Actualizado: 15/04/2024 23:17
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Ensayo, Historia, URSS

El terror y la utopía a vuelo de pájaro

A través de un pormenorizado estudio del día a día en Moscú en el año 1937, el alemán Karl Schlögel ha logrado una de las radiografías más agudas y abarcadoras que se han escrito sobre la Unión Soviética bajo el estalinismo

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Un libro pavoroso. Tiene casi mil páginas, y casi ninguna de ellas deja de ser aterradora. Schlögel concentra su lupa erudita de historiador en una sola ciudad, en un solo año, el del despliegue máximo de las purgas de Stalin, fijándose en detalles singulares en los que nadie más ha reparado. El libro de Schlögel agrava los insomnios de los hoteles. Antonio Muñoz Molina

Confieso que soy lector de libros de ficción, esencialmente novelas. Rara vez, por no decir que ninguna, frecuento géneros como la biografía y el ensayo. Naturalmente, lo hago cuando tengo que escribir un trabajo y necesito consultar bibliografía. Pero no me refiero a ese tipo de lectura. Hablo de la de los libros que siempre descansan sobre mi mesita de noche y en los cuales me sumerjo una o dos horas, antes de dormir. Constituyen lo que pudiera denominar lectura recreativa, aquella que hago por no por obligación o por necesidades profesionales, sino por simple y puro placer.

Por eso era altamente improbable que despertase mi interés como lector un libro como Terror y utopía. Moscú 1937 (Acantilado, Barcelona, 2015, 999 páginas). Nótese además que se trata de una obra muy voluminosa, lo cual en muchas ocasiones es algo que desanima. Sin embargo, el tema era para mí sumamente atractivo. También obraba a su favor el hecho de que la editorial se distingue por poseer un catálogo en el cual la calidad es nota dominante. Se sumó, por último, algo que acabó de convencerme: la crítica ha sido unánime en los elogios. Así que no albergué más dudas y encargué el libro por Internet.

Ha sido el dinero mejor invertido, como también la fue el tiempo dedicado a su lectura. Junto con Los susurradores, de Orlando Figes, que en su momento este cronista comentó en este mismo periódico, es la radiografía más aguda que se ha escrito sobre la Unión Soviética bajo el estalinismo. ¿Cómo es posible abarcar un período tan amplio cuando, como adelanta el título, el libro se centra en prácticamente 12 meses?, se ha de preguntar con mucha lógica más de un lector. Ese es precisamente uno de los muchos méritos de esta obra excepcional. Mediante un pormenorizado estudio, bien investigado y excelentemente escrito, su autor, el historiador y académico alemán Karl Schlögel (1948), consigue fijar las características esenciales de una de las etapas más dramáticas y perturbadoras de la historia moderna.

Conviene señalar, no obstante, que la elección de 1937 es del todo justificada. Hay años terribles y aquel fue, para Rusia, el peor de toda su historia en el siglo XX. Significó un punto de inflexión y también el momento de consolidación del régimen totalitario. Asimismo, marcó el punto cumbre de la paranoia estalinista, que tras el asesinato de Serguéi Kirov en 1934 puso en marcha el Gran Terror. Solo en aquel año la espiral represiva se cobró 1 millón y medio de víctimas. Pero como apunto Schlögel, si se suman los casos de muerte como consecuencia de las condiciones infrahumanas en los campos y prisiones, es preciso atribuir a la represión un total de 2 millones de víctimas.

Pienso, pues, que eso puede arrojar luz sobre las razones que llevaron a Schlögel a tomar la decisión de centrarse en 1937. Él además comentó en una entrevista que aquel año “marca una cesura muy clara, incluso el corte producido por la Revolución de Octubre queda relativizado, ya que la destrucción de la antigua Rusia no tuvo lugar en 1917 sino a partir de 1929 con la colectivización y la industrialización, y en 1937 es un punto culminante”. Y luego agrega: “Pero ese año no hay que verlo de forma aislada, sino que forma parte de un proceso, de un contexto de conflicto interno, de una especie de guerra civil que afecta a gran parte de la población a través de la colectivización, que yo relaciono con la violencia, las deportaciones, la hambruna, los enormes movimientos migratorios y el terror masivo de ese año”.

Schlögel sigue el concepto de cronotopo creado por Mijaíl Bajtin, es decir, la unidad de tiempo y espacio. Aparte del año 1937, escogió a Moscú como ámbito urbano, político, sociológico, cultural, científico que pasó a ser una metáfora de la Unión Soviética. Moscú era a la sazón una urbe moderna que vivía un crecimiento sin precedentes. Desde allí se dirigía todo el país, que se hallaba en pleno proceso de industrialización. Pero esa ciudad que dejaba boquiabiertos a los visitantes era a la vez el epicentro del terror desatado en aras de la construcción de una nueva sociedad. El terremoto sangriento que entonces se ponía en marcha se saldó con uno de los mayores genocidios cometidos en tiempos de paz.

