Actualizado: 18/04/2024 23:36
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Literarura

Elogio de la biblioteca

Revisar las colecciones de periódicos y revistas recompensa con el hallazgo de informaciones que con el paso del tiempo adquieren una inesperada novedad

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En su Historia de la noche, mi admirado Borges escribió: “¿Me será permitido repetir que la biblioteca de mi padre ha sido el hecho capital de mi vida? La verdad es que nunca he salido de ella, como no salió de la suya Alonso Quijano”. Y en otro sitio expresó aquello que tanto se cita de que se imaginaba el paraíso como una biblioteca. Cuánta razón tenía. ¿Puede alguien concebir un sitio más encantador y placentero, que ese donde se acumula, en forma de libros, todo el saber humano?

Para Borges, no obstante, ese paraíso estaba poblado de libros. El mío, en cambio, debe reservar parte de las estanterías para las publicaciones periódicas. Para mí existen muy contados goces comparables al de dedicarme durante horas y horas a revisar las colecciones de periódicos y revistas, especialmente los cubanos. A ello se refirió José Lezama Lima, en una carta a su hermana Eloísa, en la cual le dice: “Leer revistas de calidad, a mi manera de ver, contribuye a enriquecer el estilo, pues esa actividad, ese salto de un tema a otro es un constante ejercicio para la inteligencia. ¿Te acuerdas de Sur, Revista de Occidente, Cruz y Raya, todas aquellas revistas de nuestra juventud? Creo que a todos nos sirvieron de mucho. Sobre todo porque nos enseñaron, en la diversidad que mostraban, a tener simpatía por las más diversas maneras de expresión”.

En cierta medida, coincide con el autor de Paradiso Antón Arrufat, quien en su encantador libro Las pequeñas cosas recogió un texto titulado “¿Por qué guardamos revistas? El coleccionista: un tipo más”. Allí hace esta distinción entre la lectura de libros y la lectura de revistas: “Un libro no puede ojearse con fruto: poco obtenemos de su real contenido ojeando sus páginas. En el libro hay que penetrar. Su contenido se halla oculto. La revista se deja ojear. Es algo variable y diverso. Tiene una movilidad que complace a la mente. Si su contenido está oculto, lo está en parte tan solo. Es un objeto para los ojos, que empieza a hablarnos enseguida. En el libro hay que entrar, por la revista se pasa. Aunque el término implica, en su origen, segunda vista, lo que el lector hace realmente al tomarla en sus manos es echarle una primera vista”.

Aunque también disfruta de esa movilidad y esa apertura a diversas formas de expresión, el investigador acude a los periódicos y revistas con otra finalidad. Posee una conciencia del pasado mucho más desarrollada y sabe, cito una vez más a Arrufat, que al abrir esas publicaciones parte de lo que ve es pasado. Se sumerge en sus páginas en busca de hallazgos, de informaciones que con el paso del tiempo adquieren una inesperada novedad, de textos que solo vieron la luz allí y que, por tal razón, son desconocidos para el lector de nuestros días. La exultante satisfacción de encontrar esas pequeñas joyas que se hallaban perdidas o cuya existencia se ignoraba, solo puede ser comprendida por quienes se dedican a esa labor. Por supuesto, es un júbilo que no es completo hasta que el hallazgo es compartido con otros. De otra manera, se quedaría en un esfuerzo onanista.

Precisamente, quiero dedicar mi trabajo de esta semana a hacer partícipes a los lectores de algunos descubrimientos recientes. Pienso que igual pueden ser útiles para otros o simplemente les pueden resultar de algún interés. Fueron fruto de mis regulares pesquisas en el Diario de la Marina, un periódico cuya colección completa, por fortuna, fue microfilmada por la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos. Gracias a eso, se garantizó su conservación, además de que así está al alcance de quienes necesiten acceder al mismo. Asimismo algunos años pueden consultarse libremente en internet, en la Latin American Collection, de la University of Florida. Este es el enlace para acceder: http://dloc.com/UF00001565.

Un proyecto calcinado quién sabe por qué designio

Mi primer hallazgo está relacionado con el escritor cubano Enrique Labrador Ruiz (Sagua la Grande, 1902-Miami, 1991). El 25 de noviembre de 1956, en la página 4-D del Diario de la Marina, apareció una nota sin firma titulada “Nueva obra de Labrador Ruiz”. En la misma se anunciaba que antes de que finalizara el año, estaría impreso un nuevo libro suyo, Lengua del alma, cuyo título fue tomado de una frase de Miguel de Cervantes, “La pluma es la lengua del alma”. De acuerdo a la información, consistía en un estudio en torno al arte de escribir, e iba a salir bajo el sello de la editorial chilena Babel.

