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El “Napoleón” de Kubrick

¿Podrá Spielberg mostrar el misterio que nunca se iba a solucionar?

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Recientemente, Steven Spielberg anunció que está trabajando en la re-escritura del guión de Napoleón de Stanley Kubrick: lo convertirá en una serie para la televisión, en vez del filme que intentó hacer Kubrick, de unas tres horas de duración.

Ya Spielberg realizó en 2001 el otro guión no filmado por Kubrick, Inteligencia artificial, un proyecto que remitía a 1970.

Kubrick, fascinado por Napoleón, estuvo trabajando sobre el emperador entre 1961 y 1971, cuando definitivamente se resignó a no filmarlo. Su primera elaboración de un guión, data de 1961. Tras 2001: odisea del espacio (1968), el proyecto se encauzó. Kubrick terminó el guión (aun si acostumbraba a modificarlos durante la filmación) el 29 de septiembre de 1969, en un acaso clin d’oeil a Napoleón, nacido en Ajaccio, Córcega, el 15 de agosto de 1769: su aniversario doscientos se celebraba ese año.

El Napoleón de Kubrick ha sido llamado el “filme imposible”. El propio director decía que iba a ser “el filme más grande de todos los tiempos”, the greatest movie ever made. Se burlaba del Napoleón (1927) de Abel Gance; no menos, de Waterloo (1970) de Serguei Bondarchuk, que le parecía una película “horrible”.

No obstante, el Napoleón de Gance, una de las mejores realizaciones del cine mudo, se considera la mejor transposición de Bonaparte a la pantalla. Tan sólo comprende, de la vida del gran corso, desde su isla natal hasta la primera campaña de Italia, en 1796. Aún así, dura en la versión del propio Gance unas nueve horas. Las otras versiones, duran entre cuatro y siete horas. Uno se pregunta cuánto habría durado el Napoleón final de Gance, hasta la muerte del emperador prisionero en Santa Helena. Gance nunca pudo filmar el resto (le faltaron cinco partes más): era otro “filme imposible”, por el costo. Se tuvo que contentar con Austerlitz (1960). ¿Cómo Kubrick estaba tan seguro que su biografía del emperador sería (mucho) mejor que la película silente de Gance?

Fue un sueño del cineasta norteamericano no desprovisto de locura. Quizás inconscientemente Kubrick sabía que no era más que un sueño que no podía llevar a la práctica, porque el tema de los “sueños”, o del “ensueño” sienta la pauta del guión. La primera escena tiene lugar en el dormitorio de los hermanos Bonaparte, en Ajaccio. Napoleón, con cuatro años, se está quedando dormido, mientras Letizia, la madre, le lee un cuento. El niño tiene un osito de peluche en sus brazos, y “soñador, se chupa el dedo”: he dreamily sucks his thumb. Como si para Kubrick el adverbio dreamily definiría a Napoleón.

En la penúltima escena, Bertrand (uno de los acompañantes del emperador en Santa Helena) se está quedando dormido, mientras cuida de Napoleón, ya enfermo, quien se despierta y le dice a Bertrand que ha soñado con Josefina. La última escena tiene lugar en el dormitorio de Letizia, en Roma, después de la muerte de su hijo. La Mamma no duerme sino que sufre, devastada. La cámara se mueve lentamente fuera de Letizia, para mostrar un armario, en cuyo interior se apilan viejos juguetes de niños (como soldaditos de madera): entre ellos, el osito de peluche con el que Napoleón dormía. ¿Es el osito un guiño al Rosebud de El ciudadano Kane de Orson Welles?

Como si se creyera Napoleón él mismo, Kubrick se sumergió en un proyecto colosal, megalómano, que no tenía fin. Afirmaba que si Napoleón había dicho: “¡Qué novela, mi vida!”, era porque entonces no existía el cine; habría dicho: “¡Qué filme, mi vida!”. Él, Kubrick, le haría al emperador ese filme.

Para ello, efectuó toneladas de búsquedas. Además de sus lecturas y correspondencia con especialistas, se asesoró con Felix Markham, autoridad napoleónica y biógrafo del emperador, quien, por otra parte, le otorgó 20 de sus estudiantes a Kubrick, en un intenso programa de investigación.

