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Literatura, Testimonio, Angola

No más héroes ni amaneceres apacibles

En su libro más reciente, Emilio Comas Paret parte de su participación en el conflicto bélico de Angola para abordar la naturaleza de las guerras, su sicología y también su inutilidad como solución a las contradicciones humanas

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En la década de los 70, se proyectó en Cuba Los amaneceres aquí son apacibles, una de las numerosísimas películas que la cinematografía soviética dedicó al tema de la guerra contra la invasión nazi. Estaba basada en una novela de Boris Vasíliev, que además dio lugar a una adaptación teatral que también se estrenó en La Habana. Tengo un ejemplar de la traducción al español, publicada por la Editorial Progreso en 1975, y en la breve nota que aparece al inicio se dice que la obra de Vasíliev narra cómo un brigada y seis muchachas de la artillería antiaérea lograron detener a un grupo de saboteadores fascistas. Y se apunta que “está dedicada al heroísmo de la juventud soviética en los años de la Gran Guerra Patria”.

En título del libro más reciente de Emilio Comas Paret (Caibarién, 1942) remite al de aquel libro: Desconfiemos de los amaneceres apacibles (Premio UNEAC de Testimonio 2011, Ediciones Unión, La Habana, 2012, 162 páginas). Lo hace, sin embargo, no como un simple juego intertextual, sino como una declaración de principios. En una entrevista, declaró que la suya es “una obra sobre la guerra, pero que no tiene para nada la significación que tuvo aquella novela. Aunque escribo una obra que a pesar de que su tema es la guerra, no es épica para nada. Yo siempre digo que a mí no me interesó usar ni el héroe de la guerra, ni el antihéroe. Me interesó manifestar cómo se maneja, cómo actúa el ser humano, en una contienda bélica, que es muy impresionante y terrible, muy compleja y terrible”.

La guerra de la que se habla en Desconfiemos… es la que se libró en Angola, entre 1975 y 2002, y en la cual participaron soldados cubanos. Comas Paret tomó parte como combatiente en 1976, y el impacto emocional y sicológico que para él tuvo aquella experiencia se reflejó en su quehacer literario. En 1983 dio a conocer De Cabinda a Cunene, una novela testimonial en la que, reconoce él, daba “una visión rápida y quizás algo superficial de la guerra, incluso con algunos capítulos escritos en la propia Angola, al calor de los acontecimientos”. Desconfiemos… es, pues, la segunda obra que dedica al tema, que, sin embargo, él no da aún por agotado: “Mi experiencia personal en aquel acontecimiento la estoy escribiendo en otro nuevo libro, aún sin título, que aunque no solo abordará el tema de la guerra, sí la presenta como un suceso extraordinario en lo que respecta a su contenido, y será la tercera vez que asumo este asunto y quizás la última”.

Desconfiemos… tiene, de entrada, un mérito: la voluntad de no ser un título más de los publicados en Cuba sobre el conflicto bélico de Angola. Libros en los que el asunto aparece tratado con esa solemnidad acartonada que se acostumbra dar a los hechos históricos, y que en la práctica resultan una acumulación de anécdotas que ilustran y destacan el heroísmo y el espíritu de sacrificio de los soldados cubanos, que fueron a aquel lejano país a cumplir con los nobles principios del internacionalismo proletario. Libros que, no hace falta decirlo, hoy nadie recuerda y mucho menos lee. Comas Paret no se interesa por la Historia, sino más bien por lo que denomina la microhistoria, y desde ella ilumina la esencia de las guerras, su naturaleza, su sicología y también su inutilidad como solución a las contradicciones humanas (esto último lo tomo de las palabras de la contraportada del libro).

Comas Paret reivindica su condición de escritor y llama a su libro testimonio novelado. Cito nuevamente unas declaraciones suyas: “El problema es que cuando la gente se sienta a leer un testimonio piensa que va a leer una historia y yo escribo literatura, no escribo historia. El historiador debe ser más preciso, acercarse más a la verdad, pero yo me doy el gusto de recrear la historia, de ficcionalizarla y de hacer, por supuesto, otra realidad”. Asimismo y en lugar de la objetividad a ultranza, adopta un tono confesional e íntimo que contribuye a que el libro establezca una comunicación inmediata con el lector, y que resulta coherente con la sinceridad y la verosimilitud con que recrea aquellos acontecimientos.