El primer capítulo se titula “El vuelo de Margarita” y Schlögel lo inicia remitiéndose a un pasaje de El maestro y Margarita, de Mijaíl Bulgakov. Es aquel en el cual esos dos personajes se despiden de Moscú y emprenden el vuelo hacia la libertad. El historiador alemán declaró que esa escena le dio la clave para poder contar la historia que aborda en su libro. Según él, hasta el final no tenía claro cómo reunir los episodios de todo lo ocurrido en 1937. Halló la solución precisamente en la novela de Bulgakov: “Es preciso alzarse en el aire para poder ver la panorámica de un escenario en su conjunto”. Una vez leído el libro, hay que concluir que esa mirada a vuelo de pájaro ha sido una estrategia muy acertada para hablar acerca de la vida de los moscovitas bajo la sombra omnipresente e invisible de la NKVD.

En 1937, Moscú mostraba el rostro cambiante de una urbe en plena efervescencia. Era una ciudad invadida por andamios y grúas. Como apunta Schlögel, con los proyectos del Primer y Segundo Plan Quinquenal se había convertido en una enorme obra en construcción. Algunas de las más importantes eran el metro, las nuevas fábricas, los nuevos edificios estatales, las plazas y avenidas, el canal que unía los ríos Volga y Moscova (este último, una de las joyas del Plan Quinquenal, se hizo con trabajo forzado). Se levantaban edificaciones que pretendían ser un símbolo de la pujanza del poder soviético.

Centenares de templos fueron echados abajo

Ese año abrió sus puertas el Parque Cultural y Recreativo Gorki. Sus 296 hectáreas albergaban una amplia oferta de formas de ocio y entretenimiento. El día de la inauguración, que coincidía con el comienzo de la temporada veraniega, recibió a 300 mil personas. Otra de las obras emblemáticas fue el Palacio de los Soviets, al oeste del Kremlin. Se comenzó a levantar en el sitio donde antes había estado la Catedral del Cristo Redentor, la más grande de Moscú, derruida en 1931. Aquel proyecto faraónico quedó paralizado por la guerra. Tras la muerte de Stalin, Nikita Jrushov decidió instalar allí una gran piscina. Funcionó hasta 1995. Entre ese año y 2000, la Catedral del Cristo Redentor fue reconstruida.

No piense el lector que lo sucedido con esa iglesia fue un caso aislado. Para dar cabida a las nuevas obras arquitectónicas del realismo socialista, no se vaciló en arrasar parte del patrimonio cultural de Moscú. Al igual que el del Cristo Redentor, centenares de templos religiosos fueron echados abajo y decenas de monasterios pasaron a usarse como viviendas, orfanatos y cárceles. En aquella sovietización —“aunque quizá el término que mejor encaja aquí es el de estalinización”, anota Schlögel—, fueron demolidos la Puerta Ibérica, el Arco de la Victoria, que conmemoraba la derrota de las tropas de Napoleón Bonaparte, y las murallas de la ciudad, que databan del siglo XVI. A los gobernantes, cito al autor del libro objeto de estas líneas, “les interesaba borrar o re-ocupar ciertos lugares significativos desde el punto de vista de la historia cultural o política, ya fuera rebautizando calles y plazas, destruyendo edificios representativos del antiguo régimen o erigiendo nuevos edificios representativos”.

En esa fascinante mirada a vista de pájaro del Moscú de 1937, Schlögel consigue abarcar numerosos aspectos. Para que se tenga una idea, dedica capítulos al pabellón de la URSS en la Exposición Universal de París, la celebración del XVII Congreso Internacional de Geología, los récords alcanzados por los aviadores soviéticos, los actos conmemorativos del centenario de la muerte del escritor Alexander Pushkin, la apertura del Palacio de la Cultura de la Fábrica de Automóviles Iósif Stalin. Para construir ese novedoso mapa, el historiador alemán recrea la ciudad en sus múltiples facetas: la arquitectura, las obras públicas, la vida cotidiana, el deporte, la vida cultural y artística… Eso lo obligó a acudir a fuentes muy diversas. Investigó además en archivos y logró recoger los testimonios de los sobrevivientes. En resumen, invirtió muchos años de trabajo.

