Actualizado: 27/03/2024 22:30
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Literatura, Literatura cubana, Martí

El gabán de Martí y el ropero de Zenea

Cuba es esa ínsula que en un principio fue identificada con aquella “Isla de Utopía” de Tomás Moro, y por tanto en ella todo es posible

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Son varios, desde Blanche Zacharie de Baralt (El Martí que yo conocí), los que se han referido al famoso abrigo olvidado por Martí y su recorrido posterior, hasta el más reciente, Antonio José Ponte, quien elabora una interesante reflexión acerca de la metafísica de la prenda y su portador, sobre la cual construye una audaz propuesta epistemológica y ontológica cubana para los tiempos presentes y por venir (“El abrigo de aire”, El libro perdido de los origenistas[1]) que concitó alguna crítica ácida. Pocas son las prendas de vestir más jaloneadas y comentadas en la literatura mundial, que este abrigo, paletó, sobretodo o gabardina martiana, que ha ido del marrón al negro y de la Ceca a la Meca, de Nueva York a Toledo.

Ese abrigo olvidado en la premura por su propietario, camino al martirio en la Isla, ha pasado de mano en mano (más bien, de hombros en hombros) lo mismo por los de Pedro Henríquez Ureña y Alfonso Reyes que hasta los del atrabiliario Don Artemio del Valle Arizpe, para finalmente desaparecer en una misteriosa noche toledana, después de haber sido profanado por las dentelladas de unos sacrílegos perros castellanos, flacos como Rocinante y torpes como Sancho Panza. La última pista de la prenda la sitúa en las manos de una presunta zurcidora de un hotelucho toledano, quien desapareció junto con el abrigo. Quizá no era una “cleptómana de bellas fruslerías”, como decía el famoso danzón, sino de sólidas reliquias, prendas masculinas que despertaban su codicia o lascivia... Quién sabe. Lo cierto es que al abrigo, como al protagonista de La vorágine, “se lo tragó la selva”. Pero quedó la huella de su leyenda y el trazo de su parábola.

En nuestros lares, puede venerarse desde un ayate milagrosamente impreso —según la tradición— en la tilma de un pobre indígena, del cual a pesar de su santificación no contamos con pruebas sólidas de existencia histórica, y que al parecer sí fue pintado por mano humana, según el testimonio de varios testigos en las Informaciones de Montúfar —1556— donde se menciona como autor al tlacuilo indígena Marcos Aquino Cipac), hasta un huesito de Santa Bárbara en la Iglesia del Espíritu Santo, que algún hábil poeta párroco “encontró” (colocó, en realidad) para promover el urgente y muy necesario incremento de donativos y limosnas, y así poder restaurar ese templo, el segundo más antiguo de La Habana (es decir, por una buena causa): somos afectos a las reliquias y la veneración de ciertos despojos, sean religiosos o civiles.

Cuba —no está de más recordarlo— es esa ínsula que en un principio fue identificada con aquella “Isla de Utopía” de Tomás Moro, y por tanto en ella todo es posible.

Las reliquias existen y circulan, creando su ámbito propio y protector para cada comunidad. Los valencianos juran que tienen el Santo Grial, y en Oviedo, muchos aseguran que el Paño Santo de la Verónica está en su catedral.

Pero pocas veces, dos reliquias tropiezan entre ellas, como es el caso del famoso gabán de Martí y el menos conocido ropero —armario o escaparate— de Juan Clemente Zenea. Ambos personajes poseen condiciones para el martirio, pues fueron poetas que murieron violentamente: en una torpe escaramuza en medio de un potrero el primero, y el segundo fusilado (como muchos más) en un foso donde hoy se celebra una rumbosa feria de libros.

Si revisamos su historia, aquel gabán martiano parecía tener poderes taumatúrgicos, pues de sus bolsillos brotaban lo mismo poemas, proclamas y artículos, que el Prontuario científico de Paul Bert[2]. Del armario, en cambio, se sabe poco.