En la breve nota también se apuntaba: “Labrador Ruiz, quien acaba de recibir proposiciones para editar en México un volumen crítico sobre autores americanos a quienes conoce de primera mano y en muchos casos personalmente, no deja de lado su faena de novelista: trabaja en algunas obras nuevas y da retoque final a El Ojo del Hacha, que posiblemente será editada en Buenos Aires. Para Cuba reserva todavía una colección de nuevos cuentos criollos de singular interés. El calado de su talento gana nuevas vías de agua”.

Algunas semanas después, el 20 de enero de 1956, página 4-D, ese mismo periódico dio a conocer que en la Imprenta Universal, de Santiago de Chile, había sido afectada por un incendio. Entre los 70 originales destruidos por el fuego se hallaba precisamente el de Labrador Ruiz, quien confesó que no había hecho copia. Interrogado por un anónimo periodista sobre qué pensaba hacer, el escritor expresó: “Pues tratar de reconstruir la obra así que pasen unos días y me sienta en mejor disposición”. A la pregunta ¿La mandaría de nuevo a Santiago?, respondió: “No creo. El libro lo escribí para la Colección Babel de Enrique Espinoza, cuyo diagramador, Mauricio Amster, tan buen gusto ha desplegado en esas ediciones. Pero ellos mismos me dicen que necesitarán por lo menos un par de años para reorganizar la Editorial y no es el caso esperar tanto. O a lo mejor ni me ocupo más de ello y tal libro queda simplemente en proyecto, un proyecto calcinado tal vez quién sabe por qué designio”.

Acerca de la noticia de que posee un texto inédito por el cual la Universidad Central de Las Villas ha mostrado interés, Labrador Ruiz comentó: “Es cierto. Estoy ordenando una serie de figuras de las letras de América para ser editada allá”. Es probable que la llame Piel de Dios, aunque aclara que el título “no es definitivo. Hay que pensar también en los incendios, los terremotos, las contingencias. ¡Qué trabajo cuesta editar!”. Asimismo anuncia que está preparando para la Editorial Lex “un libro de figuras cubanas que han sido poco estudiadas. Sin título todavía. Y sin mucha pretensión tampoco”. (Al final, esos dos proyectos se unificaron en un solo volumen, El pan de los muertos, que vio la luz en 1958, publicado por la Universidad Central de Las Villas.)

Acerca de la novela El Ojo del Hacha, que iba a ser una continuación de La sangre hambrienta, Labrador Ruiz se volvió a referir en una entrevista aparecida el 15 de diciembre de 1957, con motivo de los 25 años de la salida de El laberinto de sí mismo. Entonces dijo estar inconforme con lo escrito y expresó que pensaba “volver a trabajarlo de pe a pa”. Y agregó: “Nunca estoy conforme y si me dejara la vida, de nuevo haría toda mi obra”.

En la edición correspondiente al 17 de junio de 1956, página 4-D, encontré un artículo bajo el título de “La poesía debe reflejar su época”. En el mismo, Luis Gutiérrez Delgado, quien se encargaba del bloque El Mundo de los Libros, reproducía una carta enviada a él por un entonces jovencísimo Manuel Díaz Martínez (1936), quien acababa de publicar Flores dispersas, su primer poemario. En la misiva, este expresaba al periodista: “Ya sé que no es su costumbre, en la sección a su cargo, hacer crítica específica de libros; mas yo me atrevo a pedirle que si por suerte mi cuaderno lo mueve a hacer alguna nota, que en ella sea amplio y del todo sincero, aun si tiene que calificar desfavorablemente. Me interesan más mis defectos que las virtudes que pueda yo tener como poeta”.

Cómo se convenció y neutralizó a los intelectuales

Gutiérrez Delgado comienza por explicar que, si hasta ahora ha eludido hacer crítica, se debe a que “nos impusimos el deber de divulgar el libro, de estimular la lectura; y eso, creemos, no se logra haciendo de estas páginas dominicales una palestra intelectual, preferimos que sean los lectores los que hagan la crítica, porque, ¿qué aliciente van a tener si nosotros se lo damos todo hecho? De seguir esa práctica caeríamos en el vicio universitario de las conferencias de clases”.

