Actualizado: 18/04/2024 23:36
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El deber moral de recordar

El camboyano Rithy Panh prosigue su labor de cronista de la pesadilla que vivió su país bajo el régimen de los jemeres rojos

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En la imagen que falta se oculta la verdad.
Jean-Luc Godard

En dos trabajos anteriores, he comentado un documental (S21: la máquina de matar de los jemeres rojos) y un libro (La eliminación) del camboyano Rithy Panh. Al igual que otros títulos de su catálogo literario y cinematográfico, en ellos prosigue su labor de cronista de la pesadilla que vivió su país entre 1975 y 1979. Víctima y testigo directo de aquel horror, ha dedicado su carrera a documentar los brutales horrores perpetrados por los jemeres rojos.

Para él, hacerlo constituye una preocupación recurrente y obsesiva, del mismo modo que el holocausto lo es para Claude Lanzman. Ambos vivieron experiencias que los marcaron para siempre y que se relacionan con dos de los mayores genocidios del siglo XX (en el caso de Camboya, algunos historiadores emplean el término autogenocidio). Por eso uno y otro vuelven sobre las mismas heridas.

Como continuación natural de La eliminación, Rithy Panh ha realizado el documental La imagen perdida (Camboya-Francia, 2013, 95 minutos). Se estrenó el año pasado en el Festival de Cannes, dentro de la prestigiosa sección Un Certain Regard. Allí se alzó con el máximo galardón. También recibió esa misma recompensa en el Cinemanila International Film Festival. Y en la última edición de los Oscar logró colarse entre las nominadas a mejor película extranjera. Algo insólito, ya que en esa categoría por lo general solo se incluyen largometrajes de ficción.

Para explicar la idea que dio origen al filme, Rithy Panh redactó el siguiente texto: “Hay tantas imágenes en el mundo, que uno cree que ha visto todo. Que ha pensado todo. Desde hace años, busco una imagen que falta. Una fotografía tomada entre 1975 y 1979 por los jemeres rojos, cuando dirigían Camboya. Una sola imagen no constituye una prueba del crimen de masa, pero da que pensar, invita a la reflexión, permite construir la historia. La he buscado en vano en los archivos, en los papeles, en los campos de mi país. Ahora sé que esta imagen debe faltar, en realidad, no la estaba buscando -¿acaso no sería obscena y sin significado? Entonces la he creado. Lo que le doy hoy no es una imagen, o la búsqueda de una sola imagen, sino más bien la imagen de una búsqueda: la búsqueda que permite el cine. Ciertas imágenes deben seguir faltando por siempre, y deben ser reemplazadas por otras: en este movimiento está la vida, el combate, la pena y la belleza, la tristeza y los rostros perdidos, la comprensión de lo que fue, a veces la nobleza e incluso la valentía, pero nunca el olvido”.

El título original del filme no es exactamente como se ha traducido al español y al inglés. En francés es L´image manquante, es decir, La imagen que falta. Se pierde algo que existió o que se tuvo, no así lo que falta. Cuenta Rithy Panh que tenía el proyecto de realizar un documental sobre la fabricación de imágenes totalitarias de la propaganda de los jemeres rojos, relacionándola con otros regímenes similares. Buscó en los archivos fotografías y películas de sus crímenes, pero la búsqueda fue infructuosa. El único material audiovisual dejado por ellos es el que hicieron para glorificar al Hermano Número 1 (nombre de guerra con que era conocido Pol Pot) y para mostrar una visión falseada del éxito de la revolución (“la primera sociedad completamente comunista y agraria del mundo” prometida por el régimen, solo existió en esas imágenes). Pero esas reliquias de la propaganda no muestran nada del verdadero rostro de aquel régimen de terror. El suyo fue un genocidio que no dejó imágenes.

Rithy Pan tenía, pues, el problema de que no han quedado imágenes que muestren en toda su magnitud el horror de aquel período (tampoco quedaron textos: el régimen de Pol Pot prohibió la escritura). Eso remite a lo que Godard llamó el pecado original del cine, que no estuvo para documentar hechos como ése. El director camboyano comprendió que ante ese obstáculo, corresponde al arte cinematográfico inventar esas imágenes. Se le presentó entonces el fascinante pero conflictivo asunto de la representación. Eso lo llevó al debate al cual se han enfrentado otros cineastas, respecto a la legitimidad de representar en la pantalla el genocidio, algo que por su propia naturaleza es infilmable.

