Actualizado: 18/04/2024 23:36
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Literatura, Literatura rusa, Poesía

El peso de la palabra en libertad

Históricamente, los poetas y, en general, los escritores han tenido en Rusia una influencia social que en otras naciones no poseen

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En El vértigo, el excelente y estremecedor testimonio sobre la odisea de frío, hambre, enfermedades y terror que fueron los diez años que pasó en cárceles y campos de trabajo forzado, Evgenia Ginzburg cuenta cómo descubrió que la literatura podía ayudarla a sobrevivir. Enfrentada a aquella barbarie sin retorno, encontró consuelo en la poesía de Pushkin, de Lermontov, de Maiakovski. “La literatura —escribió el novelista español Antonio Muñoz Molina en el prólogo a ese libro—, en esas situaciones límite, en ese momento en el que alguien se enfrenta a los extremos del dolor, deja de ser un entretenimiento, un adorno cultural y se convierte en algo tan material y tan alimenticio como un trozo de pan o una cucharada de sopa caliente”.

Ginzburg relata que un día dedicó la tarde a Pushkin. “Mentalmente di una conferencia sobre el poeta y luego repetí de memoria todos los versos que recordaba de él. La memoria, liberada de todos los estímulos externos, se desarrolla, como una crisálida se transforma en mariposa. ¡Qué milagro! Conseguí recordar toda «La casita en Kolomna». Perfecto: tendría hasta la hora de la cena”. Otra vez recitó en voz alta para una de sus compañeras de cautiverio: “En lugar de darle las buenas noches, recitaba a Julia los versos de Nekrasov: «Dormirse… Y viene el buen sueño y el preso se convierte en zar»”. Descubrió que no era la única en buscar sosiego en la poesía, y a partir de entonces la poesía sirvió para unirlas. (Es oportuno señalar que esa capacidad de poder citar poemas enteros de memoria representaba el emblema indiscutible de una educación humanista. También era parte integral de la identidad cultural de aquellas personas que se tenían a sí mismas como cultas, aunque su actividad laboral nada tuviese que ver con la literatura.)

Recuerda además un hecho ocurrido cuando las trasladaban en un vagón hasta Siberia. Para no perder el tiempo inútilmente, decidieron que cada una hablara de la materia que mejor conocía: agricultura, medicina, historia. A Ginzburg le tocó recitar a Pushkin. Lo hizo durante un buen rato. En un momento dado, el tren se detuvo y se abrió la puerta del vagón. El jefe de escolta asomó su jeta y vociferó: “¡Entregar el libro!”. Y como no obtenía respuesta, insistió: “¡He dicho que se me entregue el libro! ¡Starotsa del séptimo vagón! ¿Qué está haciendo? ¡He dicho que lo entregue! O lo van a pasar mal. ¡El cielo les va a parecer más pequeño! ¡Eh, Misenko! Vamos a buscar el libro. Y para todas, régimen de castigo. Así aprenderán a no violar el reglamento durante el traslado y a engañar a la escolta”.

Una de las mujeres trató de convencerlo de que en el vagón no había ningún libro. Eso enfureció al escolta: “¿Me ha tomado por un imbécil? ¿No hay libros? Durante una hora he estado al pie de este vagón escuchando cómo leía en voz alta las poesías del libro…”. No hubo modo de hacerle comprender que las poesías eran recitadas de memoria. La starotsa, es decir, la presa que había sido designada responsable del grupo, le sugirió entonces que lo comprobase e hiciera recitar a la prisionera. “Tiene una gran memoria, ciudadano comandante. Hasta nosotras nos hemos maravillado. Una verdadera atracción. Hágala recitar…”. El hombre por fin consintió y dijo que, si Ginzburg era capaz de leer seguido por media hora sin libro, la creería. “Siéntese, ciudadano comandante. Se cansará de escucharla de pie”, le recomendó una prisionera. Ginzburg recitó de memoria Eugenio Oneguin, la novela en verso de Pushkin. La cara del escolta fue pasando de la amenaza a la sorpresa y a la curiosidad bondadosa. Escuchaba con atención, se reía y se apenaba en los momentos debidos y en algunos pasajes incluso se entusiasmó.

