Actualizado: 27/03/2024 22:30
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Literatura, Cine, Literatura francesa

Una radiografía del final

Una novela corta del escritor francés Drieu de la Rochelle ha dado lugar a dos versiones cinematográficas muy diferentes entre sí, aunque en cierto modo complementarias

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El suicidio es el recurso de los hombres cuyos resortes ha corroído la herrumbre, la herrumbre de lo cotidiano. Nacieron para la acción; entonces, la acción se vuelve contra ellos, por carambola. El suicidio es un acto, el acto de los que no han podido llevar a cabo otros.
Pierre Drieu La Rochelle

I

Al igual que Ezra Pound, Celine y Knut Hamsun, Pierre Drieu de la Rochelle (1893-1945) pertenece a ese difuso grupo de escritores políticamente malditos, cuyas obras se vieron silenciadas y postergadas por su adscripción al fascismo. Pero como también ha ocurrido con esos autores, con el transcurso del tiempo se ha hecho con él un sereno deslinde entre la calidad de su literatura y la ceguera política de quien la escribió.

El de Drieu de la Rochelle es además en cierto sentido un caso particular. Si aceptamos la opinión de su biógrafo español, Enrique López Viejo, todo el mundo lo disculpaba “porque era encantador, a pesar de ser un pesimista, un estoico agrio”. Era un hombre alto, elegante y de ojos azules, unas características que enamoran a buena parte de las mujeres. Él supo aprovecharse de ellas y llevó una existencia de seductor, que conjugaba fiestas, alcohol y drogas. En 1933, cuando visitó Buenos Aires, mantuvo un apasionado romance con Victoria Ocampo, quien fue una de las tantas mujeres que le sirvieron de mecenas. (Jorge Luis Borges se refirió a Drieu la Rochelle como la “distracción francesa” de la escritora.) Una de sus novelas se titula El hombre cubierto de mujeres, una frase que bien puede aplicarse a él. Sus conquistas, empero, duraban poco, pues era reacio a los compromisos sentimentales. Algo que no impidió que se casara dos veces.

Fue un hombre que tuvo una vida intensa y contradictoria. Su infancia fue solitaria y triste. Desatendido por sus padres, la abuela fue su principal compañía en esa etapa. Combatió en la I Guerra Mundial, donde fue herido dos veces. A partir de la década del 20, experimentó una errática evolución que lo llevó a tantear posturas extremadas. En su primera juventud fue conservador. Luego se acercó al Partido Comunista, aunque no llegó a militar en él. Simpatizó con los esfuerzos en favor de la unión europea de Aristide Briand. Y literariamente, se vinculó al movimiento surrealista. En la década de los 30, abrazó el fascismo, lo cual lo llevó a ser un decidido colaborador de los ocupantes nazis. Al final de sus días, volvió a su adhesión al marxismo y a Stalin, y en sus últimos escritos daba como seguro el triunfo del socialismo mundial.

Públicamente manifestó un antisemitismo que no practicaba en privado. Tenía un inquebrantable afecto por los judíos, al punto de llegar a protegerlos. A su primera mujer, de quien entonces estaba divorciado, la rescató de un campo de concentración, gracias a sus relaciones con la Gestapo. No fue el único caso: también salvó de los nazis a varios amigos comunistas judíos. Eso no lo iba a exonerar de ser juzgado por su complicidad con el gobierno de Vichy y por haber colaborado con los nazis.

Era lo que le aguardaba tras la liberación de Francia, y Drieu la Rochelle estaba consciente de ello. La confirmación vino al leer en un periódico que se había dictado una orden de detención contra él. Optó entonces por quitarse la vida, algo que había intentado antes un par de veces. Redactó una nota a su ayudante doméstica, quien que lo había salvado de un primer intento: “Déjeme dormir Adèle”. Después rompió la tubería del gas de la cocina e ingirió tres tubos de un barbitúrico antiepiléptico. Para su sepelio dejó instrucciones precisas: “Naturalmente, entierro no religioso, estricto, mínimo, aunque sí flores… sin colgajos, sin curas, sin bendiciones al cadáver”. Asimismo pedía que solo asistiesen mujeres, ningún hombre, salvo sus amigos André Malraux y Jean Bernier, ambos de izquierda.