No obstante, dice que va a acceder a la solicitud de Díaz Martínez y pasa a hacerlo. Anota que, “efectivamente, sus versos son inobjetables dentro de los cánones clásicos, en cuanto a rima, ritmo y melodía. Pero eso no es todo en la poesía; ni aun el sentimiento y la ternura, porque no se puede vestir el pensamiento de hoy con las galas de la Edad Media, ya que eso sería como llevar las indumentarias de aquella época”. De acuerdo a él, quien aspire a ser clasificado como un poeta actual tiene que leer “todos esos disparates escritos por los vanguardistas conjuntamente con los clásicos, para olvidarlos a ambos y nutrir el estro con las exaltadas formas de la vida presente, a fin de que, al decorar el tiempo, los hombres de hoy leguen algo al futuro”.

El periodista finaliza ese puñado de vaguedades e ideas confusas con estas líneas: “Esto no es época de Pegasos ni Carontes; ni de aviones de propulsión a chorro, energía nuclear, bombas atómicas, bombas H y bombas de cobalto que envenenan el aire que respiramos cuando explotan y enturbian los espíritus más serenos”. Tras leer su breve texto, se comprende bien por qué rehusaba hacer crítica literaria y prefería dedicarse a la labor divulgativa: era una actividad para la cual no estaba capacitado ni siquiera mínimamente. Me imagino que cuando Díaz Martínez le pidió que comentase su libro, esperaba que hiciese algo similar a lo que unos meses antes (8 de abril, página 8-D, sección La Promesa de los Jóvenes) él había hecho en ese mismo diario, al comentar el poemario de Ana Núñez Machín Raíces.

El último hallazgo al que me voy a referir viene acompañado de más incógnitas que certezas. Es el anuncio que ilustra este trabajo, publicado el 8 de agosto de 1956 en el periódico El Mundo. Fuera de la información que allí se recoge, no pude encontrar nada más en días anteriores y posteriores. ¿Se trata de una conferencia sobre el libro de Czeslaw Milosz? Y de ser así, ¿dada por quién? El hecho resulta muy curioso, pues la edición original en polaco de El pensamiento cautivo es de 1953 y entonces solo existían traducciones al inglés y al francés. Habría que esperar hasta el año siguiente para que el libro de Milosz se pudiera leer en nuestro idioma, gracias a las Ediciones La Torre, de Puerto Rico.

Milosz escribió su ensayo en Francia, donde se radicó en 1951, después que pidió asilo político. Antes había ocupado el puesto de primer secretario de la embajada polaca en París, pero para entonces se había dado cuenta de las dimensiones monstruosas alcanzadas por el totalitarismo en su país, tras haber sido anexado al imperio de Stalin. Empobrecido, separado de su familia, deprimido, empezó a redactar El pensamiento cautivo, en donde hace un análisis del lento pero irremediable proceso mediante el cual se convenció y neutralizó a los intelectuales polacos. Milosz aborda el tema eludiendo las simplificaciones fáciles, y eso le permite hacer una introspección tanto en las sutiles atracciones como en los mecanismos de sometimiento.

El libro y su autor fueron demonizados en su país natal y en el área comunista, y Milosz además sufrió la incomprensión por parte de los intelectuales europeos de izquierdas al servicio de Moscú. Y es comprensible que se convirtiera en de inmediato en un adversario político. El pensamiento cautivo, como ha comentado el escritor español César Antonio Molina, “explica la entrega de los intelectuales, en este caso polacos, pero extensible a todos los otros pueblos comunistas, a la nueva fe del marxismo-leninismo-estalinismo, después de haber abrazado otras ideologías, incluso antagónicas. Milosz hace diferencia entre el marxismo como ideología -no la juzga con desagrado del todo, pues él siempre se consideró un hombre de izquierdas- y la aplicación de la misma por parte de los dictadores soviéticos. Al primero que crítica Milosz es a él mismo por el tiempo —muy breve— en que fue cómplice de su administración y propaganda, aunque nunca perteneció al Partido Comunista polaco”.

Todo eso no viene sino a sumar más misterio a aquel anuncio aparecido en un periódico habanero, en el cual se divulgaba la lectura de un libro fundamental, peligroso y premonitorio escrito por un poeta polaco que, veinticuatro años después, sería galardonado con el Premio Nobel de Literatura.