Actualizado: 28/03/2024 20:07
cubaencuentro.com cuba encuentro
| Cultura

Cine

El totalitarismo impulsado hasta el terror

La inglesa y el duque debería llevar esta advertencia: Esta es una película histórica. Cualquier semejanza con la realidad es apenas una coincidencia

Enviar Imprimir

En La inglesa y el duque trato de una fase de la Revolución Francesa en la que ya no quedan ideas, solo la violencia. Robespierre no tenía otro programa que el de ser incorruptible. Puede que Danton fuese corrupto, pero es mucho mejor vivir bajo las corruptelas de Danton que ser guillotinado por la pureza de Robespierre.
Eric Rohmer

Conservo indeleble, o casi, el recuerdo de la primera vez que vi La inglesa y el duque. Fue en el año 2006, cuando vivía en Newark, New Jersey. Una compatriota y colega de la universidad donde yo era profesor me prestó una copia en video para que la viese. No me acuerdo si me dio alguna información sobre la película. Yo, por mi parte, creo que no tenía ninguna. La vi una noche y cuando finalizó, estaba muy impresionado, aunque no solo por su nivel de realización y sus cualidades estéticas. Mi impresión tenía que ver más con lo que allí se cuenta, con su capacidad de lograr que una historia ajena y lejana remueva vivencias personales. Algo que resulta perfectamente comprensible cuando uno ve obras sobre temáticas y personajes contemporáneos, pero no ante una película basada en hechos reales ocurridos hace más de doscientos años.

Uno de los aciertos de esta película, que tantos aciertos reúne, consiste precisamente en que su acercamiento a una etapa del pasado histórico propicia una profunda reflexión sobre cuestiones que en nuestros días poseen plena vigencia. Pero para quienes no la han visto, hay que empezar diciendo que su realizador, Eric Rohmer (1920-2010), partió de una lectura audaz y nada convencional del que constituye el acontecimiento mítico por antonomasia de la historia de su país: la Revolución Francesa.

Era mucho lo que Rohmer arriesgaba al optar por esa premisa y hay que reconocer que se hace falta mucho coraje para hacerlo. En lugar de seguir el pensamiento oficial sobre el cual se ha cimentado la grandeur de la historia de Francia, adoptó el incómodo punto de vista de una de sus víctimas aristocráticas. Más aún: se carga todo el carácter de gesta heroica de la Revolución Francesa y se concentra en el Terror (1789-1794), su período más oscuro y discutido, aquel que Jean Renoir prefirió silenciar cuando filmó La Marsellesa.

Pero los mitos son, para muchos, sagrados e intocables, y el estreno en el año 2001 de La inglesa y el duque levantó en Francia una gran polémica. Rohmer fue acusado de revisionista y conservador. A su película además se le negó el anticipo de taquilla y los organizadores del Festival de Cannes rehusaron incluirla en la programación. Fue acogida por el Festival de Venecia, donde su director recibió un homenaje. Al igual que los anteriores filmes de este, se distribuyó en numerosos países. Asimismo fue muy elogiada por la crítica internacional y Rohmer estuvo nominado como mejor director en los Premios de Cine Europeo.

La inglesa y el duque se basa íntegramente en el Diario de mi vida durante la Revolución Francesa (gracias al estreno del filme, el libro se tradujo al español: Valdemar, Madrid, 2001, 174 páginas). Lo escribió Grace Dalrymple Elliott (1757-1823), quien nació en una de las más arraigadas familias de la nobleza de Escocia. Vivió en Francia a partir de 1779 y durante la Revolución fue hostigada, la acusaron de ser una espía inglesa, pasó año y medio en la cárcel y estuvo a punto de ser guillotinada. Al igual que otras personas que aguardaban la muerte, se libró de ello con el ajusticiamiento de Maximilien Robespierre. Principal impulsor del Terror, este cometió el error de no tomar en cuenta que era un arma de doble filo. Fue derribado por una coalición integrada por antiguos terroristas y por miembros de los comités. Cuando subió al cadalso, llevaba la mandíbula destrozada por el disparo de un gendarme que, ironías del destino, se apellidaba Merda.