En unas cartas cruzadas entre Alfonso Reyes y Max Henríquez Ureña (hermano de Pedro, y autor de un insustituible Panorama histórico de la literatura cubana, insuperado hasta hoy), se alude a ese mueble, y se indica cómo se gestan estas leyendas tan gratas a los pueblos y tan propicias para ser llevadas a la literatura. Henríquez no menciona quiénes son los dueños del ropero de Zenea, pero puede suponerse, como dice “de una vieja familia cubana de Bayamo”, que se tratara de su amigo desde muchos años antes, quien fuera vecino de Reyes en Madrid, José María Chacón y Calvo, Conde de Casa Bayona, Señor de la Villa de Santa María del Rosario y munífico erudito y gastrónomo, pues según confesión del autor de Memorias de cocina y bodega, varias veces calmó su apetito invitándolo a su mesa, en esa época difícil de magros ingresos, duras memorias y añoranzas de la tierra nativa, en especial, tentándolo con los famosos “frijoles negros a la cubana con la salsa secreta de los Marqueses de Aguas Claras”, que llegó a Chacón por sus vínculos familiares. El 3 de agosto de 1955, Max le escribe una carta a Alfonso:

Mi querido Alfonso:

Loló de la Torriente me ha remitido, con el encargo de hacértelo llegar, un recorte con tu artículo aclaratorio sobre el abrigo de Martí.

Aunque no eran muy frecuentes en Pedro las bromas, al menos sin que se aclarasen tarde o temprano, pienso que con el abrigo de Martí pudo pasar algo semejante a lo que con “el armario de Juan Clemente Zenea” que tenía un amigo mío, y cuya historia es ésta: Una familia de Bayamo (lugar de nacimiento de Zenea), traspasó a ese amigo un magnífico armario antiguo, de maderas preciosas del país, y como esa familia estaba emparentada con Zenea, surgió la pregunta: ¿”No usaría Zenea este armario que ya tiene siglo y medio”? Nadie pudo contestarla satisfactoria o negativamente, pero entre bromas y sonrisas comenzó a llamarse ese mueble “el armario de Zenea”. Al cabo de un tiempo, ese precioso mueble no tenía otro nombre, y ese era el que tenía cuando me lo mostraron, pero a mis preguntas inquiriendo la verdad o falsedad del hecho, me contestaron con la relación que ahora te hago, y esto gracias a que aún vivía una persona anciana que recordaba el asunto, pues de lo contrario ya ese hubiera sido, sin apelación posible “el armario de Juan Clemente Zenea”.

Adiós. Sigo aquí hasta fines de mes. Afectos a Manuela.

Abrazos de

Max.

El 5 de agosto, desde México, Reyes le escribe a Henríquez Ureña, en Los Ángeles, y le dice:

“Querido Max:

Gracias por tu carta del 3 de agosto, gracias por el recorte y gracias por la historia del armario de Zenea.

Para el origen de los mitos. Muchos saludos afectuosos. Estoy metido en cama con achaques, por eso no te escribo más. Un abrazo.

Alfonso Reyes.

Y el 26 de septiembre, Max le responde a su amigo Alfonso:

“Mi querido Alfonso:

Recibí tus dos cartas sucesivas, del 21 y 22 del corriente, la última de las cuales viene con el artículo de Artemio sobre el hipotético gabán de Martí.

