Actualizado: 23/04/2024 20:43
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Literatura, Cine

El nacimiento de una pasión

En Un oficio del siglo XX, Guillermo Cabrera Infante recopiló unas críticas de cine que son creaciones literarias, verdaderas ficciones, y que constituyen una parte inseparable de su obra de creación

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El prólogo, intermedio y epílogo no son otra cosa que el intento del autor por desembarazarse de su alter ego, de alejar a ese otro yo alienado por el oficio del crítico de cine. Al mismo tiempo, el libro quiso mostrar que la única manera posible de ser crítico en un estado totalitario es por medio del suicidio: al matar a mi alter ego también moría yo un poco.
GCI

Hay libros —igual puede aplicarse a obras teatrales, cinematográficas, musicales, plásticas— que no necesitan del pretexto periodístico del aniversario redondo para ser recordados. No lo necesitan porque sencillamente lejos de haber caído en el olvido, nunca han dejado de estar presentes. Ese es el caso de Un oficio del siglo XX, cuya primera edición salió de la imprenta hace ahora medio siglo.

Se trata del segundo título publicado por Guillermo Cabrera Infante (Gibara, 1929-Londres, 2005), quien antes había dado a conocer el volumen de cuentos Así en la paz como en la guerra (1960). Un oficio del siglo XX apareció bajo el sello de las Ediciones R, que dirigía Virgilio Piñera. Tiene 527 páginas y en el colofón se puede leer: “Este libro se terminó de imprimir en Febrero de 1963, Año de la Organización por Ediciones Revolución, La Habana, Cuba. La edición consta de 4.000 ejemplares. Precio del ejemplar $3.00 moneda cubana”. El diseño pertenece a Raúl Martínez, quien además es autor de las ilustraciones del interior, que se han mantenido en las ediciones posteriores. Estas son, hasta la fecha, cuatro: la de Seix Barral (1973), la de La Oveja Negra (1987), la de El País-Aguilar (1993) y la de Alfaguara (2005). Asimismo forma parte de El cronista de cine (Galaxia Gutenberg, 2012), primer volumen de lo que serán las Obras Completas de Cabrera Infante. La única diferencia entre ellas es que la de El País-Aguilar incorpora dos trabajos que el autor no pudo localizar cuando preparó la cubana. En lo que se refiere a traducciones, existe, hasta donde me ha sido posible indagar, una al inglés publicada por Faber (Londres, 1991). Su título mantiene el original: A Twentieth Century Job.

Para quienes no hayan leído el libro, conviene decir que recoge una selección de las críticas cinematográficas que Cabrera Infante dio a conocer, entre 1954 y 1960, en la revista Carteles y el periódico Revolución (Marta Calvo, primera mujer del escritor, se había ocupado de guardar aquellos textos). Aparecieron firmadas como G. Caín, seudónimo que de acuerdo al autor debió adoptar porque un cuento suyo aparecido en 1952 en la revista Bohemia provocó que, debido a que incluía unas malas palabras, fuera “encarcelado, multado y forzado a dejar la Escuela de Periodismo por dos años”. Mucho tiempo después, le confesó en una entrevista a Emir Rodríguez Monegal: “La causa verdadera es que el Ministro de Gobernación de Batista, el gobierno mismo quería atacar a la publicación donde apareció el cuento, que era una publicación democrática y antibatistiana, y yo fui, simplemente, the scape goat, el chivo expiatorio, y lo digo en inglés porque ese fue el idioma en que estaban escritas las malas palabras”.

Desdoblamiento y juego de espejos

En esa misma entrevista, Cabrera Infante revela la verdadera razón que lo llevó a emplear aquel “nombre de capa y espada”: “Ese subterfugio, esa máscara del seudónimo tuvo su origen en que cuando yo comencé a escribir críticas de cine, no estaba capacitado para ello. Cuando digo capacitado, quiero decirlo especialmente entrecomillado, subrayado, como tú quieras, porque en Cuba, en esa época, funcionaba una invención de Lisandro Otero Masdeu, padre de Lisandro Otero, que era el Colegio de Periodismo (…) Había una «profesión», entre comillas, porque había «profesionales» de esa «profesión» que eran todo menos periodistas o todo menos escritores —incluso el primer «profesional», el colegiado número uno de ese Colegio fue nada más y nada menos que Fulgencio Batista, adulado mussolinescamente en esta época por todos. Era esencial tener un título para escribir en un periódico. Es decir, escribir de una manera periódica. Tú podías ser colaborador de un diario o una revista, pero no podías ser un colaborador demasiado frecuente (…) Eso era imposible en Cuba en los años en que yo empecé la crítica de cine. Por ello tuvo que empezar a ser anónima. Después, cuando muchos lectores quisieron saber quién escribía esas crónicas, procedí afirmarlas con un seudónimo. Y el seudónimo resultó, en este caso, mayor; tuvo un eco mucho más amplio que el de la simple asociación de esas dos sílabas”.

