Actualizado: 18/04/2024 23:36
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Pintura

La memoria necesaria

Notas sobre Drapetomanía, exposición y homenaje al Grupo Antillano

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La exposición Drapetomanía, bajo la dirección curatorial del historiador Alejandro de la Fuente, llega a la galería The 8th Floor de Manhattan tras haber sido presentada el pasado año en el Centro Provincial de Artes Plásticas y Diseño de Santiago de Cuba y en el Centro de Desarrollo de las Artes Visuales en La Habana[1].

Es esta la segunda vez que de la Fuente aúna esfuerzos con The 8th Floor y especialmente con su directora, la curadora Rachel Perera Weingeist. Ya trabajaron juntos en lo que hoy todos describen como una de las exposiciones de arte cubano contemporáneo más importante de los últimos años, Queloides: Raza y Racismo en el Arte Cubano Contemporáneo, presentada entre los años 2010 y 2012 en La Habana (Centro Wifredo Lam) Pittsburgh (Mattress Factory Art Museum), New York (The 8th Floor) y Boston (W.E.B. Du Bois Institute for African American Research). Este proyecto también contó con la colaboración del artista Elio Rodríguez. Desde entonces, The 8th Floor se ha convertido en el espacio de Nueva York que acoge las propuestas más audaces e interesantes de la plástica cubana. La galería es patrocinada por los mecenas Shelley y Donald Rubin, quienes han conseguido acumular la mayor colección privada de arte cubano del mundo, compuesta por más de 700 obras.

Concebida esencialmente como un necesario homenaje al Grupo Antillano, que entre 1978 y 1983 se dedicó a resaltar los elementos de origen africanos constitutivos del arte cubano, Drapetomanía hace posible el redescubrimiento del quehacer de un movimiento hasta el presente relegado al desconocimiento de artistas, críticos y el público en general.

Inquirió De la Fuente sobre el Grupo Antillano entre amigos y colaboradores, con muchos de los cuales había ya compartido saberes y creatividad durante su primera aventura curatorial, la exposición Queloides: Raza y Racismo en el Arte Cubano Contemporáneo. Mas la mayoría de las respuestas recibidas fueron de perplejidad. Pocos, ni siquiera durante los años de instrucción recibidos en las escuelas de arte cubanas, podían ofrecerle referencias acerca del Grupo Antillano. Afortunadamente, su tenacidad de historiador venció y hoy contamos con esta muestra del “desconocido” grupo; dentro de la cual, sin embargo, figuran obras de artistas de elevado prestigio como Manuel Mendive, Clara Morera, Rafael Queneditt, Ever Fonseca, Arnaldo Rodríguez Larrinaga, Alberto Lescay, Rogelio Rodríguez Cobas, Leonel Morales y Ramón Haití Eduardo, entre otros. Las paradojas se abren: ¿Cómo es posible que tan importantes creadores integrasen este movimiento del que apenas se haya celebrado, hasta hoy, su impronta en la cultura cubana?

Drapetomanía no esclarece estos “misterios” (que pierden lo enigmático si se conoce la tradicional cautela, rayana con el pánico, a la que recurren los cubanos cuando suelen discutir —de atreverse a ello— los problemas raciales). Muy al contrario, la exposición los reanima, pues reúne piezas significativas de los miembros del Grupo Antillano, que son colocadas en relación gestora con obras que en el presente continúan recreando aquello que hace de Cuba una nación de la diáspora global africana.

Drapetomanía se mueve desde el impulso afirmativo de lo negro en los creadores del Grupo Antillano, durante los años setenta y ochenta, hacia la reciente producción de importantes artistas contemporáneos, como José Bedia, René Peña, Marta María Pérez Bravo, Elio Rodríguez, Juan Roberto Diago, Alexis Esquivel y Andrés Montalván.

Al introducir una sección de homenaje al Grupo Antillano, el proyecto curatorial dibuja un bienvenido trazo histórico. Revela continuidades, probablemente inconscientes en la mayoría de estos artistas, dentro de una común búsqueda de expresión identitaria.

