Actualizado: 18/04/2024 23:36
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El héroe en minúsculas regresa cabizbajo

En la que fue su primera novela, Alejandro Álvarez Bernal aborda el tópico literario del heroísmo y narra lo que fue o lo que pudo ser la guerra de Angola para un joven cubano de hace un cuarto de siglo

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La guerra me tiene harto, me cago en mi condición heroica de dilecto hijo de la patria agradecida: prefiero ser el «jubilado, ancianito respetable»; ¿qué coño tiene de malo? (…) ¿Estoy obligado a ser héroe toda mi vida y no cometer un solo lugar común que no sea de héroes; estoy obligado a sonreír a las nuevas generaciones desde una foto rígida mientras mi nombre cuelga de un CDR? Alejandro Álvarez Bernal, Cañón de retrocarga.

No ocurre con frecuencia. Más bien diría que es todo lo contrario. Por eso merece la pena consignar el hecho. Me refiero a la reedición de Cañón de retrocarga (Ediciones Unión, La Habana, 2012, 119 páginas), la novela con la cual se dio a conocer Alejandro Álvarez Bernal (La Habana, 1961). Es usual que las obras de los autores que poseen la categoría de clásicos o de consagrados cuenten con nuevas ediciones. No ocurre así en el caso de quienes no forman parte de ese selecto grupo. Con ello se priva a aquellos que por su calidad lo merecen, de la oportunidad de acceder a nuevos lectores. Aparte de eso, hay que decir que a partir de los años 90 las tiradas se han reducido mucho, lo cual impide que los libros que se publican tengan una circulación amplia.

A propósito de la reedición de Cañón de retrocarga, el poeta Edel Morales publicó en La Gaceta de Cuba (mayo-junio 2013) un trabajo del cual me parece oportuno reproducir un fragmento: “Se leyó como un samizdat —cosa oculta y peligrosa y sazonada de vida. En lo que iba quedando de los antiguos cafés y sobre los muros de un Malecón abierto y ancho y democrático siempre. Entre las estatuas y los mármoles para entonces cubiertos de grafitis del monumento a Tiburón Gómez y en el único banco de madera que custodiaba el lobby de la Facultad de Letras. Loma arriba y loma abajo por las calles heridas de una guerra que juramos ganar. De pedaleo en pedaleo a bordo de pesadas bicicletas chinas. En terreno cenagoso y en las lindas playitas seducidas. En los ómnibus destartalados de lo que llamamos con Eliseo el antiguo esplendor. En Belén con los pastores y aferrados al vigor de La Palma. En Oriente, en Occidente y en las pequeñas ciudades del centro de Cuba. Se leyó con rabia, con amor, con desenfado, en toda esta larga geografía de isla irreductible, cuajada de cayos solitarios y más allá de sus costas perforadas por la economía emergente y la emigración ilegal. En copias de papel carbón y en fotocopias borrosas, con manchas de cerveza y de creyón de labios y cientos de huellas dactilares impregnadas en cada página de aquella prosa sorprendente, anegada de pólvora y de sangre y sudor y lágrimas y de un humor reflexivo, crítico, sagaz, bien cubano y compartido.

“Cuando en febrero de 1998, en la VIII Feria Internacional del Libro de La Habana, la última con sede central en el recinto de PABEXPO, Ediciones Unión puso al alcance de los lectores Cañón de retrocarga, de Alejandro Álvarez, había pasado una larga década desde el día feliz de 1989 en que un honorable jurado, presidido por Reynaldo González, le concedió el Premio David de Novela y el Premio Especial al mejor libro de cualquier género presentado a concurso (…) —Para esos distantes días de febrero de 1998 en que el gemelo Lector pudo al fin echarle mano a un ejemplar legalmente registrado y adecuadamente impreso de Cañón de retrocarga, la inédita novela de Alejandro Álvarez ya había sido objeto de dos tesis universitarias, había merecido que la dilecta Margarita Mateo le dedicara la legitimación exclusiva de un capítulo completo en Ella escribía poscrítica, su libro consagratorio, y entre los narradores y académicos cubanos más exigentes se referenciaba este intenso y breve texto novelesco como un punto de giro en el modo de ser y de hacer de una generación que se miraba a sí misma y miraba a la literatura, a la cultura y al país en su conjunto de una manera un tanto distinta a sus predecesores. Por su parte el autor se había ganado también, en 1991, el Premio Razón de Ser que otorga la prestigiosa Fundación Alejo Carpentier, con el proyecto de lo que diez años después, en 2001, para no variar, sería su más conocida novela Irish coffee —también entonces mejor asediado que ahora el Razón de Ser, ya se ha dicho, pues no existían el Dador ni otras becas de creación que luego han sido”.