Sin embargo, lo que no hubiera pasado de ser simplemente una antología de críticas de cine se convirtió en un libro muy original. Cabrera Infante parte de la creación de un alter ego, el G. Caín que firmaba las críticas, y establece un juego de espejos sobre la realidad-irrealidad del escritor. Hay un desdoblamiento del crítico G. Caín y el joven escritor Guillermo Cabrera Infante, a quien el primero encomendó la tarea de reunir y prologar la recopilación de sus crónicas cinematográficas. Dicho en sus palabras, quiso “envolver al autor en un capullo existencial y considerar al crítico como ente de ficción”. Es decir, fue un intento de ficcionalizar a “ese crítico que no solamente era esencialmente distinto que yo, sino que había tenido su nacimiento y su muerte, cosa que yo compartía con él solamente a medias”.

La aportación de Cabrera Infante consiste, en primer lugar, en la escritura de tres textos insertados al inicio, en el medio y al final del libro. Se titulan “Retrato del crítico cuando Caín”, “Manuscrito encontrado en una botella… de leche” y “Réquiem por un alter ego”. En esos bloques, sobre todo en los dos primeros, el joven amigo de G. Caín se refiere, como es natural, a los textos que después leeremos. Los anota, los ubica, pero también los corrige, los contradice, los ataca. Varias de las crónicas además llevan una breve presentación redactada en similares términos. Así, la de la película italiana El irresistible dice: “a mí también me gustó este film”. Esta nota corresponde a la crónica sobre Las vacaciones de Monsieur Hulot: “decía un crítico que las peores películas hacían las mejores críticas: a veces, como ahora, esto no es del todo cierto”. Y la dedicada a El viejo y el mar va precedida de este comentario: “caín se lanza, a toda vela, en busca de la obra maestra perdida, y naufraga”.

Por otro lado, en esos textos redactados por Cabrera Infante se busca avalar y autentificar la existencia de G. Caín, así como aportar la estructura de puntos de vista contrapunteados que tiene el libro. Se evocan recuerdos, se mencionan amigos comunes, se citan cartas y palabras dichas por Caín, se describen sus hábitos: “Llegué a casa de Caín a la hora en que solía visitarlo: las tres de la mañana (lo supe porque por algún lado estaban tocando el vals Las tres de la mañana). Este Drácula de la crítica cinematográfica duerme las mañanas y luego se levanta, se mete en el baño, sale del baño y se mete en el cine: a veces se olvida de ponerse la ropa y se mete en el cine desnudo. Así, la madrugada es la única hora para hacerle una visita. Toqué muchas veces y cuando me iba, decepcionado, vi que la puerta estaba abierta. Entré y ya iba a gritar «¿Hay alguien en la casa?», pero vi luz en su cuarto de trabajo. Allí estaba la sabida pared llena de fotos: Marilyn Monroe desnuda en su calendario, Marilyn Monroe vestida en Algunos prefieren quemarse (es decir, casi desnuda), Marilyn Monroe forrada en pieles en la filmación de Nunca fui santa (es decir, casi vestida)”.

