Actualizado: 27/03/2024 22:30
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“En la isla de los pregones”, de Marlene Moleón

Una novela entre el pasado y el futuro de una isla demasiado anunciada

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Si algo admiro, agradezco y aprecio en una persona que emite juicios de valor, tanto sobre sus congéneres —y/o la obra de éstos— como sobre el mundo que le rodea, es su coherencia entre el pensar y el decir, entre el decir y el hacer, y entre sus críticas habladas y/o escritas y su propia vida, obra o creación, porque siempre me han parecido muy incongruentes esos críticos o “censores” que manejan la guadaña a ras del piso (“chapean bajito”, como se diría en cubano castizo) cuando de la obra ajena se trata pero que no son capaces de demostrar nada valioso con la propia, si es que la llegaran a tener. Y es que por supuesto es mucho más fácil ser un comisario “desencontrado” de la cultura que ser un creador que se arriesga saliendo al ruedo con un poema —quizás el género más elusivo—, una reseña, un cuento o una novela.

Y digo todo esto, porque —arañazo aparte a quien corresponde— conocí a Marlene Moleón, la feliz autora de En la isla de los pregones, en La Habana difícil del eufemístico e inefable “Período Especial”, allá por 1991, junto a ese otro buen ejemplo de la coherencia por la que abogo que es su esposo Juan Antonio Blanco. Ambos —porque “detrás de toda gran mujer (casi) siempre hay un gran hombre (u otra gran mujer, y viceversa)”— habían fundado ilusamente en la capital cubana una ONG, y la arquitecta Martha Padrón y yo le habíamos “impuesto” a la Unión de Arquitectos e Ingenieros de la capital nuestro grupo ARAR (Arte y Arquitectura) —que técnicamente era otra ONG, aunque no lo sabíamos—, para —ilusamente también— tratar de mejorar la arquitectura cubana con mayor presencia del arte.

Parece que en busca de garantizar la supervivencia de la nueva especie —en peligro de extinción ya desde el mismo momento de su “evolución”— formamos instintivamente el cuarteto “Los Ilusos”, y por un par de años Marlene y Juan Antonio nos apoyaron muchísimo en nuestra batalla contra los molinos prefabricados y sin viento de la dictadura, sobre todo en el montaje de una exposición que titulamos “Invitación a la esperanza —que Cuba fuera de verdad “para todos y para el bien de todos”, decía el programa de mano que editamos e imprimimos gracias a nuestros coherentes amigos, donde, para rematar, dedicábamos la exposición a Dios—; hasta que tuvimos que emigrar, “ambos cuatro inclusive”.

Cuando en el exilio me reencontré con estos “viejos” compañeros de batalla, de sobra sabía ya de su calidad humana, por lo que no dudé en confiar en Marlene cuando me propuso publicar en su Editorial Eriginal, de reciente creación.

Aunque no conocía las habilidades de Marlene como escritora, me constaban su capacidad de organización, su rigor y su ética. Así que cuando me “pregonó” que había publicado esta novela, cuya reseña hoy me ocupa, y comencé a leerla, no me sorprendió la serena madurez de su escritura, su prosa desenfadada pero nunca vulgar y el alto grado de verosimilitud de lo que narra, al punto de que tal parece que sufrió en carne propia los interrogatorios del G-2, las torturas de la Seguridad del Estado, y las redadas de los homosexuales cuando la “Noche de las Tres P” entre tantas otras atrocidades cuyas circunstancias Marlene “reconstruye” con tanto acierto en este texto suyo tan sensible y comprometido con la búsqueda de la verdad histórica.

La novela comienza con un evento largamente esperado por las palmas —con cuyos novios han roto ya demasiadas rejillas en la espera—, por los marabuzales, los potreros, las sabanas, los hospitales sin, las bodegas vacías y los estómagos víctimas del “Soyalismo o Muerte” (valga la redu de la robo…): la muerte de Isoldo tras la previa transfiguración que lo mandó a parar —¡ay Carlos Puebla, acógelo ya!—, por lo que como el fausto hecho pertenece aún al futuro, Marlene especula —nada que ver con la salvadora “bolsa negra”— con el devenir de la sufrida nación insular, harta ya de tanto pregón político, donde —¡gracias a Dios!— el futuro NO pertenece por entero al Socialismo, y se zambulle a intervalos en el pasado para crear un interesante contrapunteo entre el ayer y el mañana posible, fiel a aquello de que “si no sabemos bien de dónde venimos, será muy difícil saber a dónde vamos”, ¡ah!, y porque, también, “aquellos polvos trajeron estos lodos”.