Escribió novelas y cuentos que son lúcidos cuadros de la burguesía débil, desesperada y libertina de la primera postguerra: El hombre cubierto de mujeres (1929), Una mujer en su ventana (1930), Extraño viaje (1933), Burguesía soñadora (1937), Gilles (1939). Una de sus mejores obras narrativas y acaso la más conocida, por haber sido llevada al cine en dos ocasiones, es El fuego fatuo (1931). Se trata de una novela corta que incide en las dos grandes obsesiones de su autor: la decadencia y la muerte voluntaria. Su inspiración directa fue el suicidio, a los 25 años, de un amigo, el poeta dadaísta Jacques Rigaut (su obra más famosa es Agencia General del Suicidio). Drieu la Rochelle estaba convencido de que no había sido capaz de evitar su muerte, y en su diario anotó: “Yo te maté, Rigaut, yo te maté”.

El fuego fatuo narra los últimos días de Alain, un joven que ha empleado sus atractivos físicos con las mujeres para llevar una existencia elegante y ociosa. Pero al arribar a los 30 años, esa vida empieza a parecerle angustiosamente vacua y carente de sentido. Recurre a las drogas como medio para aislarse de la realidad, pero al mismo tiempo le revelan su falta de amor. Ya no cree en nada y se confiesa incapaz de motivarse por las cosas que mueven a los demás. Es un dandi nihilista, débil y enfermizo, y al final elige el suicidio porque se considera un ser mediocre.

El último día lo pasa, entre inyecciones de heroína y wiskis, con varios amigos. Pero ninguno consigue disuadirlo de su rechazo a la vida. Sus últimas palabras antes de suicidarse son: “Me mato porque no me habéis querido, porque yo no os he querido. Me mato porque nuestros lazos fueron flojos, para apretar nuestros lazos. Dejaré en vosotros una marca indeleble. Sé muy bien que se vive mejor muerto que vivo en la memoria de los amigos. No os acordabais de mí, pues bueno, ¡no me olvidaréis jamás!”.

Es una novela terrible, devastadora, fría. Una tragedia moderna en la que el protagonista se suicida por su prolongada apatía y su descrédito de la realidad. Vive en un mundo en el que no tiene espacio y además ha tocado fondo en su adicción a las drogas. Alain sorprende por su gran modernidad y por la lucidez que tiene sobre sí mismo, sobre la vida, sobre la sociedad. A esa perspicaz visión, se suma la elegancia formal de una escritura igualmente moderna, escueta y brillante.

II

En 1962, el cineasta francés Louis Malle (1932-1995) empezó a trabajar en el guión de su quinto largometraje. Estaba fascinado con el tema del suicidio, aunque le interesaba abordarlo desde un acercamiento filosófico. Tenía redactadas varias páginas, pero no se sentía satisfecho. Un amigo le sugirió que leyera El fuego fatuo, la leyó y decidió entonces abandonar la idea inicial y adaptar la obra de Drieu la Rochelle. Lo primero que hizo fue solicitar los derechos a André Malraux, albacea literario del escritor.

Para encarnar a Alain Leroy, Malle escogió a Maurice Ronet, quien había protagonizado su primera película, Ascensor para el cadalso (1957). Obligó al actor a que perdiese 20 kilos, para que tuviera el semblante demacrado del personaje. En cuanto al guión, hizo algunos cambios. En la novela, Alain es un drogadicto. En el filme, un alcohólico. Asimismo sitúa la acción en dos espacios: la ciudad de Versalles, donde está la clínica privada de desintoxicación en la cual halló refugio, y el París bohemio de Saint-Germain-des-Prés, donde aún tiene amistades y viejos amoríos. Por lo demás, El fuego fatuo (1963), como fue titulada la película, conserva la estructura básica de la novela, a la que el cineasta añadió algunos elementos autobiográficos.