Ya desde las primeras páginas, cuando describe el entrenamiento antes de salir hacia Angola, se advierte que estamos ante una visión nada maniquea y edulcorada, sino mucho más cercana a la realidad: “Esto no es un sindicato, decían los sargentos, y nos dejaban a todos sin palabras o argumentos que exponer. Era tener que despojarte por completo de tu personalidad, como si fueras el esclavo más humilde y temeroso, siempre humillado. Nos dimos cuenta también de que algo del entrenamiento era necesario, pero en otros aspectos perdíamos el tiempo, y solo lograban confundirnos y que tuviéramos miedo, el mismo miedo que nunca nos abandonó, que fue como un perro rabioso mordiéndonos sin misericordia”.

El traslado a Angola, cuenta, le permitió realizar su sueño de viajar en barco. Pero no lo hizo en las condiciones que él habría deseado, sino en un viejo buque para veinte o treinta tripulantes, y que ahora llevaba mil quinientos soldados y varios tanques y camiones cisterna llenos de gasolina sobre la cubierta. Tuvieron además que ir escondidos en la bodega, donde hacía un calor infernal, para que los viesen los aviones u otros barcos. Luego de 17 días de travesía, de los cuales pasó 12 sin “dar del cuerpo” (“nunca lo he podido hacer si no tengo privacidad”), llegaron al puerto de Lobito, al sur de Angola.

Al día siguiente, cuando curioseaba la casa donde los tocó dormir, presenció su primer muerto en la guerra: “Contra la pared, esparcido como no hubiera pensado nunca que pudiera suceder, estaba un cuerpo que al parecer había recibido un cohetazo antitanque en el pecho (…) Eran pedazos de piel, huesos y ropa pegados a las paredes, solo quedaba, como resto más preciso, un trozo de muslo envuelto en el pantalón raído hacia un rincón de la habitación. La sangre manchaba las paredes como si hubiera sido traída a cubos, y se notaba que la muerte era bastante reciente porque no había mal olor”.

Cosas que hubiese preferido no aprender

Pocos días después, encontró las primeras manifestaciones de rechazo e incomprensión de los angolanos. Las pocas personas que vieron se mostraban bastante hostiles, y una mañana que llegaron a una gasolinera los angolanos que se reunieron a su alrededor les preguntaron que cuándo se iban, que deberían irse lo antes posible y que solo habían venido para complicar más su situación. Comas Paret comenta: “Era del carajo aquello, y usted sin poderse encabronar y decirles, métanse su país en el culo, que he venido aquí a arriesgar mi vida, a dar mi sangre por ustedes y ni me lo agradecen”. Asimismo tan pronto como llegaron a Cabinda, empezaron a circular unos volantes que decían: As moscas mudanse, mais a merda e a misma (Las moscas cambian, pero la mierda es la misma). Para la población, los cubanos eran los colonialistas que venían a reemplazar a los portugueses.

A medida que transcurren los días, va aprendiendo muchas de las cosas que enseña la guerra. Pero confiesa que hubiese preferido no aprender la mayor parte, “porque solo sirven para matar y destruir”. Empiezan a morir compañeros, algunos de ellos amigos suyos, como Miguelito, quien vivía en su mismo barrio. Eso lo hace imaginar que si tuviera que darles la noticia a los familiares, estos pensarían que pudo haberlo cuidado mejor, pues era mayor que él. Y reflexiona: “¿Pero cómo se puede cuidar a alguien en la guerra? ¿Cómo evitar que el plomo y la metralla lo revienten, o el paludismo, o la enfermedad del sueño, o alguna de esas tantas cosas que aquí existen, y que allá conocíamos solo a través de los libros?”.