Por otro lado —no menos importante y humano—, Marlene no ha perdido la inocencia y el candor de la adolescencia, gracias a los cuales ha podido recrear la historia de las cuatro Marías cual si todavía fuera una de ellas —o las cuatro a la vez—, e incluso ponerse los ajustados pantalones y la camisa de flores de Reinaldo como si fuera una segunda piel y “usar” los labios de Toña para besar a Perla en la oscuridad de un clóset, todo lo cual denota su cabal comprensión de la naturaleza humana en todas sus facetas.

Pero como en la novela de Mario Vargas Llosa que acabo de reseñar recientemente, El sueño del celta, la sexualidad de sus personajes tampoco es el asunto central ni principal de En la isla de los pregones, aunque la autora lo logra desarrollar de un modo tan magistral como aquel.

Escribo estas notas precisamente en el día del cumpleaños de Marlene, y tuve que interrumpir la lectura de la novela, después de leer la parte del paso de Reinaldo por la oprobiosa UMAP, para mandarle este email a la autora: “Coño Marlene, tu novela está demasiado buena”. ¡Qué poder de imaginación la de esta mujer para revivir el calvario de un joven homosexual en aquellos campos de concentración, donde solo faltaban las cámaras de gas para ser como los nazis!

Capítulo tras capítulo, Marlene es como una maestra paciente y cercana que nos va contando los episodios más negros de nuestra historia patria más reciente sin apelar al melodrama ni a la cursilería, desgranando evento tras evento desde la óptica de a pie de sus personajes: el horror del presidio político cubano, a través de las penosas experiencias de Julián en El Castillo del Príncipe y luego en el Presidio Modelo de Isla de Pinos; la Ofensiva Revolucionaria de 1968, la Zafra de los Diez Millones de 1969-1970, el éxodo del Mariel, con sus correspondientes “actos de repudio”; el llamado Período Especial en tiempos de paz, el confinamiento de los enfermos de Sida en el sanatorio de Los Cocos, el Maleconazo, el hundimiento del remolcador 13 de marzo, el derribo de las avionetas de Hermanos al rescate o el internamiento de Perla en Mazorra, donde fue sometida a inhumanos electroshocks. Intercalando una ficción de futuro entre tantas pesadillas reales para describe la creación de un Foro de la Verdad y la Reconciliación a propuesta de la incipiente sociedad civil, y la existencia de dos menús en los restaurantes post-castristas: uno de comida “revolucionaria” —“no se aceptan devoluciones de…”, aclaraban bien en el menú impreso a los turistas— y otro de comida tradicional cubana, lo cuales son una buena muestra del fino humor que la autora puede llegar a manejar cuando le parece apropiado, como cuando dice: “Cuba era una Isla rodeada de reuniones”.

En la Isla de las Frustraciones los límites del absurdo parecen no existir, y Marlene se encarga también de documentar minuciosamente varias de las trabas que el sistema impone a sus ciudadanos, como la prohibición que impide que Toña, por ser cubana, pueda hospedarse con Charo en un hotel para turistas —lo que sacó de quicio a la española de izquierdas—, entre tantas otras.

Marlene ha logrado exponer en esta novela con ejemplar claridad y precisión las vicisitudes y el drama de la vida en Cuba durante estos largos e interminables 52 años, poniendo en boca de sus propios personajes inteligentes análisis y posibles terapias para la Cuba después, lo cual me parece uno de los grandes méritos de la autora, para ver si los cubanos rebasamos las limitaciones de lo que Julián llamaba “la civilización de los síntomas”, y nos vamos preparando desde ahora para recibir ese futuro que Marlene nos ha adelantado como un alentador pregón mañanero en su novela.


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