Un texto del que yo no me sonrojo para nada

En esas páginas redactadas por Cabrera Infante se refleja, por supuesto, la pasión cinéfila de G. Caín. Era un tema recurrente y casi obligado en sus conversaciones. Más aún, el cine había pasado a formar parte de su manera de ver la realidad cotidiana. Así, cuenta que “si Caín quería hacer corto un relato largo, simplemente decía: «Te voy a hacer la sinopsis»”. Y narra, entre otras muchas, esta anécdota: “Un 12 de octubre hablaba conmigo de cine; alguien llegó y dijo: «Un día como hoy Colón descubrió a América»; Caín interrumpió al intruso con violencia: «¡No vengas a introducir en la conversación ese flashback!». En una ocasión visité su casa. Al llegar, lo sorprendí enmarcando mi figura con sus manos, haciendo un cuadrado de índices y pulgares. Seguí mi camino, y Caín me atajó con una exclamación: «¡No te muevas!, que te me vas de cuadro». Más tarde oscurecía y quise dar luz a la habitación abriendo las persianas. El sol poniente le dio a Caín en el rostro y gritó: «¡Me has echado 20.000 full-candles en la cara!»”.

Ese carácter dialogístico y esa estructura anti convencional emparentan a Un oficio del siglo XX con Tres tristes tigres. De hecho, Cabrera Infante lo consideraba realmente su primer libro, aunque en propiedad no lo era. Y expresó que, al igual que le ocurre con su novela, “es un texto del que yo no me sonrojo para nada en las futuras ediciones y versiones que ha tenido”. Cuando salió la edición de El País-Aguilar, comentó en una entrevista aparecida en el suplemento cultural Babelia: “En realidad es mi libro más querido. Un libro decisivo por el humor y porque pude separarme de la contingencia política en que fue escrito. Un oficio del siglo XX era un libro completamente libre, en el que están las disquisiciones políticas de G. Caín, pero en el que yo, como biógrafo del crítico, tenía una libertad total (…) Había una separación extraordinaria entre el individuo que yo había sido hasta los acontecimientos que dieron lugar a la clausura de Lunes de Revolución, y el escritor que yo me había empeñado ser a expensas de las críticas de G. Caín”. Un escritor, conviene agregar, en el que ya están presentes algunas de las que luego serán sus marcas de fábrica: el estilo personal y elegante, los juegos de palabra, el humor.

Con Un oficio del siglo XX, como señaló Rodríguez Monegal, el escritor hizo “una suerte de novela crítica, en la que una parte de Guillermo Cabrera Infante escribe un largo epitafio, ilustrado con ejemplos, sobre la otra parte que ha dejado de existir, en el sentido correcto (aunque tal vez metafórico) de que dejó de ejercer su oficio de crítico de cine”. Eso, sin embargo, no significó en modo alguno que el autor de La Habana para un infante difunto abandonase el cine. Este, lo reconoció más de una vez, fue para él una devoción, un fanatismo o una locura que le acompañó hasta el final de sus días. “Nunca me veo como un autor libresco porque entre los libros y la vida, siempre he escogido el cine”, expresó con su estilo inconfundible. En varias ocasiones reconoció que el cine fue algo esencial en su vida: “Yo tengo que agradecer mucho al cine, mucho más que a la literatura. El cine no solamente ha inventado mis sueños sino que me ha permitido habitarlos. Ha sido mi tabla de salvación; sin él lo hubiera pasado muy mal”.

Pasó entonces a ocuparse del séptimo arte como guionista y ensayista (espectador nunca dejó de ser: en la entrevista publicada en Babelia confesó que veía cinco veces más filmes que leía libros, pues primero con el video y luego con el dvd, se dio cuenta de que “la televisión era una forma fantástica para descubrir películas”). Entre los originales que forman parte de la colección especial de la biblioteca de la Universidad de Princeton, se hallan los guiones que escribió: El Máximo!, The Mercenary, Birthdays, The Jam, que nunca llegaron a rodarse. Sí se filmaron Wonderland (1967), basado en una historia de Garard Brach, y Vanishing Point (1971), que tuvo una buena acogida. En 1997 se realizó una segunda versión, que mantiene el mismo título y que protagonizó Viggo Mortensen. Su último trabajo como guionista fue The Lost City (2005), que dirigió Andy García. En cuanto a la otra faceta, sus ensayos sobre cine están recopilados en los libros Arcadia todas las noches (1978) y Cine o sardina (1997), a los que hay que sumar sus colaboraciones para volúmenes colectivos como Diablesas y diosas (1990) y Amores de película: Grandes pasiones que han hecho historia (2002).

