Actualizado: 25/04/2024 19:17
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Fray Servando, Literatura, Literatura cubana

Una vida de novela

Más de sesenta años vivió Fray Servando Teresa de Mier, y la mitad los pasó perseguido. Buena parte de esas vivencias las contó en un libro autobiográfico sumamente entretenido, mezcla deslumbrante de realidad y fantasía

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Fue escaso el tiempo que Fray Servando Teresa de Mier (1765-1827) pasó en La Habana. Fue lo que se dice visto y no visto. Ocurrió en diciembre de 1820, cuando salió de México rumbo a España. Se hallaba preso en los calabozos de la Inquisición, pero al disolverse esta y dado que el proceso contra él no había concluido, se decidió enviarlo a España. Durante la escala que el barco hizo en nuestra capital, aprovechó para protagonizar una de las tantas fugas que animaron su vida. Tras escapar, consiguió llegar a Estados Unidos, donde permaneció hasta comienzos de 1822.

Pero pese a haber sido tan fugaz su paso por La Habana, Fray Servando Teresa de Mier ha logrado abrirse un hueco en la literatura cubana. Ignoro si existe alguna anterior, pero por lo menos la primera referencia significativa corresponde a José Lezama Lima. En la tercera de las cinco conferencias que dio en La Habana, en enero de 1957 en el Centro de Altos Estudios y que luego recogió en el libro La expresión americana, el autor de Enemigo rumor dedica un buen espacio al padre mexicano. Lo ubica “a horcajadas en la frontera del butacón barroco y del destierro romántico”. Asimismo pone la persecución que sufrió al lado del peregrinaje de Simón Rodríguez y el calabozo de Francisco de Miranda, como hechos en los que ve la génesis de la soberanía americana en tanto paisaje político.

El otro autor cubano que se acercó al padre mexicano y a quien se debe la aportación más importante fue Reinaldo Arenas. Convirtió su vida en la que posiblemente es su mejor novela, El mundo alucinante (1968). Conviene consignar que ya en 1951, el mexicano Artemio de Valle-Arizpe le había dedicado una biografía novelada. La de Arenas, en cambio, es una biografía fantástica, en la que la vida del singular personaje está contada como a él le hubiera gustado que fuese. Aunque se dedicó a documentarse, al final se basó en las memorias que Fray Servando escribió. Así lo aclara Arenas en una introducción a su novela fechada en julio de 1966. Esa fascinación se materializó en lo que él mismo define como “esta suerte de poema informe y desesperado, esta mentira torrencial y galopante, irreverente y grotesca, desolada y amorosa, esta (de alguna manera hay que llamarla) novela”.

Si Lezama Lima acierta al colocar a Fray Servando entre los miembros de la “expresión americana”, no menos lúcido fue Arenas al convertirlo en protagonista de su libro. La del mexicano fue una vida aventurera y novelesca donde las haya. “Más de sesenta años vivió Mier, y la mitad de su vida la pasó perseguido”, comentó Alfonso Reyes. Su paso por este mundo estuvo lleno de fugas, persecuciones, estancias en la España imperial, la Francia del terror revolucionario, el Portugal invadido por el ejército napoleónico, la Italia papal, Inglaterra, Estados Unidos.

Escritor singular, redactó unos textos autobiográficos muy peculiares. El más famoso es el que se ha difundido con el título de Memorias, libro muy entretenido, mezcla deslumbrante de realidad y fantasía. Para Christopher Domínguez Michael, autor de una monumental Vida de Fray Servando (2004), se trata de “un texto cuyo fascinante brío supera a casi toda la prosa mexicana del siglo XIX”, y solo con él “bastaría para tornar inolvidable a su autor”. Su verdadero título es Relación de lo que sucedió en Europa al Doctor don Servando Teresa de Mier, después de que fue trasladado allá por resultado de lo actuado contra él en México, desde julio de 1795 hasta octubre de 1805. En 1856, ese texto fue rescatado por el novelista Manuel Payno, quien lo publicó como Aventuras, escritos y viajes.

Doctor en Teología y formado en humanidades clásicas, Fray Servando era considerado un orador notable. Precisamente, esa fama está relacionada con el mayor error cometido por él. El 12 de diciembre de 1794 debía predicar en una fiesta dedicada a Nuestra Señora de Guadalupe e improvisó un discurso con el cual se iniciaron todas sus desventuras. Se apoyó en la tesis de que el culto a la Virgen de Guadalupe existía en México desde antes de la Conquista. Es decir, que el Evangelio se había predicado en América desde antes de la llegada de los españoles. Sostuvo además algo que Alfonso Reyes calificó de “disparate teológico”: “Decir que no se conocía entonces la América es un despropósito porque los apóstoles tenían ciencia infusa”.

