Actualizado: 27/03/2024 22:30
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Entre la ficción y la biografía

En la primera novela suya que se traduce al español, Eduardo Manet relata la historia de una adoración sin límite que se desarrolla en París, en la época de plena eclosión del impresionismo

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Nada más y nada menos que la friolera de cincuenta y tres años ha debido aguardar Eduardo Manet (Santiago de Cuba, 1930), para que una novela suya se haya traducido al español. El cálculo lo hago tomando en cuenta la fecha en que publicó la primera de sus cerca de veinte obras narrativas. La obra elegida para darlo a conocer en nuestro ámbito como novelista es La amante del pintor (Plataforma Editorial, Barcelona, 2013, 298 páginas), que en su versión original francesa se titula Le Fifre (El pífano). La traducción a nuestro idioma se debe a Patricia Sarabia, quien ha realizado una esmerada y cuidadosa labor.

En el Prólogo, el autor narra una anécdota real que fue el punto de partida a partir del cual surgió su novela. Fue a fines de la década de los 40. Él tenía entonces diecisiete años y había empezado a escribir artículos para la sección cultural del diario El Pueblo, del cual era codirector su padre. Una noche, durante la cena, este le dijo, como si no tuviera la menor importancia: “¿Sabes que descendemos del pintor?”. Y al preguntarle él de qué pintor hablaba, recibió como respuesta: “¡De Manet, hombre!”. Y ahí terminó la charla.

Algunos días después, Manet quiso saber más sobre aquella sorprendente revelación. “Sí, descendemos del pintor, ya lo sabes”, volvió a escuchar. El padre prometió mostrarle el árbol genealógico de la familia, así como los cuadernos de su tía Jeanne. Un año más tarde, cuando el autor de La amante del pintor se hallaba estudiando en París, se fue durante las vacaciones a Londres. Allí visitó la Tate Gallery, cuyas salas, en su opinión, son más “íntimas” que las de la National Gallery. Un gran cuadro llamó su atención. Representaba a una mujer sentada ante un lienzo, y le pareció un hecho insólito que un pintor retratase a una pintora: “¿Un autorretrato tal vez?”. Leyó el título de la obra: Retrato de Eva Gonzalès, y el nombre del artista: Edouard Manet. (Curiosamente, el nombre original del novelista y dramaturgo es Eduardo Gonzalès-Manet, pero cuando empezó a escribir le pareció ridículo firmar como “Eduardo Gonzalès-Manet Jr”., y suprimió el primer apellido.) Le vino entonces la imagen de su padre: “Nosotros descendemos del pintor”.

Ese fue el inicio de una investigación sobre la familia Gonzalès, que tuvo como principal fuente de documentación las cartas de la época: “cartas entre Eva y su hermana Jeanne y el resto de la familia, cartas de Manet a Eva. Incluso las cartas de Eva a la mujer holandesa del pintor, cuando este ya no escribía a Eva”. Esa búsqueda personal del otro Manet, el escritor, cristalizó en La amante del pintor, un relato novelesco inspirado en personajes reales. Al respecto su autor precisó: “Aunque me he entregado a un trabajo de imaginación, he querido permanecer lo más cerca posible de la realidad. Los textos que he citado reproducen las palabras o los escritos pronunciados o publicados por los personajes mencionados (…) Si no todo es verdad en este relato, la pasión, al menos, es auténtica”.

El propósito que llevó a Manet a escribir la novela no fue, naturalmente, el de probar su parentesco con el célebre pintor francés. Lo hizo para reivindicar la historia de un amor que no conoció límites ni condiciones. En primer lugar, el de Eva por Manet. En segundo, el del pintor por su arte. Y en tercero, el de París por sus artistas. A propósito de esto último, el escritor opina que “esta ciudad jamás recuperará el deseo de conocimiento que tenía entonces”.

El “entonces” al cual alude es el Segundo Imperio (1852-1870). En esa época nos sumerge La amante del pintor para dar una imagen animada y vívida de la efervescencia intelectual y cultural que se vivía en Francia. En ese sentido, fue un período particularmente fecundo, durante el cual desarrollaron su actividad Emile Zola, Auguste Renoir, Camille Pissarro, Fantin-Latour, Claude Monet, Alfred Sisley, para mencionar aquellos que aparecen en la novela. En la plástica, fueron los años de la eclosión del impresionismo, un movimiento cuyos hallazgos fueron decisivos para el arte del siglo XX. Surgió en franca oposición a las fórmulas impuestas por la Academia Francesa de Bellas Artes, que patrocinaba las exposiciones oficiales en el Salón de París.

Adoración en un solo sentido

En buena medida, la novela es una crónica de aquella revolución artística. Pero ante todo es la historia de un gran amor, el que vivieron Eva Gonzalès (1849-1883) y Edouard Manet (1832-1883). Una relación clandestina y tormentosa en la cual, sin embargo, la adoración fue en un solo sentido. Eva sintió por el pintor una pasión sin límites y no dudó en sacrificarse para que él se consagrase por entero a su arte. Para Manet, en cambio, solo existía una cosa a la cual daba plena dedicación: su pintura. Asimismo y pese a estar casado, era conocido por convertir en amantes a todas sus modelos y además tenía dificultades para aceptar la paternidad.