Cuenta lo que vio y vivió

Grace Darlymple Elliott fue una mujer que tuvo una vida apasionante. Debe su apellido al infortunado matrimonio con Sir John Elliott, un noble que tenía la edad de su padre. La fama de su belleza, elegancia y simpatía llegó a la corte inglesa. Pronto se convirtió en amante del Príncipe de Gales, futuro rey Jorge IV, quien la dejó embarazada. La familia real la obligó a tener a su hija en secreto y, después, a irse a Francia. En París, Mrs. Elliott frecuentó los círculos aristocráticos en los años que precedieron al estallido revolucionario de 1789. Tuvo una historia amorosa con el duque de Orléans (Felipe Igualdad, para los revolucionarios), con quien luego mantuvo una gran amistad pese a discrepar de sus ideas políticas.

Mujer valerosa y resuelta, y monárquica impenitente, no quiso abandonar París y corrió toda clase de riesgos. Cuando era ya Cónsul de Francia, Napoleón Bonaparte llegó a proponerle matrimonio, admirado tanto de su belleza como de su valor, pero Mrs. Elliott lo rechazó. Tras su regreso a Inglaterra en 1801, el rey Jorge III, abuelo de su hija, tuvo noticias a través de su médico de que ella estaba escribiendo sus recuerdos de los hechos terribles e intensos que vivió en Francia. Fue ese monarca quien la urgió a que los terminara y publicase. Mrs. Elliott así lo hizo, y como apunta José Luis Moreno Ruiz, traductor al español de su libro, dio a la imprenta el manuscrito “sin permitir una corrección de nadie, lo que honra a la dama”.

En su libro, Mrs. Elliott no engaña a nadie. Por tanto, no se le puede pedir otra imagen de aquellos acontecimientos. Era una monárquica convencida e irreductible, y al único cambio al cual aspiraba era democratizar la monarquía francesa al estilo de Inglaterra. En ningún momento oculta su desprecio por la Revolución Francesa: “Yo detestaba la Revolución y a quienes la impulsaban”. Su punto de vista es, pues, parcial, pero tiene el mérito de la sinceridad y de la consecuencia a los ideales monárquicos.

Mrs. Elliot cuenta además lo que vio y vivió, y por más que los describa desde su perspectiva clasista, los hechos que expone son innegables. Conviene recordar aquí a Antonio Machado, quien a través de Juan de Mairena expresó: “La verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero”. Asimismo conviene tener en cuenta que su testimonio corresponde a los años en que la persecución religiosa alcanzó su punto más álgido y cuando unos líderes cada vez más neurasténicos lanzaron al pueblo a una vorágine de violencia y odio. El Terror fue el resultado al cual condujeron las contradicciones ocultas tras la retórica revolucionaria. Fue un período en el que París fue convertida en un cruel escenario de sangre, horror y muerte, justificado contradictoriamente con las consignas de libertad, igualdad y fraternidad (este último valor, evidentemente, fue sacrificado).

Ese horror que Mrs. Elliott vio de cerca, insisto, no es un invento suyo. Se puede verificar en numerosos testimonios y documentos. Su relación de aquella barbarie generalizada es una de tantas. En ese sentido, cito de nuevo al traductor de Diario de mi vida durante la Revolución Francesa: “Tampoco debe extrañar que las brutalidades inherentes a ese período, y sobre todo la ignominia del terror revolucionario, espantaran a nuestra dama como espantaron a cualquier persona decente en el propio ámbito republicano, muchas de las cuales perdieron también la cabeza en la guillotina, como los monárquicos, si bien por haber pretendido que la libertad, la igualdad y la fraternidad eran conceptos fundacionales y no eslóganes (…); eslóganes intelectuales con los que verificar ese trágala imperativo que devienen de común las revoluciones”.

Pasando a La inglesa y el duque, ¿qué movió a Rohmer a llevar a la pantalla grande una obra tan alejada de la corrección política? Según él recordó, en el libro Filmographie mondiale de la Révolution Française (1989), complilado por Sylvie Dallet y Francis Gendron, no figura ni una sola película basada en las más de 300 memorias allí citadas. En cambio, se registran varias adaptaciones de dos populares novelas del siglo XIX: no menos de 8 de Les deux orphelines, de Adolphe d´Ennery, y 7 de Historias de dos ciudades, de Charles Dickens. Es decir, guionistas y realizadores han despreciado esos textos testimoniales redactados por testigos de la época y han preferido acercarse a la Revolución Francesa a través de textos de ficción. José María Caparrós, catedrático de la Universidad de Barcelona, comentó que si algo destaca de esta magistral película a nivel historiográfico, es su reivindicación de la Historia Oral. Una actividad científica, minusvalorada como fuente documental, que cobra enorme importancia en el filme de Rohmer.