El arzobispo Núñez de Haro y las autoridades españolas comprendieron que tras ese audaz sermón, se adivinaba claramente la intención separatista. Se dieron cuenta del peligro de tan heterodoxa tesis y no demoraron en actuar. El arzobispo hizo publicar nominalmente contra Fray Servando, que al poco tiempo fue apresado y procesado. Él se retractó “por no poder sufrir más la prisión”, pero eso no contentó a su perseguidor. Publicó un edicto en su contra y lo desterró a España, donde sería recluido en el convento de las Caldas, en Santander. Asimismo se le inhabilitó para enseñar, predicar y confesar y se le despojó de su título de doctor. De las Caldas, el cura logró escaparse. Volvieron a encarcelarlo. Se escapó de nuevo. Y así fue hasta su muerte.

Preso entre ratas y piojos

A propósito de esto, Alfonso Reyes escribió: “Bien es cierto que parece haber sufrido las persecuciones casi con alegría. Algo como una alegría profética lo acompaña en sus infortunios, y aprovecha todas las ocasiones que encuentra para combatir por sus ideales. Es ligero y frágil como un pájaro, y posee esa fuerza de «levitación» que creen encontrar en los santos los historiadores de los milagros. Usa de la evasión, de la desaparición, con una maestría de fantasma: cien veces aprisionado y otras tantas logra escapar. Son sus aventuras tan extraordinarias, que a veces parecen imaginadas. El Padre Mier hubiera sido extravagante, a no haberlo engrandecido los sufrimientos y la fe en los destinos de su nación”.

Fray Servando redactó sus Memorias en 1818, cuando se hallaba en uno de sus numerosos confinamientos carcelarios. En ellas cubre su accidentada existencia desde que fue hecho prisionero en México hasta sus peripecias en Lisboa. Además de narrar esos hechos, no pierde ocasión para exhibir sus conocimientos. Eso lo lleva a incluir disputas doctrinales, muestras de erudición, argumentaciones escolásticas y frases en latín, aunque no siempre vengan a cuento. Son las partes menos interesantes del libro, aunque afortunadamente no ocupan mucho espacio. Un detalle a señalar es que no hay una sola palabra acerca de su vida sentimental.

Cuenta que al llegar a las Caldas y aunque la sentencia del arzobispo Núñez de Haro solo mandaba reclusión en el convento, “se me puso en una celda, de donde se me sacaba para coro y refectorio y me podían también sacar en procesión las ratas. Tantas eran, y tan grandes, que me comieron el sombrero y yo tenía que dormir armado de un palo para que no me comieran” (todas las citas corresponden a la edición de la Biblioteca Ayacucho, Colección La Expresión Americana, Caracas, 1994).

De otra prisión, de la cual fue huésped antes de huir a Portugal, cuenta: “Todo el rigor del invierno, sin fuego ni capote, pasé en la nevera de aquel calabozo. La ropa se me había podrido en el cuerpo, y me llené de piojos, llené con ellos la cama, tan grandes y gordos que la frazada andaba sola; peor era que por el frío y no tener otro abrigo, me era preciso estar lo más en ella. Pedí un cajete con agua, y echaba allí a puñados los piojos, de los que me cogía, por el pecho, el cuello y la cara; y realmente llegué a creer que me resolvía todo en piojos de alguna enfermedad, como otros en gusanos. Con el frío, aunque tenía siempre atado mi pañuelo de narices en la cabeza, se me reventó el oído izquierdo y sufría dolores que me tenían en un grito. Veía bajar a la enfermería por cualquier indisposición a los facinerosos, a los ladrones, a los reos de muerte y a los azotados públicos, y yo me veía morir en el calabozo, aunque había resultado inocente”.

Era Fray Servando de un anti españolismo furibundo. De ahí que las burlas más feroces las reserve para España y sus habitantes. “¿No tiene razón el arzobispo de Molinas cuando dice que España se cuenta en Europa por un accidente geográfico?”, apunta en el noveno capítulo, y todo lo que describe parece pensado para demostrarlo. No se puede decir la verdad del país, expresa, sin ofender a los españoles. “Como ellos no viajan para poder hacer comparaciones, y los que vienen para América vienen de niños, sin haber visto a su patria con ojos racionales, España es lo mejor del mundo, el jardín de las Hespérides, aunque la mayor parte está sin cultivo, y las tres partes del terreno son infecundas. Raro es el año que no tienen falta de pan, aunque la mayor parte de España se mantiene de maíz y pan de centeno o de mijo. Su clima es el del paraíso terrenal, aunque en unas partes el frío es intolerable, y las mujeres y los hombres, especialmente hacia los Pirineos, tienen por eso buche, que les sale en el pescuezo. Y en otras partes el calor es insoportable”.

