Actualizado: 28/03/2024 20:07
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Con ojos de lector

Retrato de La Habana sin espejo

Un año después de su traducción al inglés, se publica en español el libro de Alma Guillermoprieto sobre sus experiencias en Cuba como profesora de danza.

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Un libro como La Habana es un espejo (Mondadori, Barcelona, 2005) corre el riesgo de pasar como uno más entre los tantos que hoy se publican sobre Cuba. Me refiero al texto que originalmente redactó su autora, la mexicana Alma Guillermoprieto, pues la traducción al inglés, Dancing in Cuba: A Memoir of the Revolution, editada en el 2004, alcanzó en Estados Unidos una excelente acogida, sobre todo a nivel de la crítica. Y sería una pena, ya digo, que en el ámbito hispano no tuviese similar caja de resonancia: se trata de una obra de muchísimo interés y de unas notables cualidades literarias.

En primer lugar, y a diferencia de la inmensa mayoría de los extranjeros, que esencialmente se ocupan de la situación actual de la Isla y de sus aspectos más llamativos (el fenómeno de las jineteras, las penurias y dificultades del día a día de la población, el deterioro material y espiritual del país y sus gentes), Guillermoprieto recrea en La Habana en un espejo las experiencias vividas por ella en Cuba treinta años atrás. Entonces tenía veinte años, y el que emprendió iba a significar un viaje iniciático al final del cual no iba a ser la misma. Aquel breve episodio de su juventud es revisado desde la madurez, a través de unas memorias que participan de la crónica, género periodístico al que la autora ha aportado numerosos textos que los estudiantes de periodismo tienen como biblias.

En el otoño de 1969, Guillermoprieto residía en Nueva York, donde tomaba clases con Merce Cunningham, tras haberlo hecho con Martha Graham. Su relación con la danza venía desde los doce años, pero a pesar de esa fidelidad y constancia sabía que como bailarina tenía muy poco futuro. Un día, antes del inicio de una clase, Cunningham se le acercó y le dijo que había dos oportunidades para impartir clases de danza moderna que podían interesarle. Una era en Caracas, con una compañía recién creada; la otra en Cuba, en una escuela perteneciente al Estado. Guillermoprieto estaba participando entonces en los ensayos de un espectáculo al aire libre dirigido por Twyla Tharp. Una tarde comentó a la coreógrafa la posibilidad de poder irse a trabajar como profesora y le pidió su consejo. La respuesta que escuchó fue: "Yo que tú, aceptaba. No vas a lograr nada quedándote por acá".

Fue así como abandonó sus ilusiones en Nueva York para "irse a meter a una isla comunista rodeada de tiburones y embargos económicos". Arribó a La Habana el 1ro. de mayo de 1970, sin haber tenido la precaución de notificar su llegada. En el aeropuerto tuvo ya el primer percance: un oficial de la aduana no lograba salir de su desconcierto ante aquella joven a la que nadie había ido a recibir, y se asombró más aún ante la cornucopia de paquetes y envoltorios que salió rodando de su voluminoso equipaje. El calor era sofocante ("yo contaba los riítos de sudor que se me iban formando en la columna vertebral y los muslos"), y por fin el funcionario se rindió, al no saber qué hacer con ella. En definitiva, traía una visa en regla para residir un año en Cuba, impartiendo clases de danza en la Escuela Nacional de Artes de Cubanacán.

Al día siguiente, amaneció ardiendo en fiebre, por lo cual fue conducida al Hospital Militar Carlos J. Finlay. Eso le permite tener el primer contacto con el sistema sanitario cubano, y a través de la charla con el doctor que la atiende descubre además una faceta de aquella realidad que la desconcierta: "Esta nueva manera de hablar que resonaba por todo el hospital y que el médico había empleado conmigo desde el primer momento me dejó incómoda y perpleja: Humanidad, Solidaridad, Internacionalismo, Revolución, Imperialismo, Sacrificio… Eran palabras-martillo, palabras de gran peso a las que no podía dejar de prestar atención, que convocaban a la reflexión cuidadosa, pero que también sentía como aplastantes, sin matices ni secretos".

El inicio de su aprendizaje de la realidad cubana lo tendrá realmente cuando comienza a desempeñarse como profesora de la ENA. Una de sus primeras sorpresas la tiene al llegar al salón de clases: no ve los espejos que normalmente recubren por lo menos una, y de preferencia, tres de las paredes. Dio por hecho que se habían roto e iban a ser instalados, o que tal vez estarían montados sobre ruedas. La explicación que recibió de Elfrida Mahler, la directora de la escuela de danza, fue otra: en una sociedad revolucionaria como la cubana, los espejos eran considerados un símbolo de vanidad y decadencia. Tampoco había piano ni acompañamiento musical de ningún tipo. El salón de clases, que en términos arquitectónicos era muy hermoso, poseía una acústica desastrosa. Los alumnos estaban mal alimentados y por comida recibían "una montaña de harinas, grasas y engrudos" que a la nueva profesora le pareció sobrecogedora. Y por si fuera poco, ella misma no tenía ninguna idea de cómo iba a desarrollar el curso.

Guillermoprieto descubre además que Elfrida, quien devendrá su principal antagonista, no había exagerado cuando en Nueva York le confesó las limitaciones como profesoras y bailarinas de las dos únicas personas que hasta entonces habían enseñado danza (una era ella misma). Por fortuna, los primeros encuentros con los estudiantes la reconfortan: "Mis nuevos alumnos tenían pocas herramientas técnicas, pero daban ganas de seguirlos viendo mucho rato". Lo vuelve a confirmar, esta vez con más entusiasmo, cuando asiste a una clase de folclor impartida por Teresa González. En especial, la impresionan los bailarines: "Pensé que, excepción hecha de Merce, de Nureyev y de Paul Taylor, y del primer bailarín de Martha Graham, Bertram Ross, todos los demás hombres que había visto bailar eran unos petimetres. Con razón no me cansaba yo de ver a estos muchachos en mi clase; no tendrían mi técnica, pero tenían otra, y ya parados en un foro eran artistas plenos".

Los seis meses que permanece en la Isla (aunque su contrato era por un año, decidió adelantar su regreso a Nueva York) no significaron el rito de purificación ni el bautismo de fuego que ella esperaba. Guillermoprieto era en ese momento una joven inmadura y políticamente ingenua, que llegó dispuesta a enamorarse de un proyecto revolucionario que, en la práctica, se resistía a aceptar. En buena medida, eso se debió a que venía deformada por un sistema, el capitalista, que la habituó a pensar en sí misma. Eso la conduce a admitir a Eduardo, el guerrillero latinoamericano con quien vive una fugaz relación: "Creo que tengo claras muchas de las ideas del materialismo histórico, y de la práctica revolucionaria. Pero lo que me preocupa es que a mí no me gusta la Revolución. No me gusta porque soy artista y no nos tratan bien. No me gusta porque soy anárquica y todo lo quieren controlar (…) No me gusta porque no creo que los Beatles sean dañinos, ni que el pelo largo tenga que ver con que uno sea revolucionario o no (…) Pero en fin… lo que te estoy tratando de decir es que no me gusta vivir aquí y al mismo tiempo tengo claro que la Revolución es indispensable para mejorar el futuro de la humanidad. Pero entonces, ¿qué hago yo con mis propias opiniones? ¿Cómo combato lo que siento?".


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