Actualizado: 28/03/2024 20:07
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Los tambores amanecieron cansados

A partir del dilema de una joven santiaguera cuyo esposo tiene la idea de recibir huéspedes temporales en la casa, José Antonio Martínez Coronel ofrece una perspicaz mirada de la realidad cubana de hoy

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“Y ahora Julio quiere cambiar la fachada. Para colmo. Con una habitación de alquiler a turistas, como si no bastara lo que tengo arriba por Relaciones Públicas de ese hotel, tampoco descansar en casa. De qué me valieron mis cinco años en la universidad, regresar aquí con mi tesis sobre la arquitectura en Santiago primera mitad del siglo XX, si en fin de cuentas he terminado como tantos otros, trabajando en el turismo. Menos mal que saqué mi diploma en la Alianza Francesa, y no me va mal en inglés, porque lo que es de profesora no trabajo más, por lo menos mientras las cosas sigan como van”.

Confieso con toda honestidad que tras leer ese párrafo, correspondiente al inicio de la noveleta La paz de los vitrales (Editorial Unicornio, San Antonio de los Baños, 2010, 54 páginas), mis expectativas como lector no eran muchas. Por una parte, se trata del primer texto de José Antonio Martínez Coronel (Güines, 1966) que leo. No conozco su producción anterior, que incluye siete colecciones de cuentos y una novela. Y por otra, la abundante literatura existente sobre el llamado Período Especial me predisponía a encontrar un inventario de apagones, jineteras, estrategias y picardías para sobrevivir, todo ello convenientemente aderezado con elementos costumbristas. Incluso el propio punto de partida de habilitar una casa de vivienda para albergar turistas presumiblemente extranjeros, me hizo temer que eso iba a dar lugar a situaciones humorísticas.

Y no se trata de que en La paz de los vitrales esas referencias a la situación de la Isla no aparezcan. Su autor, sin embargo, ha tratado de ir más allá de lo que puede encontrarse en cualquier artículo periodístico e indagar en cuestiones que resultan menos obvias. O para usar sus palabras, “mirar lo que solo se puede ver cuando se mira desde adentro y las cosas reciben su nombre”. Para ello, escogió como protagonista y narradora a Omnia María Cimier Colba, una santiaguera graduada en Historia del Arte en la Universidad de La Habana. Tras concluir sus estudios, regresó a su ciudad natal y pasó a impartir clases en la Universidad de Oriente. Trabajó allí hasta que, como ella misma expresa, no aguantó más y logró entrar de animadora en un hotel de la playa. Ella, que jamás se imaginó en el centro de un show. Acude a una frase que a diario se escucha en la Isla y comenta: “No es fácil. No es fácil prepararte para algo y después todo sea distinto”. Y en cierto momento, reflexiona y se pregunta: “¿Cuántos de mi año quedan en Cuba, y cuántos trabajan en lo que estudian?”.

El hecho de asignar a Omnia la narración constituye una elección atinada. Al tratarse de una mujer culta, capaz de observar analíticamente la realidad, sus comentarios y reflexiones son coherentes y verosímiles, aunque conviene apuntar que nunca son eruditos ni pedantes. Por el contrario, Martínez Coronel optó por la naturalidad de la expresión, por un lenguaje desprovisto tanto de pretensiones intelectuales como de excesos discursivos. El texto mantiene siempre un tono confesional e intimista, pues en definitiva se trata de la “descarga” que se hace a sí misma la narradora, a partir del dilema que para ella conlleva la idea de su esposo de recibir huéspedes temporales.

Omnia no está convencida de las ventajas y conveniencias de realizar obras en la fachada de la casa con ese propósito. Es consciente del precio que ella y su familia deberán pagar por esa hipotética entrada de divisas. Significa sacrificar parte de su privacidad, “para congraciarse con quien alquilará un espacio de nuestra intimidad”. Por eso comenta: “No sé si podré vivir en lo que vendrá después del cambio de fachada. Bastante hay ya con esta vida para, encima, que mi portal no sea solo mi portal, los niños no puedan jugar ni reír como quieran, una vida de horario también entre estas cuatro paredes, más las divisiones entre vecinos, porque eso viene, cansada estoy de verlo, y no estoy para complicarme la vida más de lo que ya está”.

Por otro lado, a lo largo de su relato Omnia se refiere a los efectos que el turismo extranjero ha tenido en una sociedad como la cubana. Por razones que tienen que ver con su trabajo como relacionista pública de un hotel, ella debe tratar habitualmente con hombres de otros países. Sin embargo, sabe que a los ojos de muchos de sus compatriotas, incluidos los policías, ella es una mulata que busca sonsacar y ligar a los turistas. Aunque no le importa mucho lo que la gente hable o piense sobre ella, la indigna el hecho de que “cualquier vínculo con un extranjero sea visto por el prisma del dinero, como si el amor o el intercambio realmente cultural no fuese posible del 91 acá”; o “como si estar cerca de un extranjero, no ya abordarlo, fuese síntoma obligatorio de gestión económica personal”.