Ignoro cuáles fueron las razones por las que, pese a estar avalada por los dos galardones obtenidos en el Premio David, Cañón de retrocarga demoró ocho años en ver la luz. Sin embargo, una vez leída se puede deducir que para el aparato cultural de la época resultaba una obra de difícil asimilar. No tanto por sus innovaciones formales, sino por el tratamiento nada maniqueo de un tema entonces tabú, como lo era el del heroísmo. Además aunque no se dice explícitamente, algunas referencias sugieren que la guerra de la cual se habla en la novela es la de Angola. Como él mismo ha declarado, Álvarez Bernal no ha escrito a partir de experiencias autobiográficas, sino “referidas. No he ido jamás a la guerra, ni siquiera a la de los pasteles. Todo lo que sé, que es lo que me imagino, me lo contaron otros, los que sí fueron. Dije lo que dicen”.

A diferencia de la literatura —otro tanto se puede decir del cine— escrita hasta entonces sobre ese conflicto bélico, en Cañón de retrocarga no se da una visión testimonial y triunfalista, tampoco se canta al internacionalismo ni al heroísmo inmaculado. Ya en la cita de San Mateo que se reproduce al inicio del libro (“Mas, ¿a qué compararé esta generación? Es semejante a los muchachos que se sientan en la plaza y dan voces a sus compañeros”) se sugiere la idea de la imagen del héroe como un ser humano igual a los demás. Esa humanización de los épicos héroes de papel se corrobora nada más se empieza a leer la novela: “¿En qué piensa un hijo de vecino cuando el plomo le ha sacado para afuera las tripas y otro hijo de vecino se las acomoda con arte y ciencia cosiéndole la herida?”.

Sustenta su originalidad en los aspectos formales

El Héroe de Cañón de retrocarga es un joven de veinticinco años que, ante la circunstancia de la muerte, decide no morir. Rehúsa el paradigma de una muerte gloriosa y reivindica su derecho a la vida. Por encima de cualquier obligación social e ideológica, prioriza la opción de regresar con vida de esa guerra: “¿Qué coño puede tener de malo que quiera ir a los Carnavales, al Festival del Nuevo Cine Latinoamericano, al Teatro Nacional, al restaurante, al parque, a la piloto, a la esquina? Yo quiero envejecer fornicando, burlándome, persiguiendo, escribiendo, desconfiando, atacando, sufriendo, desesperando, rechazando, llorando, llenando mi cabeza de cenizas. Yo quiero envejecer comiendo, bailando, trabajando. Yo no quiero morir: no me sale de: ya lo dije antes”. En otras palabras, rechaza el heroísmo grandioso y trascendente y exige una existencia común, como la de cualquier hijo de vecino. Quiere ser un héroe en minúsculas.

Cuando apareció la primera edición de Cañón de retrocarga, el mito del héroe ya había comenzado a recibir un tratamiento desacralizador. Eso se pone de manifiesto en obras narrativas de autores entonces jóvenes como Amir Valle, Atilio Caballero y Ángel Santiesteban. Este último abordó desde esa nueva perspectiva abordó la guerra de Angola en su libro de cuentos Sueño de un día de verano. El hecho de que Cañón de retrocarga fuera editada con ocho años de retraso actuó en su contra. La puso en una situación de desventaja, pues al compararla con esas obras su alcance crítico y transgresor resultaba un tanto ingenuo. Sin embargo, lo cierto es que se trataba de obras cuya redacción fue posterior a la de Álvarez Bernal.

