Actualizado: 17/04/2024 23:20
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El «Adiós mi Habana» de Anna Veltfort

Estamos ante una novela gráfica o novela ilustrada

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Se trata de un par de sorpresas. La primera es la historia de una familia extranjera que, a principios de la década de 1960, decide irse a vivir a la Cuba “revolucionaria”. La segunda: la historia está narrada por medio de caricaturas o cómics o “muñequitos”... O sea, estamos, como suele decirse, ante una novela gráfica o novela ilustrada.

La Editorial Verbum se luce con esta publicación que consta de 7 capítulos y 226 páginas, por momentos desgarradoras, siempre propositivas y que, de tramo en tramo, con mirada abarcadora, disecciona la realidad habanera de los primeros 10 años de un proyecto político que desde entonces comenzaba a mostrar su inviabilidad e incubaba los gérmenes del peor totalitarismo.

Luego de esperar 5 meses por los visados cubanos en el puerto de Veracruz, México, la familia llega a La Habana, en febrero de 1962, después de un trayecto de 7 días en el barco frigorífico de bandera cubana “El Fundador”.

Quien cuenta la historia —y que no siempre resulta la narradora-protagonista—, es la “gringa” —si bien alemana por vía paterna— Cornelia —luego llamada Connie—, de 16 años de edad cuando comienza la trama.

Ella, con su mamá Leonore —vale aclarar que así, por su nombre la alude Connie, nunca “mamá” o “madre”—, su padrastro Ted Veltfort, quien en las 30 primeras páginas de la acción resulta el protagonista, y sus hermanos Nikiki y Kevin son los principales exponentes de Adiós mi Habana.

El comunista estadounidense Ted Veltfort, quien combatiera en la Guerra Civil Española del lado de la izquierda en la brigada “Abraham Lincoln”, es el culpable de todo, el que arrastra a los miembros de su familia hacia una tierra extraña donde está ocurriendo algo “extraño”. Eso piensa uno en la medida que avanza la acción, hasta que comprendemos que sería justo pasarle factura también a la exuberante Leonore, quien con todo gusto —se va infiriendo— se deja seducir por la labia de ensueño llegada del candoroso idealismo izquierdista del noble Ted.

Luego de las primeras 30 páginas, Connie toma fuerza y comienza a exponernos las luces y las sombras de ella y sus familiares en la Cuba socialista.

Son varios los “descubrimientos” que nos hace llegar la perspicaz, y a ratos mordaz, Connie. Sobre todo, resultan diversos los novedosos “hechos sociales” acaecidos en la Isla revolucionaria a lo largo de los cuales ella nos conduce.

Para un lector no enterado de lo ocurrido en la Isla de 1962 a 1972, hay buena carga informativa, la cual resulta canalizada mediante plausibles —por lo sintetizado y lo elocuente— avisos narrativos rematados por el decir franco de los personajes.

Así, tenemos las génesis e intríngulis de la Junta Central de Planificación (Juceplan) o de los Comités de Defensa de la Revolución (CDR). En el primer caso un aborto de organismo estatal que pretendió programar, como un ente casi ubicuo, todo el hacer económico del país. En el segundo ese espolear del castrismo para enfrentar a unos cubanos contra otros desde la cima hasta la sima. Connie, en buena medida, resultará una víctima —en su caso abstracta, digamos, como tantas otras— del espionaje barriotero de los CDR.

Cito, creo que, para bien del lector, el santo y seña de varios de los momentos de cortes semejantes o al menos de igual enjundia que los antes aludidos.

“El Congreso Cultural de 1968” (P. 161), del cual sería el colofón el Congreso de Educación y Cultura, en 1971, y que marcarían el paso “revolucionario” obligado de las artes y las letras para las décadas siguientes. “La Ofensiva Revolucionaria” que estableciera Fidel Castro en 1968 (P. 164), la cual eliminaría el más pequeño reducto del trabajo libre, como podría ser un sillón de lustrar zapatos. “La Operación Hippie” (P.170), llevada a cabo en 1968 y que la emprendiera contra todo joven que no “clasificara” con los mandamientos estatuidos para alcanzar el rango de “potencial hombre nuevo” o al menos el de joven “integrado”. Como otros, los detalles de estos hechos se hallan expuestos con encomiable precisión en Adiós mi Habana.

Veamos además el comportamiento del poder revolucionario ante ciertas manifestaciones culturales, como por ejemplo el arraigo del cuarteto británico Los Beatles o el baile del Twist.

Connie nos pasea con tino por la Escuela de Artes y Letras de La Habana, donde ha matriculado, o por las llamadas Diplotiendas o nos adiestra en las mañas (P. 193) para utilizar los condones con propósitos de ornamento.

Tomada aun con nombre propio de la “vida real”, la profesora y escritora Mirta Aguirre —imparcial y abundantemente citada y “trabajada” en Adiós mi Habana— le avisa a Connie en la página 162: “El socialismo es el futuro. Tiene que ser protegido como sea”.

Solo enuncio la frase antes dicha como ejemplo sin par del Dogma que ya entonces se avecinaba, pero verá el lector toda la crudeza del dogma (valga la redundancia) cuando Connie —quien recientemente ha recibido una rotunda muestra de oportunismo llegada de su amigo Ángel Luis— acude al Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográfica (ICAIC) en busca de trabajo (P. 209). Realmente desgarradoras estas escenas. Sin dudas debe ser terrible hallarse en país extranjero y resultar tratada de la forma en que lo es en este lance la germanoestadounidense.

Y si se trata de corroborar aún más el Dogma, vaya el lector a la página 53 para que allí “disfrute” de esa terrible “Noche de las tres P”... O sea, la habanera “ofensiva” gubernamental contra las Prostitutas, los Proxenetas y los Pájaros (homosexuales).

Y si seguimos dándole al Dogma deténgase el lector en la página 156 para que “deguste” el cómo y el porqué de un juicio público relativo a la “moral revolucionaria”. “A ustedes se les acusa de actos depravados e inmorales en el Malecón [de La Habana]...”, anuncia el juez. “!Las tortilleras!”, exclama alguien del público aludiendo a las dos encausadas.

A lo largo de su permanencia en Cuba, tres son los amores lésbicos de Connie. Por orden cronológico: Maritza (raro nombre que abunda en Cuba), Mónica (nombre escaso en Cuba y mucho más en la data de Adiós mi Habana) y Martugenia, quien, para este lector, junto con Ted Veltfort forma el dúo más querible de la historia que nos ocupa.

Vuelvo a los inicios de estas líneas para ratificar las novedades atribuibles a Adiós mi Habana (título justo, puesto que la acción se desarrolla en un 95 % digamos en la capital cubana) para cerrar la crónica con esta frase, en la página 70, que creo sirve para denotar una de las líneas que atribulan a Connie: “Lucila era una amiga del banco en el lobby. Chachareábamos frecuentemente. Bueno, hasta que me convertí en oveja negra y Lucila dejó de tratarme”.


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