Actualizado: 23/04/2024 20:43
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Costumbres, Literatura, México

Muerte y surrealismo en México (I)

El sentido del humor define la originalidad mexicana al referirse al culto de la muerte

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Hace seis años, cuando llegué a México, comprendí que un extranjero percibe las peculiaridades de un país mucho mejor que los nacidos allí. Yo venía de una larga temporada en una Europa supuestamente racionalista y cartesiana. Así que el primer impacto que recibí aquí fueron los ruidos callejeros. París, Madrid, Barcelona, Bruselas o Berlín son vastos silencios sepulcrales comparados con el universo acústico mexicano, en particular, con sus pregones.

Lo primero que me impresionó fue esa voz ubicua que anuncia “lleve sus ricos tamalitos oaxaqueños”. Me fascinó el silbato del carrito del camotero, me dejé hechizar por los organilleros en los parques, experimenté una alegría casi infantil al oír al afilador de tijeras llenando el aire con los arabescos de su flauta o al panadero que llega en bicicleta hasta la puerta de tu casa tocando un fotuto.

Estas y otras experiencias alucinantes me hicieron comprender que una ciudad sin pregones ya no vibra, es como un cadáver insepulto, un territorio sin pneuma. De pronto yo estaba viviendo en México aquello que en 1949 Alejo Carpentier definió como “lo Real Maravilloso” en su prólogo a El reino de este mundo.

Lo Real Maravilloso no es más que una variante caribeña del Surrealismo. Esa manera de ver y de narrar el Caribe luego se extendió —con ligeras variaciones y adoptando diversas denominaciones— a varios escritores en distintas zonas geográficas latinoamericanas: Guimarães Rosa en Brasil, Juan Rulfo en México, García Márquez en Colombia…

Esto se me hizo patente cuando reparé en otro rasgo muy mexicano: la fascinación por la muerte. Esa pasión escatológica era ya precortesiana, hunde sus raíces en la imaginación colectiva de este país mucho antes de que los europeos desembarcaran aquí. Los mayas ya tenían su dios de la muerte, llamado Kimi, representado por un esqueleto. El dios de la muerte de los aztecas era el Señor de Mictlán: otra osamenta.

El culto a la muerte está presente en culturas muy antiguas. Bastaría mencionar a Egipto y al Tíbet con el Libro de los Muertos y el Bardo Thödol, respectivamente. En la Europa de los siglos XIV y XV los pintores, escultores y grabadores pusieron de moda las “danzas macabras” . El memento mori fue un género que hizo fortuna en las artes plásticas del Renacimiento. La muerte reaparece en las mascaradas de Ensor, en los fantasmas de Munch y hasta en el cine de Bergman con El séptimo sello.

Luego entonces, ¿qué es lo original en México? El sentido del humor. En toda la historia de la humanidad solo ha habido otro pueblo que enfrentaba la muerte con una sonrisa de oreja a oreja. Me refiero a los etruscos, cuyas tumbas decoradas con escenas alegres y saturadas de colorido, así como los sarcófagos esculpidos con risueños difuntos, nos dicen que en Etruria, al igual que en México, se reían hasta de la muerte. No es casual que D. H. Lawrence escribiera Etruscan places poco después de La serpiente emplumada.

La gran contribución de este país, lo típicamente mexicano, consiste en desmitificar a la muerte a través del espontáneo sentido del humor de la cultura popular.

La muerte es una constante en México y eso se deja ver en las esqueletadas y las Catrinas del grabador Guadalupe Posada. Lo vemos en películas como El esqueleto de la señora Morales (1959) con Arturo de Córdova y guión de Luis Alcoriza, y también en filmes más recientes, como Los tres entierros de Melquíades Estrada, con guión de Guillermo Arriaga.

En la poesía mexicana abunda el tema escatológico. Recordemos dos títulos imprescindibles: Muerte sin fin, de José Gorostiza, y Nostalgia de la muerte, de Xavier Villaurrutia.

Carlos Pellicer escribió: “el pueblo mexicano tiene dos obsesiones: el gusto por la muerte y el amor a las flores”. Sin duda el poeta pensaba en las “guerras floridas” y en los sacrificios humanos que tenían lugar después de aquellos combates cuyo objetivo era justamente obtener prisioneros de guerra para arrancarles los corazones. Esos corazones sangrantes eran las flores palpitantes que los aztecas ofrendaban a sus dioses. De ahí la denominación de “guerra florida”, pues la sangre humana era el líquido precioso para la deidad solar, que los colibríes divinizados bajaban a libar.

Hoy las flores son cempasúchiles y su intenso olor, así como su colorido, sirve para guiar las almas de los difuntos desde el cementerio a los altares sin que pierdan el rumbo. Las víctimas sacrificiales de antaño se han transformado en panes de muerto y en calaveritas de azúcar. Los mexicanos se comen simbólicamente a la muerte en una nueva forma de teofagia, en la cual ya no es el Dios quien se los come a ellos, sino ellos al Dios, dando lugar así a una curiosa variante de la Eucaristía.

Los mejores prosistas mexicanos también se inspiran en la muerte. Bastaría citar ese pueblo fantasmagórico que es la Comala de Rulfo en Pedro Páramo. En La muerte de Artemio Cruz, de Carlos Fuentes, retorna el tema de las postrimerías. En su relato Aura no sabemos si esa enigmática mujer está viva o muerta, o si la vieja viuda y su joven sobrina son espectros en plena metempsicosis. El paradójico título de Elena Garro, Los recuerdos del porvenir, alude a la muerte, pues si el futuro puede generar recuerdos, significa que ya pasó, ya está muerto. En la novela Las muertas, de Jorge Ibargüengoitia, reaparece lo macabro hilarante.