Pero antes de incitar la indispensable reflexión sobre el curso histórico de la expresión afro-caribeña en la isla, esta muestra se impone como un explosivo festín de la creación artística del Grupo Antillano. Se redescubren con placer las imponentes tallas de Rogelio Rodríguez Cobas (Santiago de Cuba, 1925); figuras que dotadas de una inesperada sensualidad aluden sin embargo a satélites, naves, instrumentos musicales. En la madera reconocía este escultor el material que le permitía establecer un vínculo expresivo directo con sus raíces africanas, al considerar el árbol, alusivo a las selvas de sus ancestros, como “génesis de todo lo que rodea al hombre” (Grupo Antillano, 148). Sus consideraciones nos hacen comprender que no es un hecho fortuito si la madera deviene predominante según se recorre Drapetomanía.

Artistas como Ramón Haití Eduardo (Pinar del Río, 1932-La Habana , 2008) se sirven de este material para recrear cosmogonías, divinidades y figuras míticas en piezas cuya expresividad poética nos recuerda cuanto en su producción podría considerarse como figuraciones tridimensionales de la pintura de Wifredo Lam.

Asimismo, la fuerza de las criaturas mitológicas salta inapelable, fusionada con la naturaleza, desde los intensos tonos del afamado pintor Arnaldo Rodríguez Larrinaga (La Habana, 1948). Destaca su “Güije de la noche” tanto como las palmeras, aves y otras figuras misteriosas ofrecidas en lo más esencial del enigma: colores y trazos que anuncian la eternidad, lo inevitable, la transformación permanente guardada entre la hoja y el tronco, expectante dentro del ojo del güije y del íreme abakuá.

Es el misterio original de la naturaleza y el hombre, que también busca trasmitir otro prestigioso artista, Ever Fonseca (Guantánamo, 1938). En sus lienzos, dominados por los colores de la manigua, late la fabulación del campo cubano, multitud de ojos nos persiguen.

El mundo mítico sigue impactando al público de Drapetomanía a través de creaciones muy singulares, como las representaciones —con marcado acento bizantino— que de los orishas hace Leonel Morales (La Habana, 1940).

Otra de las sorpresas que nos depara la exposición es la presentación de la obra pictórica de Alberto Lescay (Santiago de Cuba, 1950), ampliamente reconocido por sus monumentos que en importantes espacios públicos homenajean a héroes negros como Antonio Maceo. En Drapetomanía, Lescay retoma elementos recurrentes en sus esculturas: el cimarrón y la nganga conga.

Desde otro ámbito expresivo irrumpen inevitables las piezas de Clara Morera (Camagüey, 1944). Está el enorme abanico que concibió expresamente para esta exposición, en cuyo centro un ojo penetrante tal vez advierte del inminente “Regreso del Santo Pájaro”. Desde allí nos asalta una feminidad a la vez telúrica y alada, poderosa, anclada en ritualidades ancestrales pero trascendente en la verdad de la carne. Abunda en el conjunto de su obra la recreación de mitologías de la Regla de Ocha, mas esta ocurre inscrita en vitalidades recia y esencialmente femeninas.

Que se trate de pinturas, objetos, esculturas blandas o instalaciones, la creación de Morera desborda y se impone, a través del color, de la textura bruja de los materiales, de miradas desde el cuadro clavadas en la mirada del espectador. En todas, la expresividad exquisita deviene mundo del cual no consigue uno escapar, ni siquiera alejarse.

En general, todas estas obras revelan el vigoroso trabajo de los miembros del Grupo Antillano, aunados por una voluntad común: la exaltación de lo afrocaribeño en el arte cubano contemporáneo.

Era éste el eje central de las actividades del Grupo, según atestigua uno de sus fundadores, el escultor y grabador Rafael Queneditt (La Habana, 1942). De su autoría es la majestuosa instalación “Resurrección”, que cargada de simbolismo reina en Drapetomanía, anunciando desde su título la importancia de esta muestra.

Queneditt fue sin dudas una figura aglutinadora que propició el diálogo entre numerosos intelectuales y creadores, llegados de todas las artes, en torno al Grupo Antillano. Su mayor mérito es sin embargo destilado por la original obra que en los años 1970s y 1980s le valió notable reconocimiento. Fue por aquella época que produjo impresionantes murales escultóricos comisionados por las instituciones culturales para importantes espacios públicos, como el entonces a punto de ser inaugurado Teatro Nacional de Cuba, en La Habana.

La particularidad de aquellas majestuosas instalaciones en metal y madera residía en la armónica imbricación de elementos de evidente inspiración africana, como firmas abakuá y leyendas yorubas, logrado por Queneditt.