También le toca conocer y sufrir en carne propia el despotismo que asumen algunos militares cuando acceden a puestos altos. Para ellos, es la oportunidad de descargar su rencor y sus frustraciones sobre los subordinados. Lo ilustra en el teniente Gallo, un hombre de origen campesino que “tenía en la mirada una carga de odio que no podía ser normal”. Era muy bruto y se jactaba de ello. Además, apunta Comas Paret, tenía “esa maldad ridícula, mezquina, de los pobres”. Con él tuvo un odio a primera vista, sin que hubiese ningún motivo. Cuenta que “por su culpa hice guardias que no me tocaban, imaginarias alrededor del comedor que eran la burla de los demás, daba la voz de ¡avión! cuando estaba cruzando el charco más pestilente para que tuviera que ensuciarme, pecho a tierra, y luego me hacía lavar el uniforme y ponérmelo de nuevo todo mojado”. En una ocasión, lo obligó a trotar a paso corto hasta que sufrió un desmayo. El incidente le valió al teniente una reprimenda de sus superiores.

Durante los combates en medio de la jungla, los soldados deben luchar contra la angustia, los miedos y la idea de la muerte inminente. Pero de igual modo, la falta de acción hace que los días se alarguen y la vida se vuelva demasiado aburrida. Y lo que es peor, se cae en esa prisión que “son tus propios pensamientos”. Por eso dice comprender al muchacho que trabajaba en el almacén de vestuario, que “se pega un rafagazo de AKM debajo de la barbilla porque no tiene nada más que hacer que repartir los uniformes y recoger los de los muertos y de los que se vuelven a Cuba, y está en la guerra, y sufre, y tiene miedo, y desconfía de la mujer, y le aterra recibir la carta con sobre amarillo que mandan de la Jefatura en Cuba cuando la mujer de uno lo engaña con otro y dice que a ella no le mandarán más el salario, que lo guardarán hasta que uno vuelva. Y por eso el rafagazo”.

Como es natural, en Desconfiemos… su autor no rehúye hablar de las manifestaciones de valor y heroísmo que presenció. Eso se pone de manifiesto, por ejemplo, en los magníficos capítulos que dedica a relatar, con gran realismo, el cerco final al que es sometido el batallón. Asimismo reconoce el ejemplo que daba la jefatura: “A decir verdad, en esta guerra los jefes eran los primeros en el combate; por eso murieron tantos oficiales; porque aquello era una premisa no escrita”. Incluye además una mención especial al jefe de la misión, de quien le impresionó “su tranquilidad interior, la seguridad que de él emanaba, su modestia”. Pero no insiste en esos detalles en cada página, ni tampoco enaltece los combates y las victorias. Su verdadero interés se concentra en mostrar cómo se comportan y cómo reaccionan los seres humanos en situaciones límites como la guerra.

Tras resistir por varios días el asedio de las tropas enemigas al que antes aludí, y a lo cual se sumaron el hambre, el calor y la sed, los cubanos recibieron refuerzos que llegaron por helicópteros. Les llevaron además agua y comida caliente. Comas Paret comenta que el ánimo de todos mejoró, y apunta: “Es increíble el papel del olvido. De un rato para otro se olvida todo y es como si no hubiera pasado”. Recobran el buen humor, hacen chistes, se divierten. Y hasta hay tiempo para las anécdotas: “Alguien ha encontrado unas revistas pornográficas entre los muertos enemigos, vemos de nuevo, después de mucho tiempo en que solo la imaginábamos, a una mujer desnuda. Ya se organizan préstamos. No me la estrujen, coño, dice el dueño de las revistas, respeten a mis nuevas novias. Y todos ríen”.

Aquel asedio fue su último combate en Angola. Pocos días después les notificaron que regresaban a Cuba. A Comas Paret lo recibieron en su casa más o menos como él esperaba. Sus familiares y vecinos querían que les contase sobre sus experiencias, pero él no quería volver sobre ellas: “Hay cosas que prefiero no recordar, aunque solo pudiera recordarlas porque no se dejan llevar a palabras, si las cuento y les insuflo las palabras se agigantan, aparecen los monstruos, y los relatos se vuelven horribles”. Y confiesa que ante tantas preguntas, le habría gustado poder hacerles a los demás aquella que a él lo aguijonea constantemente: ¿por qué los muertos?