Escritor que hizo literatura con el cine

Pero incluso si Cabrera Infante se hubiese limitado a recopilar esos textos, eliminando el juego de máscaras que creó mediante el prólogo, el intermedio y el epílogo, Un oficio del siglo XX seguiría siendo un libro original. En sus manos, la crítica de cine se transformó en otra cosa, en un género nuevo. Ante todo, porque su análisis de las películas parte de una visión muy personal. A ello, se ha referido Mario Vargas Llosa, al señalar:

“Las críticas de cine son una parte inseparable de la literatura de creación de Cabrera Infante. Llamarlas «críticas» es ya desnaturalizarlas, porque ese membrete da la idea de unos textos cuya finalidad es analizar e interpretar unas obras a fin de hacerlas más accesibles al espectador. En realidad, todas las críticas de cine de Guillermo, pero sobre todo las reunidas en esa otra maravilla de libro que es Un oficio del siglo XX, son creaciones literarias, verdaderas ficciones, elaboradas utilizando la materia prima de unas películas que, al pasar a esos textos, se vuelven narraciones literarias, relatos tan sorprendentes, amenos y brillantes por su humor, sus juegos retóricos y sus hallazgos, como los cuentos y novelas que escribió. Como Manuel Puig, otro escritor que hizo literatura con el cine, Cabrera Infante se servía de las imágenes de las películas como otros escritores se sirven de sus recuerdos familiares o de los hechos históricos para construir una realidad que era autosuficiente, que existía y persuadía a los lectores de su verdad en función de sí misma”.

Pero ese reconocimiento del valor literario de esas páginas no debe llevar al error de leerlas solo como tales. En esas crónicas no solo hay destellos de humor detonante, vitalidad y brillantez de la escritura, juegos de palabra y erudición, sino también inteligencia, capacidad de análisis y elementos de juicio. Véanse sus crónicas sobre Cuando vuelan las cigüeñas, Doce hombres en pugna, Despedida de soltero, La Strada, Las vacaciones de Monsieur Hulot, La quimera del oro. A diferencia de los redactores de Cahiers du Cinema, que daban un protagonismo absoluto al director, Cabrera Infante se ocupa además de las aportaciones de actores, guionistas, directores de fotografía.

Es además capaz de ver con lucidez el mérito de directores y artistas que después iban a alcanzar notoriedad: Akira Kurosawa, Luis García Berlanga, Claude Chabrol, Andzrej Wadja, Louis Malle, Michelangelo Antonioni, Federico Fellini. Asimismo advierte el carácter fundacional de algunas películas. Esto se puede ilustrar con el texto que dedicó a Los 400 golpes, de François Truffaut, y que es el último comentario que figura en el libro. No solo confirma lo que pensó cuando la vio por primera vez en México, que es una obra maestra, sino que afirma: “Los 400 golpes es el cine del futuro. Mientras se anticipa es necesario gozar de su delicada belleza, su tenue poesía, su lívida candidez: este también puede ser el último cine”. Las críticas ponen en evidencia su notoria admiración por el cine norteamericano, así como por Alfred Hitchcock. Entre la cinematografía de este último, sentía una declarada admiración por Vértigo, “no solamente el único gran filme surrealista, sino la primera obra romántica del siglo XX”.

¿Qué en algunas ocasiones se equivocó? Es cierto. Pero es algo que forma parte —y nunca mejor dicho— de los gajes del oficio, y a lo cual prácticamente ningún crítico ha logrado escapar. Él mismo admitió sus errores al cabo de los años, e incluso los señala autocríticamente en algunas de las notas que encabezan los comentarios. De todas esas equivocaciones, Cabrera Infante lamentó, en especial, “una, para mí vergonzosa, crítica a Casablanca en la cual pongo por los suelos a esa extraordinaria maravilla vista en La Habana en 1956”.

Pero en definitiva, y suscribo las palabras de Tomás Delclós, Un oficio del siglo XX “ es un libro que despierta una adhesión inmediata no porque uno vaya a pensar lo mismo que Caín de todas las películas que comenta sino porque es un halago a la inteligencia y al placer de la lectura”.

La lengua de Caín

A manera de botón de muestra, he preparado una mini antología con fragmentos extraídos del libro de Cabrera Infante. Disfrútenla.

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El diario de un cura rural no es un film, es un cilicio. Pocas cintas tan angustiosas, tan aplastantes, tan desoladoras como esta. Su intención es hacer padecer al espectador las angustias espirituales del pequeño cura de aldea, sin recurrir a la descripción externa, no hablando nunca de los sufrimientos del párroco, sino situando al espectador entre la sotana y el alma, junto al corazón encogido por el temor de Dios, agotado por el amor de Dios.