La obsesiva meticulosidad de Kubrick llegaba a, por ejemplo, preguntarse si Napoleón había celebrado el día del nuevo año en 1799, ya que la Revolución podía haber prohibido esa fiesta. Para determinarlo, le bastaba con uno de esos estudiantes del académico de Oxford, quien partía a investigar sobre esa sola cuestión. (Finalmente, la fiesta de año nuevo no aparece en el guión.)

Envió a su asistente, Andrew Kirvin, a tomar fotos de locaciones en, entre otras, Austerlitz, la isla de Elba, Waterloo. (Aunque no tengo la confirmación, no dudo que lo haya mandado también a Santa Helena, el lugar más inaccesible del mundo; en ese año de 1969, en que se estaba terminando el trabajo para comenzar la filmación, un barco hizo el viaje especialmente a la isla en ocasión del bicentenario, o lo mismo Kirvin pudo haberse embarcado en el Royal Mail Santa Helena, el único medio de transporte y aprovisionamiento de ese territorio británico.) Kirvin regresó de su periplo con 15.000 fotos de locaciones.

El perfeccionismo de Kubrick asimismo lo condujo a plantearse cuestiones como las de las posiciones de los caballos en los combates, o la exacta “conformidad” histórica de cada uniforme. Reunió 17.000 imágenes de época.

Cada personaje del filme tenía asignada una ficha de color, con la historia de toda su vida, aun si apareciese en pantalla menos de un minuto.

Previó 50.000 figurantes como soldados para las batallas. En la escena correspondiente al inicio de la primera campaña de Italia, se lee en el guión: A spectacular shot of the French Army on the march —about 5000 men. Más adelante, precisa: Military band: 500 men. En la campaña de Rusia, escribe Kubrick: Impressive shot of Grand Army on the march. Maximum numbers: 50,000.

Cada uno de esos figurantes sería pagado entre $3 y $5. El problema era vestirlos a cada uno. Los uniformes serían de papel, al costo de $4. Kubrick había hecho pruebas: de lejos, decía, se veían bien esos uniformes.

Todo el material del proyecto faraónico se colocó en 88 cajas, de las que Kubrick jamás quiso separarse (las trasladaba de casa en casa cuando se mudaba), pese a que sabía que nunca lo iba a filmar. Hacia 1971, la Metro Goldwyn Mayer lo había cancelado.

Kubrick, con su obsesión por el corso y sus inseparables cajas, más la certeza que lo habitaba de que sería el mejor filme de la historia. Un filme, sin embargo, que no se vería: el quimérico Napoleón de Kubrick se convirtió en el misterio que nunca se iba a solucionar.

(La indagación casi sin fin para el filme era también la exploración del enigma de Napoleón.)

En 2009, la editorial Taschen reunió en diez libros, en un cofre, todas esas búsquedas, correspondencia, imágenes, etc., bajo el título: Stanley Kubrick’s Napoleon. The Greatest Movie Never Made. La edición, limitada a 1000 ejemplares, está agotada, hasta tanto sé.

¿Cuál podría ser el fruto de la faena de Spielberg sobre la base de Kubrick? Desde luego, será su filme, el de Spielberg. Ya en Inteligencia artificial había decepcionado, respecto de lo que pudo haber sido el “original”. Y si se hacen casi todas las escenas de batallas por medio de computadoras, el producto daría una sensación de falsedad, inexactitud: justo lo contrario de la verosimilitud grandiosa, épica, pero precisa hasta el detalle más intangible que obsesionó a Kubrick.

Aunque esta minuciosidad revele los meandros creativos de un genio, y aunque, naturalmente, Kubrick no estaba loco, en tal manía quizás hubo algo demencial, como si Napoleón lo hubiese trastornado.

¿Por qué todos los locos se creen Napoleón? Le escuché una respuesta en cierta ocasión a Jean Tulard: “¿Alguien imagina a un loco que se crea Charles de Gaulle? Imposible”. Habría que preguntarse qué creían ser los locos antes del advenimiento de Napoleón. Hasta el mismo Nietzsche, en su enloquecimiento final, creyó ser el emperador que venía a liberar a Europa e instaurar el “reinado de la luz”.

