Actualizado: 28/03/2024 20:07
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Arte 7, Cine

El espía y la cantante

Una cinta que transcurre alejada de la atmósfera habitual de las películas de espionaje, pero tras la cual hay más misterios que los que la ficción presenta

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En 2004 Eric Rohmer realiza el que será su penúltimo largometraje, Triple Agent. Escoge una complicada trama, que concentra en algunos detalles fundamentales: la misteriosa desaparición de dos generales rusos desterrados en París, en medio de sospechas de doble y triple espionaje y un ambiente hogareño modesto y placentero, incluso por momentos bucólico.

Todo ello en un trasfondo nacional e internacional donde se avecina la catástrofe. El Frente Popular ha ganado las elecciones en Francia y en España comienza la guerra civil. Fiodor Voronin, un general zarista retirado, se ha establecido en París y su vida aparenta la tranquilidad cotidiana de un funcionario público, o de lo más cercano a ello para un exiliado ruso en la tercera década del pasado siglo: un cargo en una organización de ayuda a otros exiliados, que se mantiene gracias a que sus fundadores lograron sacar de Rusia una parte del tesoro real.

Solo en ocasiones parece perturbarlo alguna que otra preocupación, como la necesidad de pagar el alquiler todos los meses. En el apartamento sosegado de los Voronin las emociones se definen por la relación matrimonial. El militar ruso está casado con Arsinoé, una belleza griega que en figura y gesto anticipa la placidez de la madurez, sin dejar a un lado el transmitir al espectador la sensación de que ella vive su amor a plenitud. Es precisamente este amor, hogareño pero intenso, el vínculo que define una pareja tan singular. La pasión amorosa está latente en todo momento, y aunque buena parte del tiempo no se esparce, se insinúa siempre.

Al principio todo apunta a que la labor de Voronin en la Unión los Militares Rusos Blancos se divide entre estirar al máximo los reducidos fondos y buscar otras fuentes de ingreso, mientras sus ambiciones se limitan a esperar el próximo retiro del anciano general Dobrinsky. Entonces él quedara al frente de la organización y buscará transformarla por completo, y que abandone la nostalgia y el revanchismo que la han definido hasta el momento.

Desde el inicio de la película uno se percata que las opiniones de Voronin van más allá de la de un simple exiliado trabajando en una organización de exiliados, no importa si ésta esté formada por militares. Más bien da la impresión que estamos frente a un analista de inteligencia, que obtiene los datos para sus análisis no simplemente de la lectura de la prensa sino de sus múltiples contactos, tanto con figuras del exilio como del Gobierno francés y diplomáticos de diversas naciones. Esta sería la justificación de sus constantes viajes.

Por otra parte, la cinta transcurre alejada de la atmósfera habitual de las películas de espionaje. Aquí no hay secuencias en centros de poder o escenas de robos de secretos. Todas las discusiones políticas se dan dentro del clásico ambiente burgués francés, y entre el restaurante ruso de barrio, el apartamento propio o del matrimonio vecino y la casa de campo cedida por el amigo rico transcurren la mayoría de ellas.

Sin embargo, la benevolencia no es más que aparente. El propio Voronin declara a su mujer que se sospecha que él es un espía, no solo un agente comunista sino también nazi, y sus negaciones, el miedo que cada vez se adueña más de él, y el espanto de su mujer al sospechar que su marido no es lo que aparenta transcurren algunas de las mejores escenas del filme.

Al final, Voronin desaparece y la pintora griega es detenida por la policía francesa, juzgada como cómplice y condenada a una dura sanción de más de veinte años de cárcel. Muere en prisión de tuberculosis en los huesos, poco antes de la entrada de las tropas nazis en París. Al final, se muestran indicios de que el general ruso al que se acusaba de participar en el secuestro de su superior puede haber sido él también víctima de un secuestro, que es posible que la KGB lo trasladara a España y de allí a Moscú, donde puede haber sido asesinado.

Hasta aquí la película de Rohmer, donde esa incertidumbre entre realidad y ficción —gracias fundamentalmente a las actuaciones de Serge Renko y Katerina Didaskau, pero apoyada también en un excelente reparto— es uno de sus principales méritos. Pero la película, por supuesto, no agota los hechos históricos. Tampoco lo pretende. El director toma algunos elementos y los destaca, pero hay otros que deja fuera, y que pudieran servir para otras versiones de lo ocurrido.