La acción del filme se desarrolla a lo largo de 48 horas, y se puede definir como la radiografía de un final. Alain es un escritor sin afinidades políticas. Está casado con una norteamericana y vivió con ella en Nueva York hasta hace medio año. No se adaptó a la vida en esa ciudad y eso lo llevó a caer en el alcoholismo. Regresó a Francia para curar su adicción y lleva cuatro meses sin beber. Pero es un hombre que en realidad vegeta y se extingue, y que además no es capaz de afrontar su arribo a la madurez. Todo eso lo lleva a la determinación de suicidarse. Antes de hacerlo, hace su última escapada a París. Quiere visitar a algunas personas a quienes estuvo vinculado en el pasado.

La primera es un amigo de la época gloriosa. Hoy está casado, con hijos, y lleva una vida pequeñoburguesa. Alain le critica su acomodamiento, su falta de riesgos, y lo tacha de mediocre. Va después a visitar a una amiga que vive rodeada de artistas vacíos, diletantes y enajenados en sus paraísos artificiales. También se encuentra con dos hermanos, antiguos compañeros del ejército, que hoy trabajan probablemente para la OAS (Organisation de l'Armée Secrète), aquella organización terrorista de extrema derecha que dirigía el general Raoul Salan. Esos encuentros solo sirven para aportarle a Alain más melancolía. La ciudad y las personas no tienen para él sentido alguno. Le resultan extrañas y ajenas.

El filme de Malle es un drama psicológico intimista e introspectivo, en el que en propiedad no sucede gran cosa. Expone el proceso interior de un hombre débil, un seductor venido a menos, que ha perdido las ilusiones, no puede amar y es incapaz de comprometerse con nada. Una amiga suya, interpretada por Jeanne Moreau, lee en su cara el signo de la muerte inminente: “Tienes ya el rostro de un cadáver”. Malle muestra su patología con crudo realismo, pero sin caer en tentaciones idealistas o sentimentales. Renuncia además a buscar culpables o responsables, pues comprende que la compleja realidad no permite entrar en ese tipo de aspectos. Tampoco explica las causas de la crisis existencial de Alain, aunque sí las señala.

Maurice Ronet realizó un excelente trabajo, al interpretar a ese muerto en vida en medio de la vida trepidante de la bohemia parisiense (la frase pertenece al crítico mexicano Carlos Bonfil). Posee una tremenda fuerza expresiva que domina todas las escenas. Plasma admirablemente la complejidad emocional de Alain, a quien la idea del suicidio le va minando la existencia. Aquí cabe decir que borda su personaje, el cual que fue, en opinión de muchos críticos, el mejor de toda su carrera. A destacar también la fotografía de Ghislain Cloquet, con unas memorables tomas nocturnas de París, así como el elegante y perfecto apoyo sonoro que aporta la música para piano de Erik Satie.

Malle declaró que en El fuego fatuo encontró el estilo idóneo —objetivo, discreto, sin adornos— para el contenido de la historia. Fue además el primer filme dirigido por él con el cual quedó plenamente satisfecho. Con él compitió en el Festival de Venecia de1 1963, donde se alzó con los premios Pasinetti y especial del jurado. Vista hoy, El fuego fatuo sigue siendo una magnífica película, tan dura y desoladora como la novela de Drieu la Rochelle.

III

Casi medio siglo después de que Malle realizara El fuego fatuo, el noruego Joachim Trier (1974) dirigió una versión bastante libre de la novela de Drieu la Rochelle. Su título es Oslo, 31 de agosto (2011) y se presentó en el Festival de Cannes, dentro de la sección Un Certain Regard. Allí tuvo una excelente acogida, algo que se repitió en los numerosos eventos donde después se proyectó. Ha tenido además una muy buena recepción crítica y figura en varias listas de los mejores estrenos que se hacen al final de cada año.