Ese colosal esfuerzo cristalizó en esta obra omnicomprensiva, bien documentada y mejor escrita, que tiene la cualidad de sorprender como si fuera la primera escrita sobre ese tema. Esto último se debe, entre otras razones, a que su autor no solo lleva al lector a los escenarios esenciales, sino que también muestra otros hasta ahora poco o nada transitados. Es admirable además su capacidad para arrojar luz sobre aquella etapa, a partir de una penetrante mirada en aspectos que, en apariencia, no se relacionan con los hechos políticos que entonces tenían lugar. Ilustraré lo que digo mediante unos pocos ejemplos.

A través de una atenta lectura de la prensa de la época, Schlögel descubre la manipulación que se hizo de la figura de Pushkin, con motivo del centenario de la efeméride relacionada con él. No importó que se tratase de un escritor a quien durante mucho tiempo se había considerado un representante de la aristocracia. Se hizo de él el centro del canon literario de la era Stalin. Pasó así a ser “el camarada Pushkin”, aunque para ello fue necesario hacer algunos malabarismos ideológicos. El centenario de su muerte, “por la mano de un canalla aristócrata extranjero y un mercenario zarista” (son palabras del diario Pravda), constituyó uno de los mayores acontecimientos culturales de aquel año. El punto culminante fue la concentración masiva en la plaza Strastnáia, a la cual se le cambió el nombre por el de Pushkin. Allí se escucharon tales cosas como esta: “Si Pushkin viviera, su obra sería la de un entusiasmo socialista universal. Viva Pushkin, nuestro camarada”. Varios de los oradores que intervinieron no llegaron a ver publicadas sus palabras: poco después fueron arrestados y asesinados.

Uno de los capítulos más admirables es el titulado “Topografía de la desaparición: el directorio telefónico de Moscú de 1936”. En él, Schlögel hace un minucioso análisis de las variaciones del directorio Todo Moscú del año 36. Y escribe: “Los redactores (…) no podían sospechar que esa edición sería la última. Recogía los nombres de personas que en el plazo de un año habían sido detenidas o fusiladas. Antiguas figuras prominentes se habrían convertido en no personas. Un directorio se había transformado en un registro de cadáveres”. Sea cual sea la página por la cual se abra, saltan a la vista nombres de usuarios que desaparecerán entre 1937 y 1938, ya sea porque pertenecen a personas que fueron expulsadas, detenidas, condenadas o fusiladas, o bien porque se suicidaron. En la página 4 aparece la composición del Consejo de los Comisarios del Pueblo de la URSS, cuyo presidente era V. Molotov. Algunos meses después, ninguno de los subordinados de este se encontraba entre los vivos. Schlögel da unos cuantos ejemplos como ese que confirman que el Todo Moscú de 1936 se convirtió, en efecto, en un registro de cadáveres. “El fin del directorio como institución de la rutina y la transparencia de la vida urbana es un índice de la irrupción de una nueva era”.

Escamoteo de los datos del censo

El otro ejemplo al que me voy a referir es el del censo realizado en enero de aquel año. Era una empresa muy ambiciosa, compleja y costosa, encaminada a hacer un inventario social y un diagnóstico. El propósito era demostrar el crecimiento de esa sociedad a un ritmo nunca antes visto y superior al de los países capitalistas. Sin embargo, no se contó con la catástrofe demográfica ocasionada por la colectivización y las hambrunas. Asimismo, la mortalidad infantil era particularmente alta, y también había que sumar los fallecimientos entre los deportados y los prisioneros de los campos. De acuerdo al censo de 1934, la población de la Unión Soviética ascendía a 168 millones. Una cifra que, según arrojó el de 1937, había descendido a 162.

La dirección política no toleró la verdad que había aportado el censo. Por eso sus datos no se divulgaron hasta principios de los años 90, cuando ya la Unión Soviética había desaparecido. Pero no solo hubo ese burdo escamoteo de los resultados, sino que los responsables de la ejecución del censo fueron perseguidos y muchos perdieron la vida. A los estadistas y demógrafos se les acusó de “trotskistas-bujarinistas” y de “enemigos del pueblo”. Como expresa Schlögel, “a una cúpula dirigente escandalizada y ciega, solo le quedaba emprender una huida hacia adelante, una huida llena de pánico. La huida ciega hacia el terror, hacia una escalada de violencia cuyas desmedidas proporciones superarían a las que el censo —si bien de manera crítica— había diagnosticado”.