Acerca de ello, Rithy Panh ha comentado: “Un crimen de masas es muy difícil de filmar. Podemos hacer películas policiales, pero la muerte real, como Auschwitz o Ruanda, no está muy claro que pueda mostrarse con imágenes. Siempre existe la tentación de irse a lo sensacional, es muy peligroso. Un genocidio nos coloca ante la posición de ser un poco voyeurs. Es muy complicado, hay cosas sobre las que es mejor escribir, no filmar?”. Y respecto a la opción de realizar una película de ficción, agregó: “No sé cómo dirigir los actores en un genocidio. Roberto Benigni lo hizo con La vida es bella, pero yo fui víctima de ese crimen de masas. No creo que nadie que lo haya vivido en sus propias carnes sicológicamente pueda hacer una ficción de ello. Por eso la forma era muy importante a la hora de abordar esos recuerdos personales y llegó un poco por azar.”.

En efecto, la solución le llegó a Rithy Panh un poco por azar. Llevaba un año trabajando en un nuevo proyecto cinematográfico, cuando se dio cuenta de que nunca más había regresado a la casa de sus padres. Volver allí donde tuvo una infancia feliz y plena, significó para él un impacto. Tras su salida de Camboya, el sitio pasó a ser un garito de juego, luego un karaoke y ahora albergaba un burdel. Pidió entonces a unos artesanos que hicieran una maqueta similar a la de los arquitectos, para poder reconstruir su infancia. Con el propósito de poder calcular las proporciones, uno de ellos esculpió una figurita de arcilla”.

Para narrar los terribles recuerdos de su adolescencia, Rithy Panh pidió al joven escultor franco-camboyano Sarith Mang que creara una población entera de figuras en miniatura, hechas con arcilla y agua y pintadas a mano. Era tal vez el único modo de plasmar en la pantalla su oscuro viaje al pasado, cuando su país se hallaba bajo el régimen de los auto-titulados revolucionarios jemeres rojos. Al igual que algunas veces hacen los trabajadores sociales, quienes les piden a los niños víctimas de abusos que cuenten su historia a través de juguetes, el cineasta pasó a contar la suya a través de esas figuritas. Cito de nuevo sus palabras: “Me acordé de esas historias y me pareció muy poético utilizar figuras de arcilla, porque la arcilla es el material con el que se forma la vida, y lo que reflejan es el alma de las personas que representan, mis queridos familiares”. Había encontrado la forma de producir esas imágenes que nunca se rodaron, pero que son absolutamente necesarias.

Sarith Mang creó cientos de figuritas que, pese a ser inanimadas, poseen un poderoso grado de expresividad. Es increíble lo despiadadamente cándidas y, a la vez, lo dulces y terroríficas que llegan a ser. Quienes no han visto el filme, de seguro se preguntarán cómo unos muñequitos estáticos y mudos pueden servir para narrar ese catálogo de horrores, crímenes y atrocidades. La respuesta es simple: gracias a la magia del cine y a la capacidad del arte para luchar contra el pavor. Pero la explicación es mucho más compleja. Esa elección poética no resta crueldad a los hechos reflejados, pero sí amortigua su impacto. Al convertirse en escalofriantes metáforas, esas figuritas dan lugar a una visión deliberadamente distanciada de una experiencia tan traumática e imborrable.

Otro aspecto que justifica esa opción imaginativa tiene que ver con la decisión de Rithy Panh de no mostrar aquellos hechos, sino de evocarlos y relatarlos. En cierta medida, sigue la línea iniciada por Noche y niebla, el magnífico e impresionante documental que Alain Resnais dirigió en 1955 (en internet se puede ver con subtítulos en español). Con esas figuritas, el cineasta ha creado escenas que poseen una inocente poesía y un gran poder de evocación. Tienen además el poder de despertar la memoria como en un ritual, así como conjurar el silencio y el olvido que los jemeres rojos se esforzaron en dejar detrás de ellos.

En el filme, las figuritas de arcilla reemplazan las imágenes no filmadas ni fotografiadas a las cuales alude el título. Por lo general, permanecen inanimadas. Hay solo una secuencia en la que tres niños, de los que se dice que murieron de hambre, flotan mágicamente por el cielo. Para ambientar las distintas escenas, fueron creados unos detallados y primorosos dioramas que recrean los distintos ambientes: los campos de trabajo, las cabañas donde vivían los camboyanos, las plantaciones de arroz donde laboraban diariamente. Asimismo está la casa de Phnom Penh donde el cineasta pasó su infancia, etapa que evoca en algunas ocasiones.