El protagonista es Anders, un joven de 34 años de buena familia. Es inteligente, guapo e intelectualmente brillante. Tuvo el respaldo de sus padres y el afecto de sus amistades. Pero hundió un futuro prometedor con su afición a las drogas. Lo que se cuenta en la película transcurre a lo largo de 24 horas. Anders ha terminado la última cura de desintoxicación en un centro rural y está ilusionado con lo que puede ser el inicio de una nueva etapa. Como parte de la terapia, le permiten ir a Oslo para asistir a una entrevista de trabajo. Decide aprovechar ese permiso y dedica el resto del tiempo a reunirse con sus viejos amigos, a quienes hace mucho no veía.

El 31 de agosto representa para los noruegos el último día del verano. Después vendrá un invierno que es largo, duro y sin luz. Para Anders, ese día significa la última oportunidad de rehacer su vida. Y también de recuperar el favor de aquellas personas a las que decepcionó. En esas 24 horas, irá pasando de la esperanza al abatimiento. Nada logra clamar su desasosiego vital. Ninguna de las personas con quienes se encuentra le sirve de apoyo. Asimismo no ve a nadie de su familia, ni tampoco a su antigua novia, que no ha contestado sus mensajes telefónicos. Al final, su recorrido por la ciudad resulta ser un viaje a ninguna parte.

En una entrevista, Joachim Trier comentó acerca del protagonista de su filme: “Tiene una ciudad maravillosa, un día de verano, gente con la que podría conectar, pero es incapaz. Eso es la melancolía, la incapacidad de conectar con la belleza, y de entender su cualidad marchita, que las cosas pasan y nada dura para siempre”. Pese a su juventud, Anders siente que su vida se ha vaciado y no halla razones ni motivaciones para volverla a llenar. Es un ser escéptico, desalentado, y además se da cuenta de que la realidad ha cambiado y con ella, sus amigos. La depresión y la grave crisis de adaptación lo llevan, al inicio del filme, a intentar suicidarse, aunque no lo consigue. Nada, sin embargo, hace suponer que no volverá a hacerlo, esta vez con éxito.

Oslo, 31 de agosto viene a demostrar que la novela de Drieu la Rochelle sigue teniendo hoy actualidad. Los temores de su protagonista son atemporales. De manera similar —aunque un poco más clara— a Malle, Joachim Trier sabe llevar El fuego fatuo a su terreno e impregna su película de un sutil y melancólico aire generacional. Muchos son los jóvenes de nuestros días que viven perdidos, sin identidad, sumergidos en el tedio. Los embarga un profundo desconcierto, al ver frustradas sus expectativas e ilusiones ante la falta de oportunidades. Y al igual que Anders, ellos sienten que la sociedad les cierra sus puertas.

Rodada casi en su totalidad con cámara en mano, Oslo, 31 de agosto tiene a Anders Danielsen Lie como protagonista absoluto. El actor —también músico y médico— está presente en todas las secuencias, pues la realidad aparece mostrada desde su punto de vista. Su trabajo es muy bueno, y a él se debe parte del notable nivel que alcanza la película. El director realiza un sobrio y elegante ejercicio narrativo, que se sustenta en la sencillez como medio expresivo. Su puesta en escena, de una gran delicadeza formal, es menos seca que la de Malle. Renuncia además a lo fácil y complaciente y no hace concesiones al sentimentalismo. Otro acierto es que pese a ser un retrato realista de la adicción a las drogas y una visión devastadora de la soledad, su filme no es deprimente.

Película hermosa y valiente, triste e incómoda, reflexiva y lírica, Oslo, 31 de agosto constituye una impresionante inmersión en lo más profundo de los miedos de un exdrogadicto. Se trata además de una actualización moderna, coherente y nada gratuita de la novela de Drieu la Rochelle. Filme, pues, muy recomendable, aunque eso sí, solo para cinéfilos y espectadores curtidos.