El gesto del artista resultaba extraordinario en un severo período de la revolución cubana —heredero de las “Palabras a los Intelectuales” de Fidel Castro (1961), la publicación del “El socialismo y el hombre en Cuba” (1965) de Ernesto Guevara y la celebración de los primeros congresos Nacional de la Educación (1971) y del Partido Comunista (1975), una serie de eventos que propiciaron la estructuración e institucionalización de las políticas culturales de la sociedad socialista.

La obra de Queneditt aparece entonces en espacios de gran visibilidad pública, dentro de un clima político-ideológico que condenaba implacable toda alusión mitológica, especialmente de origen africano, como atavismo y expresión de la sociedad burguesa supuestamente superada.

Sin embargo, la perspectiva estética de Queneditt en aquellos murales desmantelaba cualquier posible imputación de mero folclorismo. El artista proponía una salida para expresar lo afrocaribeño a través de obras de exquisita factura plástica, sin circunscribirlo a lo folclórico.

Se muestra en esto coherente con las preocupaciones fundamentales del Grupo Antillano: “Durante años sufrimos el anonimato y el ensañamiento contra todo lo que tenía que ver con las raíces de origen africano, vistas sólo como un hecho religioso y no cultural” (4).

Así lo reconoce el artista en Grupo Antillano: El Arte de Afro-Cuba, exhaustivo volumen, editado por Alejandro de La Fuente, que recorre la historia del grupo y de los artistas vinculados al mismo y que acompaña la exposición Drapetomanía.

Dentro de este libro, de extraordinaria importancia por la detallada información histórica que ofrece, es particularmente iluminador el ensayo sobre la imagen del negro en la plástica cubana presentado por Guillermina Ramos Cruz.

Considerada como la historiadora y relatora del Grupo Antillano, Ramos Cruz recorre minuciosa la trayectoria del movimiento, del que fuera miembro, reconociendo que a pesar de la interesante propuesta que ofrecía el Grupo Antillano, éste en un final no contó con un apoyo sostenido por parte del Ministerio de Cultura, lo que posiblemente provocó su disolución en 1983.

Por otra parte, la investigadora resalta la importancia, como fuerza propulsora aún desde la invisibilidad, que en la creación en 1995 de la Fundación Fernando Ortiz en La Habana y de la Casa del Caribe en Santiago de Cuba en 1982, tuvo la existencia del Grupo Antillano.

Mas este antecedente no ha sido justamente valorado en opinión de Ramos Cruz. En tal sentido resulta también notable el escaso, por no decir nulo, reconocimiento al aporte del Grupo Antillano por historiadores y críticos de arte cubano. Se trata de una lamentable omisión que la exposición Drapetomanía y el libro que la acompaña vienen a subsanar.

En la recuperación actual de la impronta del Grupo Antillano ha sido primordial el rastreo histórico en publicaciones de la época, que permite hoy descubrir la presencia en las actividades del grupo de cimeras personalidades de la plástica cubana, como René Portocarrero, Rita Longa y Wifredo Lam, nombrado Presidente honorario del Grupo Antillano.

Resultó también fundamental la asidua colaboración del investigador y poeta Rogelio Martínez Furé y del dramaturgo Eugenio Hernández Espinosa, quienes fueron atraídos al Grupo Antillano gracias a la voluntad incorporativa de Rafael Queneditt.

Entre las personalidades que mantuvieron una relación crucial con el Grupo vale destacar a la promotora cultural Nisia Agüero, quien durante muchos años dirigiera importantes instituciones que acogieron la producción de los artistas del Grupo, como la Asociación Cubana de Artesanos Artistas, el Fondo de Bienes Culturales y los teatros Mella y Nacional.

Resulta también significativa la presencia y colaboración en algunas actividades del Grupo Antillano, del escritor Pablo Armando Fernández y el músico Sergio Vitier, entre otros creadores e intelectuales.

En general, este movimiento se caracterizó por su carácter inclusivo, lo que posibilitó que se convirtiera en un proyecto abierto no sólo a los artistas plásticos sino también a escritores, músicos, ensayistas, periodistas, promotores culturales. Alcanzar la sorprendente pluridisciplinaridad de sus miembros hizo de esta iniciativa una propuesta cultural integral, en la que confluyeron disímiles visiones, no obstante convergentes en la valorización de los elementos considerados como afrocubanos dentro de la cultura nacional.

