Actualizado: 23/04/2024 20:43
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Literatura

Homenaje a QWERTYUIOP

Algunas curiosidades acerca de las líneas con que comienzan y terminan algunas obras, los epitafios y los métodos usados por los escritores para estimularse

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En nuestro idioma son muy escasas las obras que se acercan al hecho literario con una óptica y una perspectiva distintas a las de, por ejemplo, los ensayistas o los críticos. Me refiero a aquellas que se dedican a recoger datos curiosos, conexiones insospechadas y anécdotas interesantes que, por lo general, no ocupan espacio en las historias de la literatura, pero que a no dudarlo forman parte de ella. Para ilustrar con un ejemplo, el año pasado el periodista español Jesús Marchamalo publicó Cortázar y los libros, en donde realiza un fascinante escrutinio de los volúmenes que pertenecieron al famoso escritor argentino. Marchamalo también ha hecho algo parecido en Donde se guardan los libros, en el cual hace un recorrido por las bibliotecas de veinte autores españoles contemporáneos. Allí indaga en sus relaciones con esos títulos, en el orden y la ubicación que les dan y otros aspectos. Autor además de Tocar los libros, La tienda de las palabras y Las bibliotecas perdidas, constituye, sin embargo, un caso excepcional junto a algunos poquísimos nombres más, entre los que se impone mencionar el de Alberto Manguel.

Algo bien distinto ocurre en el mundo anglosajón, donde se puede hablar incluso de una tradición, dada la cantidad de libros que existen. Una tradición que además posee ese crédito adicional que da la antigüedad. Tiene su antecedente más añejo en Curiosities of Literature, publicado por primera vez en 1791. Lo escribió Isaac D’Israeli, un ensayista inglés estimado, entre otros, por Lord Byron. En sucesivas ediciones, su libro fue creciendo y para 1823 alcanzó tres volúmenes. Se trata de una variada miscelánea integrada por 276 ensayos redactados de manera accesible y amena, que incluyen disquisiciones críticas, anécdotas, datos históricos. En su época Curiosities of Literature convirtió a D’Israeli en una celebridad, ensombreció sus otras obras y en vida de su autor fue pirateado en numerosas ocasiones.

Aquella miscelánea de anécdotas e informaciones curiosas, animada por un genuino espíritu literario, fue la primera de las muchas que hasta hoy se han escrito. Existen además otras que se ocupan de aspectos concretos como son los títulos (Now All We Need is a Title: Famous Book Titles and How They Got That Way), los seudónimos (Naming Names: Stories of Pseudonyms and Name Changes with a Who’s Who), las dedicatorias (Bloomsbury Dictionary of Dedications), las últimas frases (The Sense of Ending), las notas a pie de página (The Footnote: A Curious History), la costumbre de escribir anotaciones en los márgenes de los libros que se leen (Margins and Marginality: The Printed Page in Early Modern England).

En varias ocasiones me he ocupado desde las páginas de este mismo diario de algunas de esas cuestiones. La benevolencia con que esos artículos fueron acogidos la atribuyo al hecho de que los asuntos allí abordados resultan de interés para algunos lectores. Debido a ello, he creído justo retribuir a esos cuatro o cinco happy few con un par de trabajos. Para poder redactarlos, me dediqué a repasar las páginas de dos títulos referidos al tema, y así pude extraer de ellos un puñado de las curiosidades que recogen. A ese material he sumado otro proveniente de mis propias lecturas, que son, por supuesto, muchísimo más modestas. Los títulos que me han servido de fuente son Invisible Forms. A Guide to Literary Curiosities, de Kevin Jackson, y The Literary Life & Other Curiosities, de Robert Hendrickson.

¿Por dónde empezar? Pues supongo que por el inicio, por los métodos y recursos de los cuales se valen los autores para estimularse. Stendhal confesó que para adquirir el tono correcto para La Cartuja de Parma, cada mañana leía dos páginas del Código Civil. Por su parte, antes de sentarse a escribir Willa Cather leía un pasaje de la Biblia. Hemingway afilaba la punta a varios lápices. Escribía de pie, hasta que se lastimó la espalda en un accidente de aviación. En esa posición también acostumbraban a hacerlo Virginia Woolf y Lewis Carroll. En cambio, trabajaban acostados Mark Twain, Robert Louis Stevenson y Truman Capote. Este último necesitaba papel amarillo, pero no soportaba que hubiese rosas de ese color en el cuarto. Alexander Dumas padre usaba papel rosado para los textos de no ficción, azul para las novelas y amarillo para los poemas. Invariablemente aplicaba esa norma, tanto para él como para los “negros” que contrataba para que lo ayudasen.