Ese inmenso pesebre es tomado en close-ups y lentos paneos. La cámara es manejada con amoroso cuidado, como si esos muñequitos llevasen el alma de las personas que representan. De hecho, es algo que el propio Rithy Panh confirma: “Insisto en que esas figuras representan el alma de esas personas, no a ellas mismas. Existen en otro nivel, como las esculturas de Giacometti captan el espíritu. Si no fuera por mi admiración por el talento de los escultores, no existiría esta película”.

Narración sobria, que fluye suavemente

En unas cuantas escenas, las figuritas aparecen yuxtapuestas o bien insertadas en materiales de archivo. Estos corresponden a documentales propagandísticos que mostraban, entre otras imágenes, la falsa abundancia de la economía agraria de subsistencia. No obstante, al mirar atentamente la escena de unos jóvenes que trabajan en el campo, Rithy Panh se pregunta si no es posible descubrir en ella la fatiga y el hambre. Especula que tal vez Ang Sarun, el camarógrafo, quiso describir inusualmente la verdad de la situación. Algo de eso deben haber sospechado las autoridades del régimen, pues más tarde el camarógrafo fue torturado y ejecutado.

Contrapuestas a esos filmes propagandísticos rodados por encargo del régimen, esas figuritas encantadoramente verosímiles restituyen la inhumanidad de los años de terror de los jemeres rojos. Una de las escenas más conmovedoras es cuando el padre del cineasta decidió morir con dignidad. Se negó a comer para no continuar subsistiendo con raciones propias de animales. “Algunas veces, un pequeño gesto es suficiente para decir no”, comenta el narrador.

El muñequito que representa al cineasta mira aterrorizado cómo hombres y mujeres, jóvenes y viejos, eran obligados a trabajar, golpeados hasta la muerte, forzados a admitir que habían robado un mango para luego ser ejecutados por ello. “Mi país de pronto odiaba el conocimiento, las escuelas se convertían en centros de exterminio y las bibliotecas en chiqueros para alimentar a los cerdos”, expresa a través del narrador. Todo eso se hacía en nombre de los ideales revolucionarios de un régimen extremo que tenía el primitivismo como patrón de pureza. Por otro lado, a pesar de o tal vez por lo sombrío que son los hechos que se reflejan, Rithy Panh incluye escenas de sus años felices, en los que podía ir al cine antes de que las salas fueran quemadas por los jemeres rojos.

El filme cuenta con un guión escrito por Rithy Panh y Christophe Bataille, quien ya había colaborado con el cineasta en la escritura de La eliminación. Es una narración sobria, que fluye suavemente entre el testimonio autobiográfico, el relato histórico y los comentarios críticos y, en ocasiones, amargamente irónicos. A través de ella, Rithy Panh tira del hilo de los recuerdos para contar su historia, similar a la de muchos otros de compatriotas suyos. Sin embargo, la voz que se escucha corresponde al actor Randal Douc, quien lee los textos con un tono apacible y melancólico.

Aunque había dedicado ya varios documentales a la tragedia que vivió su país, esta es la primera vez que Rithy Panh aborda ese tema a partir de un rastreo interior y desde una perspectiva intimista. En La imagen perdida, ha tenido el coraje de volver la cámara hacia sí mismo y rememorar aquellos hechos en primera persona del singular. Pudo hacerlo porque encontró la forma apropiada que le permite decir yo sin riesgo de egocentrismo y de resultar llorón. El resultado es un filme confesional, en el que narra sus vivencias con sencillez, humildad y sin victimizarse, pero sin restarle valor a su experiencia personal. Y con sus recuerdos, además de rendir tributo a su familia y a todas las personas aniquiladas, celebra el individualismo que el régimen de Pol Pot trató de erradicar.

En La imagen perdida, esos recuerdos se transforman en arte trascendente, en una obra de altos valores artísticos. Cine pequeño en dimensiones, de bajo presupuesto, que emplea efectos artesanales y deliberadamente simples, pero en cuya estética no hay nada de naif. El término documental resulta aquí además una etiqueta inadecuada para describir un filme insólito, que hace un novedoso acercamiento a un tema terrible. Asimismo Rithy Panh ha tenido la capacidad de encontrar soluciones cinematográficas al problema de la representación.

A través de una dirección sutil, sugestiva, precisa en los detalles, el cineasta camboyano ha creado un poético trabajo de arqueología emocional e histórica, que demuestra la capacidad del cine para registrar y preservar la memoria de la ignominia.