Desde niña, Eva demostró gran talento como pintora. Charles Joshua Chaplin la acogió gratuitamente en su taller, donde se convirtió en su mejor discípula. Pero al cabo de cierto tiempo, ella pensó que debía empezar a volar con sus propias alas. Un amigo de la familia fue quien propició entonces el encuentro con Manet. Tuvo lugar en la casa de los Gonzalès, pese a la inquietud del padre por la reputación de su hija. Además de su fama de mujeriego, Manet se había atrevido a crear cuadros tan escandalosos como Olympia y Almuerzo sobre la hierba. En el primero pintó a una prostituta de alto postín, que se halla tumbada desnuda sobre un diván. En el segundo, a una mujer también sin ropas entre dos hombres vestidos, lo cual se consideró vulgar.

Contra todo pronóstico, Manet, quien siempre se había negado a aceptar discípulos, accedió a tutelar el aprendizaje de Eva. Pero por más que confiasen en ella, los padres no permitieron que pasase las tardes sola con el pintor. Hicieron que fuera acompañada por su hermana Jeanne. Eva no solo fue alumna de Manet, sino que pasó a ser su amante y madre de un hijo del cual él nunca tuvo conocimiento. Mantuvo en secreto el embarazo y cuando se aproximaba la fecha del parto, se fue a España a pasar una temporada con su tía Dolores. El pretexto que dio a su familia fue que deseaba cambiar de aires y enriquecer su visión como pintora.

El relato está armado a partir de los siete cuadernos redactados por Jeanne. En esas páginas, la joven de diecisiete años va consignando la cotidianidad que observa. Eso la lleva a descubrir los sentimientos de Eva y a convertirse en cómplice de su relación amorosa con Manet. En realidad, su hermana es la más implicada y aunque nunca lo admite, para ella resulta una adoración desgarradora. Esa visión de la historia desde la perspectiva de Jeanne aporta una mirada inocente y, a la vez, lúcida, que además dibuja un cuadro de una época en la que el arte se colaba por todos los resquicios de la sociedad.

Según comentó Manet, escribió esta novela porque sentía una admiración especial por Eva. Era una mujer guapa, talentosa, con un carácter fuerte, pero adoraba al pintor sin restricciones y sin exigir nada en reciprocidad. Así se lo confiesa a su hermana, cuando esta le pregunta qué espera de su amante: “Nada, Jeanne, nada. Lo que pueda darme. Cuando pueda dármelo. Vivimos al día, como las flores que él adora. «Mira este ramo de violetas», me dice. «Tengo que darme prisa para pintarlas antes de que se marchiten». Quizá yo soy su violeta de un día. No lo sé. No sé nada. Pero… ocurra lo que ocurra, Jeanne, pase lo que pase… siempre bendeciré al cielo por haber puesto a Manet en mi camino”. Por eso, aunque de acuerdo a la versión oficial falleció debido a la rotura de un vaso sanguíneo por un exceso de tensión, Jeanne está convencida de que la causa fue otra: Eva murió de amor. El hecho de que su hermana solo sobreviviera cinco días al pintor pareciera confirmarlo.

El registro llevado por Jeanne nos permite acercarnos además a la personalidad del pintor, con sus humanos defectos, sus heridas y su anticonformismo. Su talento es reconocido y admirado por los artistas jóvenes y por otros que ya no lo son tanto. Pero no consigue ser aceptado por la Academia. Año tras año envía dos y hasta tres obras al Salón de París. Y año tras año son rechazadas. Finalmente, dos obras suyas son admitidas el mismo año en que Eva y Jeanne también exponen.

Pero no eso no significó que sus problemas con la cerrazón oficial hubiesen acabado. A partir de cierto momento, una sociedad anónima de artistas pasa a organizar el Salón. Desagraciadamente, apunta Jeanne, un gran número de sus miembros son “viejos pintores académicos, seniles y reaccionarios”. Cuando el jurado del evento se disponía a rechazar dos cuadros de Manet, un colega, Alexander Cabanel, proclamó con voz atronadora a propósito de uno de ellos: “¡Señores, no hay ni cuatro de entre nosotros que sea capaz de pintar una cabeza como esa!”.

La amante del pintor resulta, en suma, una novela apasionante, que se lee con placer e interés, y que además está muy bien escrita. Su autor administra acertadamente las dosis de historia y ficción. A través de ella, nos introduce de lleno en el centro de la vida artística del Segundo Imperio. Y con el relato del “camino sembrado de flores, miel y espinas” que transitó su protagonista, ha logrado una obra de lectura muy recomendable. Esta posee además el mérito de descubrir a Eva Gonzalès, una de las pocas pintoras de esa época, junto con Berthe Moriset, su rival en el plano artístico y el personal. Su muerte prematura y su condición femenina pueden explicar su notoria ausencia en el retrato de grupo de los impresionistas.