Métodos extraños y caros

Edgar Allan Poe tenía un gato siamés y a menudo se lo sentaba en su hombro antes de escribir un poema. Thomas Wolfe daba largos paseos antes de sentarse a trabajar. Rudyard Kipling era incapaz de hacerlo si no tenía tinta muy negra. Schiller se ayudaba con el olor de las manzanas, aunque también estimulaba su cerebro con café mezclado con champán. La costumbre de Henrik Ibsen era bastante extraña: se inspiraba con un retrato de Strindberg que estaba colgado encima de su escritorio. “Es mi enemigo mortal, decía, y estará colgado allí para mirarme mientras escribo”. Alexander Pope disfrutaba el café, aunque no tanto como Balzac, quien se tomaba como mínimo 50 tazas al día. Fueron tantas, que una de las causas de su muerte fue el envenenamiento por cafeína. Y si hablamos de hábitos caros, hay que mencionar el del compositor y dramaturgo norteamericano George M. Cohan, conocido a comienzos del siglo pasado como el “dueño de Broadway”. Alquilaba un vagón completo de un Pullman y viajaba en él hasta que concluía su labor. De este modo podía escribir 140 páginas en una sola noche.

Por alguna misteriosa razón, al novelista D.H. Lawrence le gustaba subirse desnudo a un árbol de moras. Aclaro, no obstante, que no formaba parte de un modo de estimularse, pues no se tienen noticias de que escribiera en tan incómodo sitio. El poeta irlandés Samuel Boyse era tan pobre que debió empeñar su ropa para comer. Eso lo obligó a trabajar durante mes y medio en la cama, hasta que sus amistades lo ayudaron. Víctor Hugo optó por un método extremo: entregaba la ropa a su sirviente con la orden de que no se la devolviese hasta varias horas después, cuando hubiera terminado su labor del día. El norteamericano John Cheever reveló a la revista Newsweek que en sus primeros años como escritor solo podía tener un traje. En la mañana se lo ponía, tomaba el ascensor del edificio y se iba trabajar en un cuarto sin ventanas ubicado en el sótano. Al llegar se desvestía, ponía el traje en una percha y trabajaba hasta la caída de la noche. Entonces se vestía y regresaba a su apartamento. Según él, muchos de sus cuentos los escribió en calzoncillos.

Y a propósito de estos ardides y técnicas, en 1978 Gene Bylinsky reportó en su libro Mood Control que un bioquímico cuyo nombre no proporciona había logrado desarrollar una “píldora para la creatividad”. De acuerdo a él, las pruebas hechas demostraron que aquellas personas que la tomaron escribieron mejor o, por lo menos, más creativamente que aquellas a quienes no se les administró. No he podido encontrar más información sobre tan milagrosa píldora, que resolvería el problema a los escritores a quienes su musa se la dejó en la mano hace un carajal de años.

Siguiendo un orden lógico, lo siguiente de lo que se impone hablar es acerca de las primeras líneas más famosas y logradas. Un buen lector ha de identificar de inmediato estas que copio a continuación: “Todas las familias dichosas se parecen y las desdichadas, lo son cada una a su manera”. Pertenecen, claro, a la novela de Lev Tolstoi Ana Karenina. A ver si saben a qué libro corresponden estas otras: “Allá en otros tiempos (y bien buenos tiempos que eran) había una vez una vaquita (¡mu!) que iba por un caminito. Y esta vaquita que iba por un caminito se encontró un niñín muy guapín, al cual le llamaban el nene de la casa…”. Corresponden al inicio del Retrato del artista adolescente, de James Joyce (cito la traducción a nuestro idioma hecha por Dámaso Alonso).