La profusión de cadáveres que desfila por las páginas de Cartucho, de Nellie Campobello, constituye otro homenaje a la muerte, esta vez en el contexto de la Revolución Mexicana y con la gracia añadida de que todo está narrado desde el punto de vista de una niña. Dice la escritora en su prólogo: “Mis fusilados… mis hombres muertos. Mis juguetes de la infancia”.

Este argumento fascina incluso a extranjeros, como el escritor inglés Malcolm Lowry, autor de Bajo el volcán, cuya acción transcurre en Cuernavaca durante el Día de Muertos.

En este país no existe el luto total, como demuestra el alegre colorido de los altares del Día de Muertos que se ven en casas y espacios públicos. Esos estallidos cromáticos revelan una relación desenfadada, nada solemne, con la muerte, al igual que la música bailable en algunos entierros y los dolientes comiendo en los panteones junto a sus muertos.

Por otra parte, el culto a la muerte es tan inherente al Surrealismo que ya sus antecesores, los dadaístas, cuando quisieron bautizar un nuevo subgénero poético, lo llamaron “cadáver exquisito”.

Dalí se robó de un tanatorio la mano de un cadáver para darle mayor verosimilitud a una secuencia de El perro andaluz. El genial Raymond Roussel viajó por Europa en lo que fue la primera caravana acompañado de su madre, quien llevaba en el tráiler un lujoso sarcófago por si la muerte la sorprendía en uno de los periplos de su extravagante hijo.

Volvamos a México, donde en los años sesenta del siglo XX, se llegó a fundar la Congregación o Iglesia de la Santa Muerte. Lo cual no tiene nada de extraño en un país donde la diosa madre de los aztecas, la Coatlicue, ostenta en el pecho unas manos (obviamente cortadas, como hizo Dalí) y una calavera. Ella también porta un collar de corazones arrancados a las víctimas de los sacrificios. En el Templo Mayor de México-Tenochtitlan se alza un tzompantli —o altar de cráneos de piedra— sobre el que se colocaban estacas con las calaveras de los inmolados.

Quiso el azar que los aztecas tuvieran su “Festival de muertos” y los españoles también su “Día de los Fieles Difuntos”. Eso propició un mestizaje mitológico que desembocó en el imaginario colectivo del México actual donde, además, se fusiona con el Halloween de origen celta.

A finales del siglo XX surgió un movimiento de artistas plásticos mexicanos agrupados en el “Grupo Semefo”[1], quienes en sus instalaciones y performances usaban imágenes de cadáveres en la morgue, trabajaban con grasa humana o con fetos de animales. Todo un arte tanatológico largamente arraigado en el humus de la mexicanidad.

México es el único país del mundo donde se trata a los difuntos con inusitado cariño. Les llaman “muertitos”, diminutivo entrañable digno del famoso apapacho mexicano. Aquí es tan intensa la promiscuidad con la muerte que un día sonó el teléfono de mi casa. Para mi sorpresa, era el empleado de una funeraria ofreciéndome un ataúd a plazos. Le dije que todavía no tenía pensado morirme. El tipo insistió: “hay que pensar en todo”. Tras mi negativa, se puso didáctico: “¿Sabía usted que el cadáver empieza a supurar líquidos veinticuatro horas después de la muerte?”. Le respondí que no me interesaban esos detalles tan repugnantes. “En México la ley obliga a comprarse un féretro”… argumentó el empleado de pompas fúnebres quizá con la esperanza de amilanarme.

Fue la conversación más surrealista que he sostenido en mi vida. No creo que exista otro país en el mundo donde te vendan por teléfono un sarcófago a plazos cuando todavía estás vivo.

André Breton —el Padre del Surrealismo— vino a México en 1938 para impartir unas conferencias sobre ese movimiento artístico y literario, pero pronto comprendió que no tenía nada que enseñar sobre esa materia en el país más surrealista del mundo. Entre otras cosas, aquí se fascinó con las pirámides y con la mitología azteca, pero sobre todo alucinó con los frijolitos saltarines y con un carpintero al que le encargó una mesa no sin antes hacerle un croquis del mueble en un papel. El dibujo representaba el mueble en perspectiva. El carpintero mexicano le preguntó si quería así la mesa, a lo cual Breton respondió afirmativamente. El carpintero hizo una copia tan estrictamente fiel del boceto que, al final, las dos patas de delante eran más largas que las de atrás, de resultas de lo cual la mesa cojeaba, el tablero inclinado hacía que todo rodara hasta caer al suelo y las gavetas salían por arriba en vez de por los lados. Breton quedó tan deslumbrado que consideró el mueble como un trofeo dadaísta, un fetiche surrealista.

Quizá muchos mexicanos no se den cuenta de cuán inefables son estos y otros detalles, tal vez no les otorguen la debida importancia, porque están demasiado inmersos en su realidad desde que nacieron. Pero cualquier extranjero inmediatamente descubre aquí peculiaridades surrealistas a manos llenas, por doquier, y a todas horas.

Eso explica que muchos artistas surrealistas hayan visitado el país y algunos se quedaran a vivir aquí. Antonin Artaud, por ejemplo, se fascinó con la cosmovisión indígena y con el peyote. Tampoco es casualidad que Remedios Varo, Leonora Carrington y Edward James recalaran en este país. Luis Buñuel vivió, filmó y murió aquí. México actúa como un gigantesco imán atrayendo irresistiblemente a todas estas personalidades de naturaleza surrealista.


[1] Semefo: siglas de Servicio Médico Forense.


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