Me sugieres que me ocupe de que ese artículo salga aquí en algún periódico, y así lo haría, enviándolo a Loló de la Torriente, ya que fue ella la que trató el asunto del “gabán” en Alerta, pero después de leer detenidamente ese artículo me decido a no hacerlo por las razones que resumo así: en primer término, lo único que podía interesar a los cubanos es que se esclareciera el origen del gabán y se determinara si era auténtico o si hubo alguna confusión en la atribución del mismo a Martí, pero el artículo de Artemio deja las cosas como estaban y sólo se refiere al destino final de ese gabán, que Pedro dejó abandonado sin atribuirle, por lo visto, mayor importancia; en segundo lugar, pienso que, no obstante lo bien que escribe Artemio, no faltarán quienes estimen poco discreto mezclar reiteradamente el nombre y el recuerdo de Martí con ardentías callejeras de perros en celo, y hasta quien proteste de que se diga de uno de esos perros españoles que era patriota como Martí. Tú sabes que, por bien que las cosas se digan, la susceptibilidad de los pueblos es muy grande, sobre todo si se trata de sus hombres máximos. No sé si recordarás cómo algunos periódicos protestaron airados contra Gabriela Mistral, hace muchos años, cuando lamentó que Martí viniera a ofrendar su “carne de faisán” al llegar la hora de las reivindicaciones violentas. Todo se arregló después con unos párrafos de Gabriela y con la defensa que de ella hicieron varios escritores. Con mayor motivo podría sobrevenir un escarceo periodístico, nada deseable, si se publica este artículo de Artemio, que por otra parte yo juzgo que es, en su esencia, de bastante mal gusto y yo lamentaría que el nombre de Pedro se viera mezclado en ese escarceo[3].

Por último, no veo la necesidad ni la conveniencia de seguir desarrollando este tema. Lo único que hay, en concreto, es que tú has narrado un recuerdo de Pedro, y que él creía que ese gabán era o había sido de Martí, o lo había usado Martí. Pedida aclaración al respecto, no hay hoy quien pueda facilitarla, afirmativa o negativamente. En eso ha quedado la cuestión, y carece de interés seguir dándole vueltas.

Bueno. Me he extendido más de lo que pensaba. Te mando otros dos recortes que han salido en estos días: uno de Vitier y otro de Pastor Benítez.

Muchos afectos a Manuela. Te abraza tu afmo.

Max.[4]

Prevaleció la sensatez del dominicano Max sobre el entusiasmo del mexicano Reyes: no se dijo nada del ropero pensando en el abrigo, no fuera a resultar que los susceptibles cubanos se molestaran, viendo indignados cómo se aireaban semejantes trapos (en efecto, ripios, después de la canina intervención toledana) de un personaje tan entrañable.

Cuba, su historia y su historia, son territorios de sombras, zonas del misterio.

Hoy no se sabe dónde está el abrigo de Martí ni el armario de Zenea. A lo mejor, en alguna buhardilla —ya sea en La Habana, Madrid, Nueva York, Toledo o quién sabe dónde— se pueda encontrar el gabán del Apóstol dentro del escaparate del cantor de Fidelia. Y puede que allí también estén, baúl de las maravillas, las claves de tantos secretos que arrastramos: el maltrecho bombín de Barreto, el cimbreante bastón de Benny Moré, el rosario de huesos de aceitunas de Lezama, los originales secuestrados de Reinaldo Arenas (que alguna vez ocultó en un falso techo en Marianao, temiendo por la policía), las cuatro páginas perdidas del Diario de Cabo Haitiano a Dos Ríos, la fe de bautismo del cacique Hatuey, el verdadero final original de El Siglo de las Luces, de Carpentier, el sombrero alón de Camilo Cienfuegos, la flauta de Bartolo, el guayo de Catalina, la bata de seda bordada de Casal, la jaba de Virgilio, el lacito de Mañach, la cafetera de Lichi, el abanico de la Merlín, el devocionario de Tula, el pañuelito de Dulce María, el verdadero machete de Maceo (no el del Museo), la almohadilla de olor para el desmemoriado, el tabaco de Lezama, el reloj de Matías Pérez, el testamento extraviado de Calvert Casey, el mapa exacto de dónde fundaron por primera vez La Habana en la costa sur, el secreto de la muerte de la Niña de Guatemala, la novela perdida de Heredia, la partitura original del Areíto de Anacaona, el certificado de defunción del Cucalambé en un oscuro pueblo de la Alta Renania, el boceto y borrador del Espejo de paciencia de puño y letra de Domingo del Monte, y mil enigmas más. Allí estarán, así como somos.

Todo mezclado.



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