Inexorable es el vínculo con el presente, esencial a la acción curatorial emprendida por Alejandro de la Fuente en Drapetomanía. Deviene en tal sentido muy sugerente la presencia de Leandro Soto y José Bedia, conocidos por la sistemática incursión de temáticas de origen africano en sus obras. En la exposición, funcionan ambos artistas como una especie de bisagra entre el Grupo Antillano y Volumen Uno, del que formaron parte.

Contemporáneo con el Grupo Antillano, el proyecto Volumen Uno en cambio si obtuvo el reconocimiento de la crítica y, mientras el Grupo Antillano se desvaneció en la indiferencia y el olvido, Volumen Uno permanecería celebrado como una fuerza esencial de la producción cultural cubana de los ochenta.

Esta es la conclusión que arroja toda investigación en catálogos, historiografías y monografías sobre el arte cubano contemporáneo. El Grupo Antillano parece no haber existido nunca. Estos artistas trabajaban por recuperar los aspectos sepultados de la cultura nacional, especialmente los orígenes africanos, y en los años 1980 fueron identificados principalmente como artesanos; mientras los creadores de Volumen Uno proponían aperturas hacia el futuro y el exterior de la isla, empujaban de manera explícita las puertas de la llamada posmodernidad —entonces tan a la moda.

Pero Drapetomanía nos convence ahora de que la esencia y la pulsión artística de ambos movimientos no estaban tan alejados el uno del otro. Una similar energía de ruptura los impulsaba haciendo de ambos proyectos sólidas propuestas estéticas.

Queda una pregunta: ¿Por qué Drapetomanía, hoy?

Incontestable es la pertinencia de esta exposición, que reside en el movimiento de continuidad que De La Fuente nos hace trazar entre el Grupo Antillano y los participantes en el proyecto Queloides —desde sus orígenes habaneros cuando tuvieron lugar las primeras exposiciones directamente relacionadas con temáticas raciales: Queloides I Parte (1997), Ni músicos ni deportistas (1997) y Queloides II (1999), hasta finalmente llegar a la exhibición Queloides: Raza y racismo en el arte cubano contemporáneo (2010-2012).

En el más acuciante presente, cuando la pervivencia del racismo es nuevamente discutida en Cuba, deviene imprescindible reconocer estas genealogías, volver la mirada hacia lo ya hecho, desde la actualidad, y sólo así caminar.

Alejandro de la Fuente tituló Drapetomanía esta muestra aludiendo a la supuesta enfermedad que en 1851 exponía el Dr. Samuel A. Catwright, en Luisiana, como ilustrativa del salvajismo de los negros que se resistían a mantenerse esclavizados y escapaban.

El cimarronaje quedaría entonces presuntamente explicado a través de la inferioridad racial del negro. Sus verdaderas naturaleza y causas permanecen de tal suerte incomprendidas cuando son examinadas bajo una óptica racista. Igualmente sucede con el cimarronaje del sujeto afrodiaspórico contemporáneo que, en la actualidad, ha sustituido el monte por otros espacios alternativos al mainstream socio-cultural.

Eso fue Grupo Antillano, un movimiento de cimarronaje cultural que hizo de la cultura una manigua intrincada, espacio de resistencia al pensamiento hegemónico.

Tal vez se escondan aquí las razones que explican el olvido en que permaneció el Grupo Antillano durante tantos años. Resaltar una continuidad de rebeldía resulta obviamente primordial para la comprensión de Drapetomanía como proyecto artístico y social. Tras los queloides, la dolorosa huella dejada por una herida persistente a través de los siglos, se descubre la rebelión sostenida del cimarrón. No en balde se abre el libro que documenta esta exposición con los vibrantes versos de Rogelio Martínez Furé:

Ikiri adá
Ogún aladá meyi.
Ikiri adá.
“Los derechos no se mendigan,
se conquista con el filo del machete”
—sentenció nuestro Titán.
Ikiri adá.
¿Y si el machete perdió el filo?
—pregunto a los ancestros.
Ikiri adá.
¡Sáquenle filo de nuevo!
—responden los égunes de cimarrones y mambises.
¡Sáquenle filo de nuevo!
¡Somos hijos de Yokende!
Dueño de los machetes.
Ikiri adá.



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