El principio de Orgullo y prejuicio, Moby Dick, Historia de dos ciudades, La metamorfosis y Ricardo III, están entre los considerados como mejores. Igualmente buenos me parecen a mí estos que copio:

  • · “Hoy murió mi madre”. (El extranjero/ Albert Camus)
  • · “Bajo otras circunstancias, pocas horas en la vida son más agradables que la hora dedicada a la ceremonia conocida como té de la tarde”. (Retrato de una dama/ Henry James)
  • · “¿Encontraría a la Maga?”. (Rayuela/ Julio Cortázar)
  • · “¡Bang! ¡Bang! ¡Bang! Tres tiros en la entrepierna y ya estaba yo camino de la aventura mejor de mi vida”. (Sleep Till Noon/ Max Shulman)
  • · “Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía”. (Lolita/ Vladimir Nabokov)
  • · “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”. (Pedro Páramo/ Juan Rulfo)
  • · “Ésta es, incrédulos del mundo entero, la verídica historia de la Mamá Grande, soberana absoluta del reino de Macondo, que vivió en función de dominio durante 92 años y murió en olor de santidad un martes de septiembre pasado, y a cuyos funerales vino el Sumo Pontífice”. (Los funerales de la Mamá Grande/ Gabriel García Márquez).
  • · “Era un caballero y tenía un novio búlgaro. Pero ahora me he quedado sin novio y dudo mucho que siga siendo un caballero. Creo que soy una perdida”. (Los novios búlgaros/ Eduardo Mendicutti)

De Lezama Lima a Eliseo Alberto

Nuestra literatura no es una excepción, y también puede vanagloriarse de contar con obras que comienzan estupendamente. Lo aclaro, aunque sé que de todos modos va a ser inútil como ocurre cada vez que uno elige textos: la muestra que incluyo aquí es arbitraria y responde a los libros que tengo al alcance.

  • · “Yo veía la noche como si algo se hubiera caído sobre la tierra, un descendimiento. Su lentitud me impedía compararla con algo que descendía por una escalera, por ejemplo. Una marea sobre otra marea, y así incesantemente, hasta ponerse al alcance de mis pies. Unía la caída de la noche con la única extensión del mar?”. (Confluencias/ José Lezama Lima)
  • · “Yo te amo, ciudad,/ aunque solo escucho de ti el lejano rumor,/ aunque soy en tu olvido una isla invisible,/ porque resuenas y tiemblas y me olvidas,/ yo te amo, ciudad”. (“Testamento del pez”/ Gastón Baquero)
  • · “Lo primero que sonó allí fue el nombre: Fillo; Fillo Figueredo. Allí era un montoncito de cuartos, dentro y en torno a la cantera vieja, y el camino a la lomita donde lavaba Sabina, y el camino a los parajes, y el placel, y el tren con su ceiba, y los marabúes. Unos cuartos viejos, nacidos viejos, y chiquitos, y retorcidos y sin orden. Los del baniney, nos llamaron”. (“Un dedo encima”/ Lino Novás Calvo)
  • · “Con tinta roja, como la que solo estaba permitido usar a los antiguos emperadores, ha de haber escrito ella, suprema señora de las letras de los Siglos de Oro en el Nuevo Mundo, hasta el día en el que, renunciando a ello, comenzó a hacerlo con su propia sangre”. (Del encausto a la sangre: Sor Juana Inés de la Cruz/ Mirta Aguirre)
  • · “Tú tenías grandes pies y un tacón jorobado./ Ponte la flor. Espérame, que vamos juntos de viaje”. (“Vida de Flora”/ Virgilio Piñera)
  • · “Por último, salió al patio, casi envuelta en las llamas, se recostó a la mata de tamarindo que ya no florecía, y empezó a llorar en tal forma que el llanto parecía no haber comenzado nunca, sino estar allí desde siempre, bañando sus ojos, produciendo ese ruido como de crujidos”. (La vieja Rosa/ Reinaldo Arenas)
  • · “Mírenme bien. Obsérvenme con detenimiento, no sientan vergüenza: estoy habituada. ¿Están seguros de que soy una mujer de carne y hueso? Si es así, háganmelo saber, porque a veces me temo que soy un espectro, otra alma en pena…”. (Aprendices de brujo/ Antonio Orlando Rodríguez)
  • · “La historia es una gata que siempre cae de pie. Amigos y enemigos de la Revolución cubana, compañeros y gusanos, escorias y camaradas, compatriotas de la isla y del exilio han reflexionado sobre estos años agotadores…”. (Informe contra mí mismo/ Eliseo Alberto).