Ese Moscú deslumbrante y atractivo, que entonces ejercía un intenso magnetismo en todo el planeta, también era el escenario donde se producía una de las mayores catástrofes del siglo pasado. Tras aquella ciudad se ocultaba otra: la de las cárceles secretas, las mazmorras, los campos de exterminio, las confesiones falsas, las delaciones. En otras palabras, el terror en estado puro. La normalidad y el espanto, la utopía y el horror convivían en el mismo espacio, pues estaban imbricados. El sueño de convertir la Unión Soviética en la patria del socialismo se desarrollaba paralelamente a un minucioso plan de purgas, asesinatos y represión que alcanzó a toda la población. El Moscú de 1937 se convirtió en el punto de encuentro de los dos procesos resumidos en el título del libro de Schlögel.

Hay varios capítulos acerca del terror que se puso en marcha, y que de algún modo formaba parte del proyecto utópico totalitario. Schlögel examina los procesos que entonces tuvieron lugar y que dejaron sin habla al mundo entero. Sus condenas ya estaban decididas antes de que se les juzgara. Eran puestas en escena planeadas para difamar a los enemigos políticos, y así poder entregarlos al linchamiento público. En opinión de Schlögel, aquellos procesos no eran, en primera instancia, procedimientos judiciales, sino acontecimientos mediáticos. Y respecto al efecto que tuvieron, escribe: “El verdadero éxito del proceso público como un «ritual de la liquidación», de linchamiento, se pone de manifiesto ya en las manifestaciones de centenares de miles de personas que fueron convertidas en una furiosa masa acosadora y que marcharon por la Plaza Roja hacia aquel «plebiscito de la muerte»”.

En julio de aquel año, la NKVD envió la orden 00447, firmada por Nikolai Yeshov, “Sobre las operaciones para la represión de antiguos kulaks, criminales y elementos antisoviéticos”. En ese documento se fijaban sumariamente cuotas para dos categorías: fusilamientos y detenciones. Ese sistema de arrestos y detenciones “por cuotas” predeterminaba las cifras a cumplir por los territorios en cada categoría. En el documento se hablaba no solo de los asesinatos masivos que se planeaban, sino también de los costes concretos y del control técnico y organizativo de los problemas de transporte y de logística. La orden 00447 preveía el arresto de 268.950 personas, de las cuales debían ser fusiladas 75.950. En el transcurso de la operación, la cifra prevista para los arrestos se elevó a 753.317, de las cuales 183.750 fueron arrestadas por acuerdos del politburó del Comité Central del Partido.

De esa siniestra oleada represiva prácticamente nadie salió indemne. El resultado de tal sangría humana fue la destrucción masiva del tejido de la sociedad soviética. La represión estaba dirigida contra la población en su totalidad, incluida la propia nomenclatura dominante. Quienes hoy entregaban al verdugo a un integrante de su grupo, al día siguiente caían a su vez. Los militantes fieles nunca comprendieron por qué se les detenía y mucho menos por qué se les condenaba. Importantes miembros de la cúpula fueron eliminados en procesos en los cuales se auto inculpaban con acusaciones delirantes e inverosímiles.

El régimen necesitaba enemigos a quienes culpar por sus fracasos y no dudó en inventarlos. El clásico mecanismo del chivo expiatorio fue activado y empezó a producir por miles a enemigos del pueblo, espías, saboteadores, elementos subversivos. Con eso no solo se buscaba aplastar la oposición real —alguna hubo—, sino además la posibilidad potencial de una oposición. Esa construcción amoldable del enemigo permitía una represión que no tenía límites.

Stalin desató una guerra civil unilateral, en la que uno de los bandos fue creado de manera artificial e indefinida: cualquiera podía ser enemigo. Todos los ciudadanos eran sospechosos potenciales. Durante la etapa del nazismo, los arrestados sabían por qué se les arrestaba: eran judíos, comunistas, cristianos confesos, homosexuales, judíos. Los arrestados del estalinismo, por el contrario, no se podían explicar las causas de su detención. Eso dio lugar a que se borrase la diferenciación entre lo verdadero y lo falso, entre los conceptos de amigo y enemigo. En tales circunstancias, organizar un movimiento de resistencia resultaba impensable: con quién formarlo, contra quién dirigirlo.

Los terribles hechos ocurridos en Moscú en 1937 escapan a la lógica ordinaria. Tratar de encontrarles una explicación medianamente racional es una faena condenada al fracaso. Por eso, al concluir la lectura de esta obra monumental y rigurosa que es Terror y utopía. Moscú 1937, uno se pregunta cómo fue posible que un régimen bajo el cual nadie estaba a salvo pudo durar tantas décadas. Dudo que alguien pueda ser capaz de dar una respuesta.