El filme se basa en la vida de Nikolai Skoblin, un general blanco ruso y agente soviético al que se asocia no solo con la desaparición y asesinato de otro general del ejército zarista, Eugeni Miller, sino también de estar involucrado en la trama que llevó al arresto y ejecución del mariscal soviético Mijaíl Tukhachevsky, por parte de Stalin. Se supone que Skoblin fue un triple agente, que trabajó para la contrarrevolución rusa, la policía secreta estalinista y los servicios de inteligencia de Hitler. Aunque la película no participa de la tesis de la culpabilidad de Skoblin —e incluso un video de entrevistas que acompaña al DVD va más allá e intenta considerarlo inocente de ser un agente soviético— tras la caída de la Unión Soviética se estableció que Skoblin trabajaba para la NKBD (luego KGB).

En esa hábil mezcla de sospechas y ambigüedades que establece la película, uno comienza a sospechar de Voronin (Skoblin en la vida real) por su rechazo al arte moderno. En ese desprecio cínico a Kandinsky y Picasso, en medio de una conversación con unos vecinos comunistas, el espectador encuentra las primeras muestras, las sospechas iniciales, que tras esas maneras dulces y esa sonrisa pícara se encuentra un comunista o un fascista, o ambas cosas. La degeneración por la estética.

Aunque lo más singular es el cambio que Rohmer hace respecto al personaje de la esposa de Voronin. Al convertirla en una mujer de apariencia lozana y al mismo tiempo débil —algunos indicios para el espectador, que espera su muerte antes de que sea condenada a prisión y trabajos forzados—, sensual sin llegar a la voluptuosidad extrema, y cuya mayor virtud se resume en la abnegación al marido, ya que sus cuadros figurativos muestran un limitadísimo talento, de inmediato la convierte en víctima. Al punto que en los comentarios finales lo que más se lamenta es su triste fin en prisión.

La realidad, sin embargo, fue completamente diferente. Quizá Rohmer la modificó para concentrarse en el personaje masculino, pero con ello hizo desaparecer a un personaje tan interesante como el protagonista. Quizá de ser más joven —hizo esta película cuando era un anciano— hubiera desarrollado otra versión, con el personaje femenino como protagonista. Es una cinta que aún vale la pena que se realice.

Skoblin no se casó con una pintora griega, que solo vendía algún que otro cuadro entre las amistades —que evidentemente se lo compraban más por favor que por fe en la pintura, y mucho menos en la pintora— sino con una famosa cantante de folklore ruso. Pero lo que es más, al contrario de esa mujer al margen de casi todo —salvo su hogar y su marido— que plantea la película de Rohmer al parecer fue ella la que lo introdujo en el mundo del espionaje soviético, y la que siempre fue una decidida bolchevique.

Nadezhda Plevitskaya era cantante conocida al triunfo de la revolución rusa. La habían escuchado tanto Feodor Chaliapin como la familia imperial, así como el tenor Leonid Sobinov. Nacida en el seno de una familia campesina cerca de Kursk, y tras dos años de participar en un coro religioso, se inició como solista en Kiev y luego pasó a Moscú, donde debutó en el restaurante Yar, conocido por sus orquestas gitanas con bellas cantantes. Al triunfo de la Revolución de Octubre se convirtió al comunismo y comenzó a cantar para las tropas del Ejército Rojo. En 1919 fue capturada por las tropas comandadas por Skoblin, quien la secuestró y luego se casó con ella en el exilio en Turquía. Para Plevitskaya, era su tercer matrimonio.

Plevitskya dio conciertos por toda Europa y en 1926 viajó a Estados Unidos, donde contó con el acompañamiento de Sergei Rachmaninoff. Pero el dinero que ganó en esas giras no era suficiente para sus gustos refinados —sin contar con los menguados ingresos de su esposo— y todo indica que los motivos económicos jugaron un papel fundamental en que el matrimonio comenzara a espiar para Moscú. Tras el secuestro de Miller, fue condenada a veinte años de prisión y falleció en 1940 en la cárcel de Rennes, de un padecimiento cardíaco.

Aunque con un nombre cambiado, la historia de Plevitskaya es el argumento de The Assistant Producer, el primer cuento de Vladimir Nabokov escrito en inglés. También aparece en la novela de Anatoly Rybakov Fear. La periodista y traductora alemana Ally Hauptmann-Gurski publicó en 2005 una novela sobre la cantante rusa, pero sin mayor éxito editorial.

Es curioso que el cuento de Nabokov se nos presente en forma de guión cinematográfico, pero más aún que hasta el momento el cine haya eludido la historia de Plevitskaya. La cantante y espía continúa esperando por su película.


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