá menos de un año si se toma en cuenta lo que demoró el proceso de distribución, no había quién encontrara uno solo de esos ejemplares del Cabo de San Antonio a la Punta de Maisí. Y no porque La vida en dos se hubiera convertido en un best seller, nada de eso, sino porque los libros fueron recogidos con la mayor urgencia de las librerías, e incluso de las bibliotecas de toda la nación, cuando su autor, o sea yo, el que esto escribe, y el que también escribió la citada novela ahora cumpleañera, “presentó para irse”, como se le decía entonces al acto de enviar un telegrama a la Sección de Inmigración y Extranjería del Ministerio del Interior solicitando la salida definitiva del país.

A partir de ese momento, por un golpe de dados que sí aboliría el azar, La vida en dos se trasmutó en un no libro, y de paso yo, su autor, el que ahora esto escribe, Luis Agüero, fui excluido del Diccionario de laliteratura cubana. De esto último, por cierto, no me avergüenzo, ya que estoy en envidiada compañía junto a Carlos Montenegro, Guillermo Cabrera Infante, Lydia Cabrera, Lino Novás Calvo, Reinaldo Arenas y otros muchos. Lo que sí me avergüenza, como cubano, o más bien me entristece, como escritor, y a veces hasta me revuelve el hígado, como a cualquier otro ser humano, es que más de tres generaciones de compatriotas, como decían los viejos políticos de la época republicana, no tengan la menor idea de que alguna vez, hace cuarenta y cinco años para ser más exacto, existió un libro, una novela, buena o mala, no sé, quizá al menos entretenida, que contaba los extraños y frustrados amores de tres muchachos pueblerinos por una colegiala llamada Bebita Alvarado, a quienes ellos bautizaron como Dulce Veneno o La Salvaje Blanca, entre otros ingenuos y sugerentes apelativos.

Sacar de circulación semejante literatura, tan peligrosa, de hecho canalla y subversiva, pone de manifiesto el celo y el talento con que ejercían su noble tarea estos recogedores de libros, que al parecer no los quemaron ni los hicieron pulpa aplicando la sabia reflexión del Principito, “nunca se sabe”, y a lo mejor de aquí a unos años, cuarenta y cinco para ser más exacto, se le puede sacar algún provecho, vendiéndolos por internet bajo el llamativo reclamo de ¡un libroque usted no podrá encontrar en ningún otro sitio! Ningún libro es igual a otro, pero algunos son más diferentes que los demás. Vuelta a leer al cabo de tanto tiempo transcurrido, sin embargo, me asaltó el pronto de que La vida en dos desde el principio, muy al principio, fue víctima de una rara vocación para el olvido. Y no solo para el olvido, sino también para el extravío, la calamidad y el desencuentro.

Un jurado de lujo, sin la menor duda

Julio Cortázar, uno de los tres miembros que integraban el jurado —de lujo, sin la menor duda: los otros dos fueron Leopoldo Marechal y José Lezama Lima—, que le otorgó a Adire y el tiempo roto, de Manolo Granados, y a La vida en dos, las dos únicas menciones en el género de novela del Concurso Casa 1967, jamás se refirió a mi libro por su nombre, siempre lo llamó “la novela de Bebita Alvarado”. Desnoes inició el texto de introducción confesando que era “otro terco enamorado” de Bebita Alvarado. Reynaldo González, en su novela Siempre la muerte, su paso breve hace un temprano alarde de intertextualidad secuestrando a Bebita Alvarado para que los muchachones de Ciego del Ánima puedan disfrutar de sus espléndidas pantorrillas… Y así, sin previo acuerdo y como si fuera lo más natural del mundo, todos los que al principio, muy al principio, leyeron e incluso celebraron La vida en dos se referían al libro como si fuera otro libro, el libro de Bebita Alvarado, “cosa más grande de la vida (¿en dos?)”, como diría Trespatines. Incluso sucedió que otros, como Jesús Díaz, solía decirme por ese tiempo que a él “también se la iban a tener que mamar” cuando publicara la novela que estaba terminando de escribir, sin duda en ánimo de homenaje, citando una frase de Feo Orbay, conspirador improvisado y otro de los personajes de La vida en dos que más conspiró en contra del título que había escogido entre una lista que superaba la docena.

Mi amigo Felito Ayón, dueño y anfitrión de El Gato Tuerto, que me hacía promoción de gratis, como se dice en cubano, desde mucho antes, cuando alzaba su copa para brindar “en nombre de Dios y de Roque Cifuentes”, título de uno de los relatos de mi primer libro de cuentos, en cuanto se leyó La vida en dos comenzó a brindar “por Feo Orbay”, también relegando al rastro del olvido el título de lo que en un futuro no muy lejano sería un no libro, pero que desde el principio, muy al principio, se mostró reacio a aceptar el nombre con el que yo lo había registrado. ¿Sería una de las tantas bromas de Tristán Shandy, o lo que es peor, de Laurence Sterne, predicador tan adusto? No sé.

Aunque lo que sí sé, si la memoria no me falla, es que fue el pintor Sandú Darié el único que me afirmó, muy serio él, que La vida en dos era un título excelente para una novela que abordaba el difícil tema de la ya desde entonces actual crisis del matrimonio. Quedé tan perplejo ante esta declaración que no tuve más remedio que manejar tres opciones posibles: 1) se había confundido de novela, 2) no había terminado de leerla y 3) ni siquiera había abierto el libro. La última, entonces y ahora, me pareció la más sensata. Porque no, Sandú, no: La vida en dos no fue un título excelente, sino todo lo contrario, un título equivocado, que nada más sirvió para que Virgilio Piñera, haciendo gala de su proverbial veneno, le dijera a Antón Arrufat, “oye, este niño, ¿ya te leíste la novelita de Luis Agüero, esa que se titula La vida en dosaños de soledad, sin duda con la más aviesa intención, pues la verdad es que Bailén del Sur le debe menos a Macondo que lo que Macondo le debe a Yonapathawa o que Yonapatahawa le debe a Winesburg, Ohio. Tanto Virgilio como Arrufat sabían que yo sabía eso, y me divierte que así sea, porque en definitiva, esas peripecias no son más que travesuras literarias, mañosos golpes bajos incapaces de definir un cobateen; es más, en última instancia dejan constancia de que respetan y temen al contrincante. Quizá ese sea el único saldo favorable que dejó La vida en dos, un título equivocado.

Título equivocado que usted puede adquirir en internet, al precio, creo, de 35 dólares, en su edición original… ¿Serán los ejemplares recogidos de la primera y única edición de mi primera y hasta ahora única novela? No tengo la menor idea y tampoco voy a averiguarlo. Pero si sé que me avergüenza, me entristece y hasta se me revuelve el hígado cuando me doy cuenta que mi presupuesto no alcanza para comprar siquiera uno de esos flamantes ejemplares de La vida en dos, ese no libro que yo mismo escribí hace muchos años, cuarenta y cinco para ser más exacto.


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