Si la muerte no lo hubiese sorprendido, François Furet habría terminado una biografía de Napoleón (así como el prefacio al Libro negro del comunismo). Patrice Gueniffey estima, sobre la base de los textos que Furet dejó sobre el emperador, que es él quien mejor permite comprender el poder de fascinación que ejerce Napoleón. No hay que preocuparse, más allá de su desdicha, porque los pobres desquiciados se coloquen una mano sobre el estómago y digan que van a invadir a Inglaterra, sino inclinarse sobre lo que su insania expresa sobre el espíritu humano. Napoleón, según Furet, es un “modelo y un sueño” (lo último, curiosamente conecta con la visión de Kubrick). Lo que Bonaparte le dice a la imaginación moderna es la creencia, que era la suya, y que continúa siendo la nuestra, o queremos que lo sea, de que nuestro destino no podrá resistirse a nuestra voluntad. Bonaparte lleva en sí, el sueño de cada uno. El hombre sin ancestros que se hizo “rey de reyes”, que se creó a sí mismo por la fuerza de su voluntad, su trabajo y su talento. Es el hombre que hizo de su vida un destino, elaborándolo en cada paso, incluso en los finales, con el regreso de la isla de Elba y, luego, al escoger el “martirologio” (decía: “si Jesús no hubiese muerto en la cruz, no habría sido Jesucristo”) en Santa Helena. Diseñó hasta su posteridad. Es el hombre que se ha elevado hasta cumbres inéditas, quien, por su genio, ha sobrepasado todos los límites conocidos. Así, es más un sueño que un modelo. Lo que explica que, como figura del individuo moderno, los asilos estén llenos de locos que creen ser el corso.

Un caso sintomático ha sido el de Albert Dieudonné, el actor que interpretó a Napoleón en el filme homónimo de Abel Gance. Se alaba su asunción del emperador como la mejor en la historia del cine. Aunque era un actor reputado, Gance no lo quería. Para convencer al director, Dieudonné le propuso que se pasara una noche a la puerta del dormitorio del emperador en el castillo de Fontainebleau. Él, Dieudonné, dormiría en la cama de Bonaparte, y a la mañana siguiente, abriría la puerta. Entonces, Gance diría si lo aceptaba o no para el rol. Gance consintió, y poco antes del amanecer Dieudonné abrió la puerta. Gance cayó, como Saulo de Tarso del caballo a la entrada de Damasco. Fulminado por el rayo que vio en el rostro del actor, reconoció al emperador e ipso facto le dio el papel.

Durante la filmación, Dieudonné comenzó a enloquecer. No se estaba identificando con Bonaparte, sino que lo era. Mientras no hacía de Napoleón para Gance, escribía una novela, titulada Yo, Napoleón César, que después publicó.

Tras el estreno del filme, Dieudonné continuó siendo Napoleón, pero no en la manera en que lo fue esa noche para Gance en Fontainebleau o para los espectadores, sino para él mismo. La locura le impidió continuar su carrera en el cine, que ya antes había sido exitosa. Para ayudarlo a ganar algún dinero, los amigos le organizaban conferencias que “el emperador” daba, sobre temas diversos. Como se hace con los desvariados, le seguían el juego. Al final de su intervención, no le aplaudían, lo cual no se hace, desde luego, con un emperador.

Más que el fantasma de Dieudonné, es el de Abel Gance el que se está revolviendo en su tumba, con el anuncio de Spielberg de que retoma el Napoleón de Kubrick. Como ya ha sido apuntado, Kubrick despreciaba a Gance y, por otra parte, sabía que éste quiso hacer la obra hasta el fin en Santa Helena. Gance, al menos, logró en vida más que Kubrick, con su filme de 1927 y luego con Austerlitz. Pero ahora Spielberg ha asumido el proyecto napoleónico total del autor de la versión cinematográfica de Barry Lyndon, la novela de Thackeray. Con independencia del resultado, a Gance, donde quiera que se encuentre, no debe gustarle este reto.

(Agradezco a Alejandro Armengol por sus precisiones y valoraciones.)


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