Una ciudad en función de los turistas

El turismo, del que tanto depende la economía del país, ha hecho además que muchas cosas de la vida cotidiana hayan adquirido otro sentido. Por ejemplo, el estudiar otros idiomas tiene ahora un propósito distinto al que antes se le daba. A Omnia le molesta también que, con tantas mujeres hermosas como hay en Cuba —es precisamente uno de los principales atractivos para muchos turistas—, el detalle de que una cubana parezca “yuma” haya pasado a ser un piropo. Asimismo esto ha dado lugar a eso que ella define gráficamente como “sonrisa para el extranjero y cara de tranca para el cubano”. Le tocó experimentarlo cuando un matrimonio canadiense la invitó a ella y a sus padres a pasar un día en Baconao. Allí, aparte de “esa alegría contada de saber que lo haces porque te invitaron y no porque lo puedas hacer con tu salario”, ve cómo un empleado encargado de mostrar los delfines a los visitantes, tiene un trato para los extranjeros y otro menos amable para sus compatriotas.

Por otro lado, la ciudad misma no es ya la que ella conoció. Ahora todo está en función de captar la atención y complacer a los turistas. Santiago de Cuba ha perdido así mucho de su identidad para pasar a ser the most African, the most musical and the most passionte city in Cuba, “como si aquí solo hubiese negros y la vida fuese verdaderamente un carnaval”. A veces Omnia se dedica a recordar cómo era antes su ciudad, “cuando el trío Matamoros era otro de tantos luchando la vida, con la autenticidad que no abunda en quienes, de solo ver a un turista, le caen arriba con La Guantanamera o la canción del Che, babeándoles ‘¡Amigo, amigo!’, esa palabra del asco, dicha así, como si yo no supiera lo que dicen cuando los otros siguen su camino y se quedan ellos sin la propina soñada”.

Para la narradora protagonista de La paz de los vitrales, esa transformación experimentada por Santiago de Cuba es particularmente dolorosa. Siente un amor profundo por su ciudad, y aunque admite que hay veces que no la soporta, afirma que no la cambiaría por ninguna otra. La conoce muy bien no solo por haber escrito una tesis sobre su arquitectura, sino porque le gusta recorrerla. (Martínez Coronel pone de manifiesto una verdadera obsesión topográfica, al registrar el nombre de muchos lugares y calles.) Eso además tiene que ver con sus raíces identitarias, pues como ella apunta “hay personas que son de un lugar y no pueden ser de otro porque en eso les va la vida”. Lo sabe porque estudiar durante cinco años en La Habana la hizo más santiaguera: “Pasar de Las Tunas para acá era una fiesta. Volver a lo mío, mi patria chica, consciente de que solo podemos vivir en un lugar porque ese lugar nos define y si lo dejamos, también dejamos un poco de lo más íntimo, lo único limpio que podemos llevarnos de esta vida”.

Por supuesto, le encantaría viajar como estos turistas con los que a diario tiene que tratar. Pero hacerlo con su salario, no estar obligada a una carta de invitación, ni a la situación humillante de que en cualquier embajada vean en ella a una posible emigrante, por el simple hecho de ser cubana y residir en la Isla. “Como si yo no pudiera estar orgullosa de este pedacito de tierra sin catedrales góticas, sin puentes milenarios, sin bisontes rupestres, pero donde me gustaría morir, con todo lo que vienen ellos buscando aquí y nos hace complementarios mundiales”.

Es cierto, reconoce Omnia, que quisiera volver a dar clases. Pero no puede pensar solo en sí misma, y no es culpa suya que solo con ese salario no se pueda vivir, porque “ahora un maletero gana más que un profesor”. Su único deseo es vivir, vivir tranquila. El problema, como ella expresa, es que hoy no tiene “deseos de decir Palante el carro y toquen con los tambores, porque los tambores amanecieron cansados, quieren luz y creo que ya no se conformarán con los vitrales”.

Un aspecto que decididamente obra a favor de La paz de los vitrales es su falta de pretensiones. Es evidente que en ningún momento su autor tuvo la ambición de escribir una gran novela. De entrada, apenas tiene 54 páginas, a lo cual hay que agregar el pequeño formato de la edición. Consciente de ello, Martínez Coronel aprovecha inteligentemente ese limitado espacio y evita dar cabida a los aspectos más habituales y, en algunos casos, típicos de la realidad cubana de hoy. Y cuando lo hace, se preocupa por despojarlos de ingredientes pintoresquistas efímeros. Asimismo, en lugar de regodearse en la descripción de esa realidad, opta por escarbar bajo la misma. Privilegia así la perspicacia de la mirada, y si bien no alcanza a profundizar en esos temas por lo menos se apunta el mérito de llamar la atención sobre los mismos. Es de destacar también el buen nivel logrado por su escritura, que se sustenta en una prosa concisa y sencilla, pero no descuidada ni pobre. La paz de los vitrales alcanza, en suma, suficientes cualidades estéticas y temáticas para recomendar su lectura.