Pero más allá de ese hecho, la novela de Álvarez Bernal no puede medirse ni compararse con esos textos: a diferencia de ellos, se mueve en otro registro y más que en el contenido, sustenta su originalidad en los aspectos formales, un campo que aún permite conseguir resultados inéditos. Eso se adelanta ya en el subtítulo: (Texto lúdicro del lugar común y con manchas). El conflicto de la heroicidad está articulado a una propuesta literaria que, lo ha señalado Margarita Mateo, en tres principios básicos de su construcción —el ludismo, la (no) originalidad, la (im)perfección— se anticipa a conceptos que han sido objeto de una particular atención y recreación por la estética posmoderna.

La novela posee una desenfadada estructura testimonial, en la cual tienen cabida los recursos más impensables. Por ejemplo, se da una “escueta versión de la realidad onírica que por unas horas envolvió al héroe”, escrita a la manera de un guión cinematográfico de una película silente. Se incluyen fragmentos de la entrevista hecha por el Narrador a otros personajes que conocieron al héroe. No obstante, en una nota a pie de página se aclara: “Estos personajes no son los amigos del héroe. Los verdaderos amigos fueron evitados, dada su evidente parcialidad en el asunto”. Y en el Intermezzo Argumental número 1 (“El lector podrá hacer lo que le venga en ganas, toda vez que el Autor hará -está haciendo- lo mismo”) se inserta el anuncio de una permuta.

Álvarez Bernal emplea la conciencia autorreferencial y también la autoparodia. Asimismo desacraliza autores y obras y satiriza amablemente el género del testimonio, que entre nosotros ha contribuido a encumbrar obras cuyos méritos son extraliterarios. En la novela además el Narrador y el Autor adquieren categoría de personajes y se permiten expresar sus opiniones sobre el texto que se está escribiendo. Eso permite, como Ernesto Santana Zaldívar ha hecho notar, que en cada página se revele el mecanismo oculto que es, en definitiva, lo que se expone: la hechura del texto en tiempo real. En la novela además se mezclan lo popular y lo culto, las referencias intelectuales y el lenguaje popular barriobajero.

Siguiendo el ejemplo del Augusto Pérez de Niebla, la “nivola” de Miguel de Unamuno, el Héroe se enfrenta al Autor, quien sostiene que él debe morir para que la novela sea realmente efectiva. Al final de Cañón de retrocarga, el Héroe argumenta: “No me importan las significaciones de mi muerte. No me importa la intención autoral, no me importan los mensajes ideotemáticos, no me importan las dificultades de mi concepción y caracterización (…) Tampoco me importa si gracias a esas pendejadas teórico-críticas resulta que en vez de hablar yo, el Héroe sin nombre de este relato, habla el narrador, el Autor o la mismísima madre de los tomates. No me importa si esto es apropiado o no, si esto es literatura o no, si esto es conveniente o no, si esto resulta artístico o no: de todas maneras rehúso morir, he de regresar con todas las cicatrices que se quieran, con todas las confesiones, retrospecciones, introspecciones, ambiciones, complejos, recuerdos, miedos, esperanzas, con todo lo que se quiera pero vivo: rehúso morir; no me sale de (…) Si es necesario morir, muero; pero no por la suerte de un relato. Parafraseando a Lao Tzu: en mí no hay sitio para la muerte: todavía tengo mucho que hacer”.

La novela de Álvarez Bernal está animada, pues, por una visión desacralizadora que no se limita al tema de la heroicidad, sino que sobre todo es aplicada por su autor al proceso creativo, al autor, a la lectura y a la novela misma como género. Ubicada en el momento en que fue escrita, constituye una novela bastante atípica y solitaria en el panorama de la narrativa cubana. Escrita con una gozosa libertad, conserva hoy buena parte de los valores que reconoció en ella el jurado del Premio David, y que Edel Morales ha resumido con acierto: estilo, riesgo, humor, aventura, búsqueda, y preguntas, muchas preguntas.

La reedición de Cañón de retrocarga no debería quedarse en un caso aislado. En la literatura escrita en Cuba en las últimas dos o tres décadas, hay varios títulos significativos que no se han vuelto a publicar y que de no recuperarse, están condenados a seguir transitando por los ámbitos de la leyenda.