En mayo de 2016, Evgueni Evtushenko viajó por enésima vez a La Habana. En esa ocasión, para participar en el Festival Internacional de Poesía. Pese a ser una figura de prestigio internacional y a tener con Cuba unos vínculos que datan de varias décadas (llegó por primera vez en 1961 como corresponsal del diario Pravda), su estancia fue ignorada por la prensa oficial. Probablemente, esa debió ser una de las causas de que en la lectura de poemas que entonces dio contase con un auditorio reducido.

Qué pensaría el poeta, novelista y cineasta ruso al leer sus textos ante tan pocas personas. Él, que junto con Andrei Vosnesenski, Bella Ajmadúlina y Robert Rozhdestvenski, fue uno de los principales representantes de la “poesía de los estadios”. Un apelativo que, lejos de poseer un sentido figurado, tenía un sentido literal. Durante la etapa del deshielo, esos autores eran muy populares, sobre todo entre los jóvenes. Sus lecturas congregaban una audiencia tan multitudinaria, que era necesario realizarlas en arenas deportivas.

De esos creadores pertenecientes a la generación del 60, Evtushenko era sin discusión el más popular de todos. Es además el más conocido fuera de su país. Además de que su obra se ha traducido a 72 idiomas, ha leído sus poemas en 96 países. Sin embargo, en ellos no ha de haber congregado las 50.000 personas que acudían a escucharlo en la extinta Unión Soviética. No obstante, la fuerza de sus versos y de su voz también ha demostrado tener allí un buen poder de convocatoria. Por ejemplo, en el libro Remembranzas: anécdotas, memorias y personajes de la izquierda en México, Eduardo Ibarra Aguirre anota que a principios de la década de los 60, Evtushenko llenó la Arena México, un sitio donde se celebran competencias de lucha libre.

La poesía estaba por encima de todo

En la extinta Unión Soviética, Evtushenko fue pionero en leer en las plazas rusas y en los estadios ante multitudes. Asimismo, en dos ocasiones ha llenado el Teatro del Kremlin, con capacidad para 6.500 personas. Una de las claves de su popularidad en la década de los 60, fue que dio voz a toda una generación que deseaba expresarse libremente. Como él dice, “yo soy un escritor para esos que no lo son”. No obstante, me atrevo a afirmar que de todas las numerosas lecturas que ha dado, él ha de recordar de manera muy especial una que rememora en su novela No te mueras antes de morir: “Cuando encaramado ante la multitud que luchaba por parar el golpe de Estado de agosto de 1991 recitaba mi poema ante 200.000 espectadores, pensaba que vivía un momento histórico que había que salvar. Porque yo creo en mi memoria, por eso no bebo vodka, que acaba con ella, sino buen vino, que ayuda a conservarla”.

En 1963, el poeta y novelista alemán Hans Magnus Enzensberger fue invitado a la Unión Soviética, para participar en un encuentro de escritores. Pasados los años, plasmó sus recuerdos de ese y otros viajes en el libro Tumulto, publicado en 2014. Cuenta allí que, para atender a la delegación extranjera, fueron asignadas dos personas, que “debían proteger de cuestiones inoportunas no solo al huésped, sino al Estado”. Una de ellas era un hombre enclenque, de unos treinta o treinta y cinco años, llamado Konstantín Bogatiriov. Cuando notó su deteriorada dentadura, Enzensberger le preguntó y el intérprete le contestó que era un suvenir de su reclusión en un campo de trabajo forzado en los Urales.

Enzensberger comenta sobre él que su verdadera pasión “nunca había sido la política, sino la poesía. Quizá fue ese el motivo de su perdición, quizá copió y difundió versos prohibidos. Así lo sugería el hecho de que supiera citar de memoria poemas de Ósip Mandelstam, y también las Elegías de Duino, de Rilke, e incluso en alemán”. Y luego apunta: “Personajes como él nunca han faltado en la intelligentsia rusa. Quizá fue ese el motivo de su perdición, quizá copió y difundió versos prohibidos. Kostia encarnaba el ethos de aquellas personas para las que la poesía estaba por encima de todo, un tipo de culto que no existía en nuestro país desde hace tiempo”.

