Actualizado: 18/04/2024 23:36
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Protagonismo del lenguaje (I)

El mensaje absoluto nos permea y se extiende hacia los íntimos ámbitos de la sociedad

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Así mismo. El lenguaje roba cámara. Pese a lo que nos propongamos con los contenidos y a la importancia que concedamos a las ideas expuestas, el lenguaje se impone para hacer ver al receptor el tono en que anda el emisor, quién es él. Porque el lenguaje forma parte de la identidad personal, nacional, regional. Luego entonces, la decisión de cómo expresarse viene desde el inconsciente y es portadora de sellos familiares, de inseguridades, de emociones y sentimientos ocultos; o sea, de lo que se es realmente como persona. Por mucho que alguien quiera enmascararse, el lenguaje lo va a delatar. En ese campo no duran demasiado los lobos vestidos de ovejitas porque conviven con un enemigo silenciado, que en algún momento va a exponer su propia voz. Tarde o temprano el simulador, que en política se reconoce como demagogo, emplea una frase, asume un tono que los escuchas identifican como el arribista, el personalista, el autoritario que realmente es.

Por otro lado los receptores están cada vez más avispados —sobre todo por el hartazgo hacia la práctica continuada de los políticos—, sin que la mayoría sepa que este tipo de lenguaje recibió la atención de los teóricos desde finales de los cuarenta, tras el término de la Segunda Guerra Mundial y la nefasta experiencia frente al vocerío de Hitler y Mussolini.

Algo después, en 1962, Hannes Maeder escribió un ensayo que hasta hoy es referencia obligada de quienes se interesan por el tema: “El lenguaje en el Estado totalitario”. En él, este agudo crítico alemán toma como patrón el habla en la que se expresaban los representantes del Tercer Reich y la influencia que esta forma discursiva tuvo después, aún en los más acérrimos enemigos del nazismo.

Porque aunque no lo parezca, el lenguaje, como rasgo de identidad personal, se aparta con frecuencia de las ideologías. Esto quiere decir que alguien puede proclamar un contenido reivindicador, justiciero incluso, en un lenguaje de tono autoritario. De ello solo se salvan, digo yo, los humanistas, quienes como lo hacía Martí elaboran sus discursos cual piezas literarias, inspirados en lo mejor del pensamiento y la cultura que nos antecede. Los otros a menudo improvisan alocuciones airadas, arengas, que si bien juegan un papel principal en la movilización para el logro del propósito común, dejan de tener ese efecto cuando los objetivos se alcanzan o las aguas se aquietan y los receptores entran en un proceso de reflexión.

Porque el alegato autoritario no permite pensar. Hay que hacerlo a través del juicio del otro, o sea del emisor. Es lo que él pide. Ese, al margen de lo que contiene su discurso, es el mensaje principal que trasmite el lenguaje que usa: aunque no me comprendas, no me discutas; sígueme a ciegas.

Maeder en su artículo, señaló como rasgos característicos del lenguaje totalitario, los siguientes:

  1. Predominio de la oratoria y, como consecuencia, estilo declamatorio, tipo arenga.
  2. Propagandismo triunfalista.
  3. Ideologización constante, falseamiento y deformación dialéctica de los conceptos, desprecio por la lógica.
  4. Exagerada abstracción y desmedida pretensión científica.
  5. Obsesión estimativa y apasionada.
  6. Consignas mágicas.
  7. Tensión agitadora.
  8. Prevalencia del “super-yo”.
  9. Formulismo partidista.
  10. Pretensión de poseer la verdad absoluta.

Desde luego que no hay que tomarse al pie de la letra el decálogo. Pasaron muchos años desde este ensayo y la aplicación de un test rígido podría llevarnos a caer en lo mismo que describimos como negativo. En lo personal, creo que especialmente los periodistas debemos cuidarnos de este influjo, justo porque lo que se espera de nosotros es imparcialidad, ya que no objetividad. Hoy más que antes, o tal vez como siempre, nuestra misión es contribuir a que el receptor enriquezca su reflexión personal y, para hacerlo, ofrecerle, primero, la más amplia información que tengamos sobre los sucesos; después, los diferentes puntos de vista que existen acerca de él, los que incluyen el nuestro. Luego hay que soltarlo a su albedrío, sin dejar de aportarle nuevos datos, lo que cae dentro de lo que conocemos como el seguimiento a la noticia.

No obstante mis reparos ante la posible aplicación de un riguroso examen a los emisores que nos rodean, pienso que la mayoría de los puntos en la lista de Maeder mantiene vigencia en el discurso actual de políticos, directivos y líderes de cualquier signo y gestión. En tiempos electorales como los que sobrevienen en México, esto se hace muy evidente y el próximo año nos traerá más de un ejemplo. La relación entre la forma del discurso, el lenguaje, y sus contenidos, debería ser muy armónica a fin de alcanzar objetivos permanentes.

Pero, como sabemos, no siempre es así. Es más, casi nunca. Estamos llenos de discursos redentores, en cuya expresión subliminar se nos advierte: si no estás de acuerdo con todo lo que digo, eres mi enemigo, algo traes contra mí. El mensaje absoluto nos permea y se extiende hacia los íntimos ámbitos de la sociedad. Hoy, desde los púlpitos eclesiales, por ejemplo, se califica con dureza a los pecadores que no siguen a pie juntillas los mandatos del Cardenal. Y de igual modo muchas tribunas se vuelven púlpitos, desde los cuales se convoca a suscribir las ideologías como verdaderas creencias religiosas.

Cito para terminar, aunque sospecho que no termino aquí, a un teórico del periodismo muy conocido por los colegas: el español, fallecido en 1983, Gonzalo Martín Vivaldi, de quien he tomado la referencia a Maeder:

“Si nos hemos permitido recordar este somero análisis del lenguaje totalitario es porque estamos convencidos de que aquel ha impregnado a gran parte del mundo hablante y escribiente. Y ello de tal modo que, en ciertas circunstancias, el totalitarismo expresivo se repite, aquí y allá. Diríase que nos enfrentamos con un virus contagioso, con un padecimiento idiomático digno de ser estudiado por los especialistas en Patología del Lenguaje… si es que los hay.” [Vivaldi, Géneros periodísticos,1973]


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