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El magnífico matador es una magnífica muestra del Arte de Ver una Película de Toros: «Que sale el toro, cierre los ojos. Que no los cierra, se los cierra el sueño».

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Locuras de verano (Summertime) es el último vehículo para conducir a Katherine Hepburn a la cima: después de verla no habrá que pensar mucho a la hora de escoger a la mejor actriz de Hollywood. Ella es el film. Sin ella no existiría. Sin ella y sin Venecia, claro.

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Las vacaciones de Monsieur Hulot es una obra maestra del cine cómico. Y del otro también.

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Camille es la misma cebolla banal con que lloró nuestra madre. Pero lo que la salvaba entonces del pañuelito empapado, del suspiro y el ridículo, es lo que la salva del olvido veinte años después: la delicada, sintética, hábil dirección de George Cukor (La rubia fenómeno, Nace una estrella) y la presencia —sublime para muchos; imposible para otros: ajena para el cronista— de Greta Garbo.

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El problema de Harry o El tercer tiro (The trouble with Harry) es una cinta insólita. Es también la mejor de las cintas (en colores) de Alfred Hitchcock y junto con Treinta y nueve escalones y Pacto siniestro integra la trinidad malvada del macabro humor hitchcockiano: no hay peor muerto que el cadáver renuente.

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Tan audaz que hace aparecer a El tercer hombre como académica y tan perfecta que La dama de Shanghai luce un ensayo inmaduro, Mr. Arkadin es la apoteosis de la intriga: un film de rara perfección: el puzzle para iniciados.

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La Strada ha sido considerada un apéndice del neorrealismo. No hay tal. No hay más relación de este film con la realidad inmediata —que es a lo que aspira el neorrealismo, con el último término de la ecuación, el film-encuesta, donde el director es una especie de reportero policíaco-sociológico-económico y el actor, un hombre que acertó a pasar a la hora del survey— que la que pueda tener, por ejemplo, La quimera del oro con la realidad del Klondike y los prospectors del Yukon. Si a algo se acerca La Strada es a un neosurrealismo cristiano en que las viejas imágenes sorprendentes, el aura del sueño, el realismo mágico y el absurdo cotidiano, están puestos al servicio del amor.

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Adán y Eva prueba que el único castigo al pecado capital es el bostezo.

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Trapecio ha sido filmada en colores y con un reparto (Burt Lancaster, Gina Lollobrigida, Tony Curtis) como para atraer al cine a todos los espectadores: de un sexo, del otro y del otro. Pero eso es todo (…) La Lollo enseña su cuerpo con naturalidad, porque ella es en realidad una exhibicionista: si no cobrara el sueldo fabuloso que cobra en este film ($200.000), todavía seguiría exhibiéndose. La única sorpresa legítima es que Tony Curtis puede actuar.

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Calabuch es, hasta ahora, la mejor comedia del año. Pero también es algo más: Calabuch cala mucho. Debajo de su exterior fácil y lleno de pasos de risa hay toda una actitud de atenta observación interna. El cine español es el lazo en que se atrapará la conciencia del país. Primero ¡Bienvenido, Mr. Marshall!, luego Muerte de un ciclista y hoy Calabuch (y en cierta forma reducida Calle Mayor e Historias de la radio) contribuyen como trompetillas —la trompeta reducida a la magna escala del humorismo— de Jericó a resquebrajar la gran muralla.

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El sueño de una noche de verano es una fragante, hermosa y poética pantomima en la que Jiri Trnka (se pronuncia Trenka) ha tomado a Shakespeare como pretexto para iluminar el irresistible mundo de sus marionetas. Trnka —ahora en la mitad de su vida y con el aspecto de un bondadoso patrón normando o mejor todavía: un Stalin bonachón— es uno de los pocos poetas naturales del cine, y algún día se verá si debe envidiar algo a Walt Disney. Para mí, Trnka es casi un mago, y recuerdo con amor su versión de El ruiseñor y el emperador, el viejo cuento de Andersen, narrado por Boris Karloff con algo que no puede menos que ser descrito como maestría indescriptible.