En julio de 1980, el poeta español José Agustín Goytisolo estuvo en Moscú, ciudad que en ese momento acogía los Juegos Olímpicos. Como él contó en un artículo, un día vio una impresionante multitud congregada en la Plaza Taganka. Preguntó de qué se trataba y le dijeron que había muerto Vladimir Visostky, un poeta, cantante y actor, y aquella gente había acudido a darle el último adiós. Ignoro si entonces le comentaron que los periódicos más importantes no publicaron ni una sola línea sobre su fallecimiento. Solo aparecieron una escueta nota necrológica en el diario Cultura Soviética y un breve comunicado en Moscú Vespertino. Las autoridades soviéticas se esforzaron para que la muerte de Visotsky no tuviera trascendencia y se ocuparon de que el entierro se gestionase con rapidez.

Sin embargo, ese premeditado silencio no impidió que la noticia se divulgara mediante el boca a boca entre los moscovitas. Una vez enterados, estos acudieron masivamente a despedir a su ídolo más venerado. Muchos abandonaban las competencias de las Olimpiadas para asistir al entierro de Visotsky, que convocó a más de un millón de personas. Muchas de ellas, llevaban, además de flores, fotos del escritor y cantante. Una columna de varios kilómetros recorría las calles de Moscú para acompañar el cortejo fúnebre. Al paso de este, otras personas se asomaban a las ventanas de sus casas, en cuyo interior se escuchaba la voz ronca de Visotsky.

Textos suyos fueron copiados a mano y pegados en paredes, tubos de desagüe y ventanas. La gente leía sus poemas y de vez en cuando miraban a un lado y otro, para ver si los estaban fotografiando. Pero extrañamente, la milicia estaba ausente. Privado de publicidad y pompa oficial, el entierro se convirtió en un acto de desobediencia civil, en un referéndum espontáneo sobre la libertad y la censura en el arte. Por supuesto, los participantes en ese tributo estaban conscientes de que hacían algo ilegal. Pero la presencia de numerosos extranjeros que asistían a las Olimpiadas obligó a las autoridades soviéticas a actuar con cautela.

A pesar de su celebridad y su reconocido talento, al morir Visotsky no era miembro de la Unión de Escritores ni de la Unión de Compositores. Los dirigentes y comisarios de la cultura nunca lo aceptaron del todo. Incluso hubo uno que tuvo la torpeza de sugerir que Visotsky había fallecido en esa fecha para fastidiar. Aludía a que en ese momento Moscú era sede de los Juegos Olímpicos y a que la Unión Soviética había recibido la condena internacional por la invasión de Afganistán.

Eso no impidió a Visotsky trabajar sin mayores problemas como actor. Intervino en 30 filmes y formó parte del elenco del Teatro Dramático Pushkin y el Teatro de Drama y Comedia Taganka, donde permaneció hasta su fallecimiento. En esta compañía, además de componer canciones para varios montajes, alcanzó gran celebridad por sus interpretaciones de los roles protagónicos de Hamlet y Vida de Galileo. Un año después de su muerte, Yuri Liubímov, director del Taganka, montó un espectáculo con canciones y textos de Visotsky, pero fue prohibido antes del estreno. En su libro autobiográfico El fuego sagrado, el teatrista le dedica un capítulo a Visotsky. De la traducción francesa, he extraído este fragmento:

“Como Chaplin, Visotsky era amado por gentes muy diferentes: por los intelectuales, por los soldados y también por los detenidos de Kolyma (…) En pocos años Visotsky devino un verdadero ídolo, un personaje casi legendario. Sus admiradores lo aguardaban a la salida del teatro con el único propósito de verlo por unos instantes. Pero como todo artista demasiado popular, el Gobierno no lo estimaba: todos los medios fueron buenos para impedir que grabase un disco o publicara sus poemas. Sus recitales eran prohibidos en el último momento, y los organizadores eran sometidos a toda clase de presiones. Las autoridades no perdonaban a Visotsky que se hubiese convertido en un poeta célebre sin su permiso”.

