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Arenas, Literatura, Borges

“La memoria de Shakespeare” y Reinaldo Arenas

La memoria de un creador que puede ser trasplantada a través de generaciones

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Releo papeles de los años 70 y 80 del siglo pasado: apuntes (“Observo en el discurso de Visconti una suerte de enunciación reiterativa al final de cada escena...”: sobre El gatopardo), diarios habaneros (“Hoy el mar se comportó apacible en el malecón; estuve un rato sentado mirando las olas: conocí a Delfina... Nos besamos al poco rato de conversar en arrullo de una canción de Silvio Rodríguez...”: 25/marzo/1975), postales (hay una de mi hermanita Chela, estudiante de Ingeniería en Moscú: ella con abrigo acompañada de cuatro rusos, el Kremlin, la nieve: “Carly: tremendo frío, mi herma, estoy helada con los labios quemados...”), estrofas de poemas juveniles (“Haz que te siga queriendo / por el amor / no escudriñe en los armarios / palabras / para explicar esta brisa...”: dedicado a Livia, mi novia de la universidad; no está mal, exceptuando eso de ‘escrudiñe’), largas cartas llegadas de Nueva York del novelista Reinaldo Arenas (“La semana pasada, el registro es de 8 jovencitos pasados por la piedra: aquí se tiem… como nunca lo hice en La Habana... Dos me asaltaron a la salida del metro, en Time Square - 42 St: estación que es una locura de gente saliendo y entrando... después fue deliciosa la sin...”).

Me detengo en los pliegos del autor de El mundo alucinante (“Carlos, esas cartas son un tesoro, publícalas, sería un suceso literario; pocos conocen al Reinaldo retratado en esas cartas”, me sugieren algunos amigos. Pero, esas misivas del novelista de Holguín tienen para mí un valor espiritual que está por encima del éxito editorial): año 1985, vivo en la capital mexicana. “Busca el último libro de Borges, La memoria de Shakespeare. Sigo siendo tu mentor literario: me gusta recomendarte cosas, tú me obedeces; otros, no. Son cuatro relatos perfectos; escúchalo bien: ¡perfectos! Hasta que no los leas no me escribas ni me llames por teléfono. La edición debe estar ya en librerías mexicanas, es de 1983”. Conociendo los ultimátums de Reinaldo, salí a buscarlo. Indagué en bibliotecas. Pregunté a lectores obsesivos del autor de Ficciones. Nada. Algunos tenían noticias del cuadernillo, esperaban que llegara a México.

Una tarde de julio de 1986, de visita en casa de Hortensia Irecencia, profesora chilena radicada en México, mientras la esperaba en la antesala, vi en la mesa la delgada edición de Emecé. Me puse nervioso. Robármelo: ni loco. Me abalancé sobre el ejemplar. En eso llegó la maestra. Nos saludamos. Se dio cuenta de mi turbación. “Sí, es el último libro de Borges. No me gustó mucho. Creo que repite la temática de El libro de arena. Pero, lo noto a usted perturbado. ¿Quiere leerlo? Lléveselo”, dijo amable mi anfitriona. Lo leí de un tirón aquella vez. Ahora, en medio de este frío enero de 2016, lo vuelvo a leer con ensimismada pasión.

Cuatro historias: “Veinticinco de agosto, 1983”, “Tigres azules”, “La rosa de Paracelso”, “La memoria de Shakespeare”. Quizás, el primer relato recuerda a “El otro” de El libro de Arena (1975): el asunto del doble. Los tres restantes abordan obsesiones metafísicas que abrumaron siempre al narrador argentino: piedras que no satisfacen los caprichos de la algorítmica, una rosa oscilante entre el resurgir o no de las ruinas, la memoria de un creador (Shakespeare) que puede ser trasplantada a través de generaciones (a este hombre le ofrecen, no la gloria del autor: sino la memoria de la aurora cuando escribió el segundo acto de Hamlet).

Estilo de perfecta conjugación cercano a Rudyard Kipling y Franz Kafka. Laberínticos espacios alegóricos. “Tengo, aún, dos memorias. La mía personal y la de aquel Shakespeare que parcialmente soy. Mejor dicho, dos memorias me tienen”: expresa Daniel Thorpe, protagonista del relato “La memoria de Shakespeare”. Dice Faulkner que “Una novela es la vida secreta de un escritor, el oscuro hermano gemelo de un hombre”. Borges sabía que el cuento es el retrato del instante: ese pasmo irrepetible.


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