Actualizado: 28/03/2024 20:07
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Orquestas Cubanas, Villaverde, Música

Una gran orquesta todas las noches

La preponderancia de metales o cuerdas determina los polos que definen los dos formatos instrumentales que hacen bailar a millones y compiten durante las décadas de oro de la música popular cubana, de 1930 a 1960

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Así describe el novelista Cirilo Villaverde una orquesta en una fiesta habanera del siglo XIX: “Podía advertirse que cada vez que entraba una mujer notable por alguna circunstancia, los violines, sin duda para hacerle honor apretaban los arcos, el flautín o requinto perforaba los oídos con los sones agudos de su instrumento, el timbalero repiqueteaba que era un primor, el contrabajo, manejado por el después célebre Brindis, se hacía un arco con su cuerpo y sacaba los bajos más profundos imaginables y el clarinete ejecutaba las más difíciles y melódicas variaciones”.

La descripción define el formato instrumental más conocido de la orquesta cubana típica —no el único—, que se extiende durante más de un siglo, sufre variaciones electrónicas principalmente a partir de la década de 1970 y se mueve incesante entre la innovación y el tradicionalismo, pero siempre conservando la dualidad básica entre las cuerdas y la sección rítmica. Dualidad que atraviesa la flauta (o el clarinete en sus inicios) y cuenta con la complicidad del piano.

Esta agrupación derivada del trío francés clásico (piano, flauta y violín) terminará destronando la primitiva orquesta de contradanza, que por lo general incluía una participación destacada de metales (clarinete, trombón, figle), de mayor estridencia y propia de los grandes salones, cuando se hace posible igualar y ampliar sonidos en dependencia de la cercanía al micrófono. Así la orquesta de charanga o charanga francesa termina por imponerse, ya que suena mejor por la radio.

La preponderancia de metales o cuerdas determina los polos que definen los dos formatos instrumentales que hacen bailar a millones y compiten durante las décadas de oro de la música popular cubana, de 1930 a 1960.

De orígenes e influencias diversas, cuerdas y metales definen dos actitudes y públicos. Los segundos llegan desde los inicios de la Colonia, imprescindibles en las bandas militares —españolas, de las tropas libertadoras mambisas y del ejército interventor de Estados Unidos— establecen un énfasis primero alemán y luego norteamericano que la percusión afrocubana se encarga de dinamitar.

Violines, contrabajos y violonchelos transitan otras voces, otros ámbitos. Representan el mundo latino, en especial la influencia francesa que llega a la Isla con los hacendados galos, quienes huyen de la revolución haitiana y traen el country dance inglés, ya transformado en la contre-danse francesa y con sabor africano, al oriente cubano, para que se transforme en contradanza cubana.

Metales y cuerdas que encuentran en el ritmo cubano un singular acompañante. Una percusión que no se limita al acento ni al segundo plano, sino que define nuevos territorios.

La contradanza es una forma que avanza hacia la disolución, hasta culminar en un compás elemental de 2x4, llegar a la incorporación de todo tipo de melodías (desde óperas hasta los más diversos géneros extranjeros), convertirse en crónica musical y crear un baile nacional: el danzón. Esta culminación es el establecimiento de la charanga francesa como una de las agrupaciones musicales más representativas de la Isla, junto al septeto sonero.

Pese a ser un género que por lo general se atribuye a un cornetista, Miguel Faílde con Las alturas de Simpson, los metales terminaron por quedar fuera de las interpretaciones más conocidas del danzón cubano y su heredero, el chachachá.

La flauta se convierte entonces en el solista principal y en muchos casos éste define la orquesta: Enrique Jorrín (Jorrín y sus Estrellas), Antonio Arcaño (Arcaño y sus Maravillas), José Antonio Fajardo (Fajardo y sus Estrellas), aunque no siempre la dirige, como en el caso de Richard Egües (Orquesta Aragón). La otra figura clave en estas orquestas es el pianista, por lo general también compositor, como Antonio María Romeu y José “Cheo” Belén Puig. Flautistas y pianistas al frente de agrupaciones famosas describen un panorama sonoro que admite las excepciones: compositores y directores fueron también el contrabajista Ernesto Abelardo Valdés (Orquesta América) y el clarinetista José Urfé.

El septeto sonero queda fuera de la definición de orquesta, pero influye decisivamente en la asimilación que sufre el formato jazz band en Cuba. Pocas veces en la música popular se ha logrado tanto con un conjunto tan reducido de instrumentos, muchos de ellos con un registro muy limitado. También pocas veces se ha alcanzado en este tipo de música una expresión sonora tan sincrética, polirítmica y unitaria.

La combinación de trompeta, guitarra, tres, bongó, contrabajo (en un principio botija o marímbula), maracas y claves ya había evolucionado en algunos casos a un conjunto musical más amplio cuando las jazz band recorrían infatigables las carreteras de Estados Unidos en los años 30 del pasado siglo y los músicos cubanos comenzaron a desarrollar sus propias bandas. Si en la Isla se adoptan las tres secciones tradicionales de la jazz band, metales (trompetas y un trombón), instrumentos de lengüeta (saxofones y clarinetes) y percusión con piano, no solo se amplía la parte rítmica sino se transforma el concepto con la creación de una orquesta cubana propia.

Las dimensiones de este tipo de agrupación se justifica por su capacidad interpretativa, que le permite cubrir no solo el repertorio norteamericano e internacional sino toda la música cubana, salvo el danzón, por entonces ya sustituido por el danzonete. Hay además una razón económica que permitirá su supervivencia hasta finales de la década del 50: el desarrollo de una clase media nacional y la posibilidad de efectuar giras por los países vecinos, así como el triunfo de la música cubana en Europa, especialmente en París.

Son los años de la orquesta Casino de la Playa, la de Julio Cuevas, la Riverside y otras muchas, todas con una identidad sonora propia. De todas estas agrupaciones, la Sonora Matancera merece un comentario aparte. Con cientos de discos grabados y acompañante de lujo de decenas de cantantes célebres —de Celia Cruz a Daniel Santos— su nombre es leyenda.

El temor a convertir este texto en un enorme dictado lleva a la injusticia. Ver las imágenes grabadas de Beny Moré al frente de su Banda Gigante vale por cualquier comentario. Un niño que contempla y escucha a Gonzalo Roig dirigiendo la Banda Municipal de La Habana en el Parque Central es más que un recuerdo. La Orquesta Anacaona, todavía tocando en los Aires Libres habaneros en los años sesenta. Sin mencionar han quedado las orquestas de teatro y toda la música de opera y concierto es capítulo aparte. Mientras tanto, las orquestas de la mejor época de la música popular cubana continúan sonando en nuevos discos compactos y viejas grabaciones, conquistando oyentes y bailadores.

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