Portadores de la libertad

En vida, apenas pudo grabar seis discos que solo incluían cuatro canciones. Pero sus conciertos eran grabados rudimentariamente en magnetófonos de cinta y casete y reproducidos después en millones de copias que circulaban por todo el país. En sus textos poéticos y sus canciones, Visotsky hablaba de la amistad, la guerra, el amor, pero también de la vida cotidiana, que mostraba sin adornarla ni embellecerla. Esa era una de las razones que explican la devoción que varias generaciones sienten por él. Su fama como poeta se extendió a través de las presentaciones en clubes, fábricas y universidades, así como de la distribución masiva de casetes ilegales.

Llegó a dar cinco conciertos en un día. Terminaba con la voz quebrada y los dedos ensangrentados de tocar durante varias horas. Esa entrega tan absoluta motivó que Andréi Vosnesenski comentara que cuando Visotsky cantaba él sentía miedo: “Ese hombre podía degollarse, así, justo delante de los ojos de todos”. Los cubanos disfrutan el privilegio de ser los únicos lectores hispanos que cuentan con una edición de sus poemas. En 2010, Ediciones Matanzas publicó la antología Aún estoy vivo, seleccionada y traducida por Juan Luis Hernández Milán.

He recurrido a los ejemplos anteriores para ilustrar una verdad que Evtushenko resumió con estas palabras: “En Rusia, un poeta es más que un poeta”. En efecto, históricamente los poetas y, en general, los escritores han tenido en ese país un peso social que en otras naciones no poseen. Es algo que tiene mucho que ver con una circunstancia política muy particular: Rusia nunca llegó a conocer la democracia. Pasó sin transición del zarismo a la autollamada dictadura del proletariado. El pasado autoritario fue sustituido por un presente igualmente totalitario.

“Los escritores rusos —han señalado Vitali Shentalinski y Ricardo San Vicente—, crecidos en espacios donde la libertad no ha abundado, siempre se han sentido portadores de esta libertad; por eso su suerte casi siempre ha sido aciaga”. Ese vacío de libertades dio lugar a que, aunque no se lo hubiesen propuesto, los autores pasaran a ocupar el lugar que correspondía a las figuras públicas capaces de estimular la reflexión y el pensamiento. Muchos libros adquirieron así una trascendencia que rebasaba lo estrictamente literario, pues como expresa un proverbio ruso “una palabra de verdad pesa más que el mundo entero”.

Para avalar esta última afirmación, me apoyaré en Réquiem, el largo poema de Anna Ajmatova (entre las traducciones que existen español, figuran las de los cubanos José Manuel Prieto y Justo E. Vasco). Se trata, cito al poeta Joseph Brodski, de “un ciclo de poemas que describen la ordalía de una mujer cuyo hijo es detenido y lo espera junto a los muros de la prisión con un paquete, para él, y que se escabulle a través de las puertas de las oficinas estatales a fin de averiguar el destino de él (…) La fuerza de Réquiem radica en el hecho de que la biografía de Ajmatova era más que corriente. Este réquiem llora con los que lloran: madres que perdían hijos, esposas convertidas en viudas, y a veces ambas cosas a la vez, como en el caso de la autora. Es una tragedia en la que el coro perece ante el héroe”.

Ajmatova empezó a escribir Réquiem en 1938. Se lo recitó a unas pocas amigas, que se lo aprendieron de memoria. Si alguna de ellas lo hubiese copiado y se lo hubieran hallado en un registro, habría ido a parar a la cárcel o a un gulag. Su autora además nunca se sometió a las exigencias del partido, y esto era algo que las autoridades sabían. La firmeza con que mantuvo esa actitud de no colaborar con el régimen estalinista fue algo que le hicieron pagar con creces, al hacerla correr la suerte de los perseguidos. Conoció a otras personas que también lo fueron y escribió: “Quisiera, una a una, llamarlas por sus nombres, / mas me han robado la lista, ya nunca podé hacerlo”.

Los anteriores son versos pertenecientes a su Réquiem, que años después circuló clandestinamente en forma de samizdat y le reportó una gran popularidad. Aquel poema le permitió hablar a sus compatriotas y decirles algo que otros escritores callaban. Para hacerlo, se valió del mejor medio expresivo, pues como sostiene Brodski, “en ciertos períodos de la historia, solo la poesía es capaz de enfrentarse a la realidad condensándola en algo aprehensible, algo que de otro modo no podría ser retenido por la mente”.