Terminar de la mejor manera

Asimismo se puede hacer una selección de las frases con las que los autores han concluido sus obras. Las más logradas, quiero decir, pues aquellas que no lo son no vale la pena nombrarlas. Si el hecho de que se recuerden tiene algún valor, al cabo de varios años de haberla leído yo conservo indelebles las últimas líneas de la novela La vorágine, del colombiano José Eustasio Rivera: “Hace cinco meses búscalos en vano Clemente Silva. Ni rastro de ellos. ¡Los devoró la selva!”. Por supuesto, hay muchos más, pero por alguna misteriosa razón no logro acordarme de otros. Corresponde a los psicoanalistas desentrañar por qué.

Al respecto, quiero agregar que de acuerdo a una leyenda, Dante expiró menos de una hora después de redactar el último verso de la estrofa final de su Paraíso: “l’amor che move il sole e l’altre stelle”. Otro italiano, el narrador y poeta Cesare Pavese, concluyó su diario El oficio de vivir, publicado póstumamente, así: “Todo esto da asco. Basta de palabras. Un gesto. No escribiré más”. Lo estampó el 18 de agosto de 1950. Nueve días después se dio un tiro en el cuarto de un hotel de Turín. Y el cineasta francés Jean Eustache, que también se suicidó del mismo modo, dejó escrito en la puerta de la habitación del hotel: “Llame fuerte, como para despertar a un muerto”.

El asunto es un tanto necrofílico, así que voy a concluir refiriéndome a los epitafios que aparecen en las tumbas de algunos escritores. Este, por ejemplo, fue grabado en la de Thomas Wolfe y reproduce una frase de su novela El ángel que nos mira: “El último viaje, el más largo, el mejor”. El de Rilke es muy apropiado a su personalidad: “Rosa, oh! pura contradicción, alegría de no ser el sueño de nadie bajo tantos párpados”. Lo mismo se puede decir del de Juan Ramón Jiménez: “Y cuando me vaya quedarán los pájaros cantando…”. En la tumba del autor de Las Luisiadas se puede leer: “Aquí ya Luis Camoens príncipe de los poetas de su tiempo. Vivió pobre y miserablemente y así murió”. Y en la del escritor ruso Nikolai Gogol: “Se reirán de mis amargas palabras”.

No faltan, sin embargo, las notas de humor. Este es el epitafio del dramaturgo español Miguel Mihura: “Ya decía yo que ese médico no valía mucho”. Estos dos corresponden, respectivamente, a Truman Capote y George Bernard Shaw: “Intenté librarme, pero no pude”, “Yo sabía que si me quedaba por acá el tiempo suficiente, algo así iba a pasar”. Copio uno más, este pertenece a la tumba del Marqués de Sade: “Si no viví más, fue porque no me dio tiempo”. A veces el toque jocoso es obra del azar. Por error del escultor, que no sabía latín, en la tumba del dramaturgo inglés Ben Jonson aparece “O rare Ben Jonson”, en lugar de “Orare Ben Jonson”. A John Dryden se le atribuyó erróneamente lo que realmente estaba escrito en una tumba de Edimburgo: “¡Aquí, bien cómoda en su tumba yace mi esposa!/ Ahora está en paz y yo también”.

Asimismo hay una anécdota referida al Doctor Samuel Parr, quien se especializaba en redactar epitafios en latín y sobre el cual Thomas de Quincey publicó un libro. En una ocasión, el susodicho comentó a un amigo: “Mi señor, usted debería morir primero, para que yo pueda escribir su epitafio”. A lo cual, el amigo respondió: “Doctor Parr, me está usted tentando a que cometa suicidio”. Y a propósito, el año pasado el chileno Hernán Rivera Letelier publicó una novela titulada El escritor de epitafios. Cuando la presentó en Antofagasta, acudió al sitio en una carroza fúnebre.

Aunque no se trata exactamente de un epitafio, pienso que vale la pena contar algo que le ocurrió a John Donne (sí, es el mismo del cual Diego le presta un libro a David en el filme Fresa y chocolate). El suegro estaba furioso cuando su hija Anne se casó sin su consentimiento con el poeta. Echó a ambos de la casa, hizo que encarcelaran por poco tiempo a Donne y obligó al lord del que este era secretario a que lo despidiese. Al considerar todo lo que había pasado, el escritor grabó con jabón en una ventana de la casa: “John Donne/ Anne Donne/ Undonne”.

Y me parece conveniente concluir aquí esta primera entrega. Como dice un amigo mío, no hay que abusar ni aburrir al personal.