Se transparenta una cierta lucidez pesimista

Según declaró el cineasta francés, al emprender el rodaje de la que sería su penúltima película quiso no solo mostrar los padecimientos de Mrs. Elliott, sino también su forma de ver las cosas. Respetó así el punto de vista a partir del cual está escrito el libro. Asimismo Rohmer mantiene un distanciamiento deliberado respecto a los hechos, aunque eso no impide que bajo el relato que se desarrolla en la pantalla se transparente una cierta lucidez pesimista. La película hace un veraz retrato de los desmanes que se cometieron durante los años más sangrientos del gobierno jacobino de Robespierre. El terror no es lo que puede cambiar una sociedad desigual e injusta. ¿Cómo se justifica que, en aras de valores tan sagrados como la libertad, la igualdad y la fraternidad, el nuevo régimen se dedicara a acabar con las personas que pensaban de otra manera?

La inglesa y el duque constituye así una denuncia del terror como medio político, aunque su director aclaró que si una cosa denuncia es el totalitarismo impulsado hasta el terror. Y precisó que este “es tanto más pernicioso en cuanto se lleva a cabo en nombre de un ideal”. En otro nivel, su película se puede interpretar también como una alegoría sobre la lealtad a los ideales, el valor de la amistad y la lucha por la verdadera libertad, más allá de las ambiciones de quienes la toman como bandera.

Para Rohmer, La inglesa y el duque significó una vuelta a sus primeros años, cuando rodó obras de género histórico como La marquesa de O, sobre un cuento de Heinrich von Kleist, y Perceval el Galo, a partir del poema épico de Chrétien de Cloyes. Tras aquellos títulos se dedicó a realizar filmes muy personales, espontáneos y vivos ubicados en la contemporaneidad, aunque referidos a los temas de siempre. De esa etapa son los ciclos Cuentos morales (La coleccionista, La rodilla de Clara, Mis noches con Maud), Comedias y proverbios (Pauline en la playa, La mujer del aviador, El rayo verde) y Cuentos de las cuatro estaciones (Cuento de primavera, Cuento de verano).

El París de fines del siglo XVIII ya no existe, y eso fue algo que Rohmer tuvo claro al acometer la realización de La inglesa y el duque. De hecho, fue una de las principales razones por las que durante diez años no pudo materializar su proyecto. Desechó por eso cualquier intento de fidelidad y se unió al pintor Jean-Baptiste Marot para fabricar un París auténtico. Su colaborador le proporcionó 38 paisajes o puntos de vista pictóricos, en los que se reconoce la iconografía romántica de la época (las telas de Marot fueron objeto de una exposición en el Espace Commines, de París) En esa escenografía, el director insertó a los actores, retomando una técnica de “rodaje en vacío” que en el cine francés se usó en los años 30 y 40.

A partir de un pacto de ficción entre ese viejo artificio y las nuevas tecnologías, Rohmer integró a los intérpretes. El trabajo de estos se rodó previamente en un estudio de mil metros cuadrados tapizado de verde, y luego en esas escenas se insertaron los decorados de Marot. Eso fue posible porque por primera vez Rohmer utilizó las posibilidades del cine digital, lo cual le permitió dar a su filme una singular textura pictórica. La inglesa y el duque resultó así un audaz e innovador experimento de la imagen, que llevó al cineasta francés a expresar: “Esta película, pionera en el género, estará orgullosa de demostrar que los frutos de la investigación informática más vanguardista pueden emplearse no solo en crear efectos espectaculares en la ciencia-ficción, en películas de terror o de catástrofe, sino de forma más sutil, pero igual de eficaz, al servicio del arte y de la historia”.

Lo demás es resultado de una puesta en escena resuelta con una modélica sencillez, que privilegia la sugerencia y la connotación. Como es habitual en su realizador, hay una estupenda dirección de actores, en la que sobresalen los excelentes trabajos de Lucy Russell (Grace Elliott) y Jean-Claude Dreyfus (Duque de Orléans). A sus 81 años, Eric Rohmer demostró una vez más su genio creador y confirmó con esta pequeña maravilla por qué se le consideraba el más grande cineasta francés vivo. Tras La inglesa y el duque, aún fue capaz de realizar Triple agente, otro inteligente ejemplo de revisión de la historia.