Al hablar sobre Castilla, dice que solo “hay pan y vino, nada más (…), y sus lugares son miserables y puercos. La arquitectura de las casas me hace reír; la pared de la puerta es elevada, y la de enfrente tan baja, que el techo toca el suelo; y casi todas son de tierra y de un piso más bajo que la calle. La puerta se cierra con una o dos tablas amarradas con una cuerda. Allí viven con ellos el marranito, la gallina, el gato y el perro”.

Al acercarse a Madrid, comprueba que “por todas partes rodean lugarejos infelicísimos en ruinas; todo de tierra, y de la gente más miserable; no se ve un árbol en contorno; el terreno árido embiste hasta que llega uno a sus puertas”. De la gente opina que es “de una raza degenerada, que hombres y mujeres hijos de Madrid parecen enanos, y me llevé grandes chascos jugueteando a veces con alguna niñita que yo creía ser de ocho o nueve años, y salíamos con que tenía sus dieciséis. En general se dice que los hijos de Madrid son cabezones, chiquititos, farfallones, culoncitos, fundadores de rosarios y herederos de presidio”.

Otra cosa que critica es el empleo de malas palabras, lo cual lo lleva a decir que estaba “en la tierra del coño”. Al respecto, señala: “Porque así como los demás españoles a cada palabra añaden un ajo redondo, excepto los valencianos, que pichen pacho, y es nombre torpe de la oficina de la generación, así los aragoneses dicen a cada palabra co… Y esto es manera que llegando a una casa con boleta de alojamiento, el muchacho grita a su hermana: «Co… anda, dile al co… de la madre que aquí está el co… del soldado», En algunas otras tierras va junto el ojo y la col. ¿No es un escándalo que el pueblo español no pueda hablar tres palabras sin la interjección de una palabra tan torpe, cosa que no se ve en otra nación?”.

Fue testigo en Cataluña de que “los sacerdotes, para ir a decir misa en una iglesia, tienen que llevar su vino y su cera. Los parientes cuando van a visitar a sus parientes, tienen que llevar su comida por todo el tiempo que estén, mas que sea un solo día. Oí un gran ruido en mi posada, en Tarragona, y bajé a ver qué novedad era. «¡Qué ha de ser! —me respondió el ama, y era mujer de comerciante— sino la poca vergüenza de mi padre, que se ha venido a meter a casa sin traer qué comer»”. Por otro lado, comenta que “no hay carnicerías sino en las ciudades y lugares grandes. En lo demás, cuando alguno se deshace de un buey por viejo, etc., el carnicero sale por la noche con una trompeta o con un tambor, lo toca por las calles, y luego, a voz en grito, avisa que ha matado el buey de Fulano, que se crio en tal parte, pastó en tal lugar y es buena carne. Al otro día concurren a comprar, y es día de gaudeamus en el pueblo”.

No reparan en robos y ficciones

En cuanto a libros, dice que “casi todas las obras que se publican en Madrid son traducciones, especialmente del francés; traducciones malísimas hechas a destajo por algunos pretendientes hambrientos, a quienes los libreros pagan alguna ratería. Necesitan, dice un autor, traducirse, porque hablan español en francés, y están corrompiendo el lenguaje de la nación. No es eso lo peor, sino que casi todas las obras son truncadas, especialmente cuando favorecen poco a los españoles, y mudan el texto sin advertirlo al lector, como está el Batteux en todo lo que toca a la literatura de España. El traductor de Hugo Blair, farfullón como le llama Capmany, habla tres o cuatro veces más que su autor, y no lo advierte al lector”.

A propósito de ese asunto, durante su estancia en París coincidió con Simón Rodríguez, el maestro de Bolívar, a quien había conocido en Bayona. El caraqueño entonces usaba el nombre de Samuel Robinsón y enseñaba inglés, francés y español. En París, convivió con Fray Servando y de acuerdo a este, lo convenció para que juntos abrieran una “escuela de lengua española, que estaba muy en boga”. Acerca de esto, el padre mexicano cuenta que Simón Rodríguez le dio para que “tradujese, para acreditar nuestra aptitud, el romance o poema de la americana Atala de M. Chateaubriand, que está muy en celebridad, la cual haría él imprimir mediante las recomendaciones que traía (…) Se imprimió con el nombre de Robinsón, porque este es un sacrificio que exigen de los autores pobres los que costean la impresión de sus obras”.

Apunta que es algo “de uso muy común en Europa”, y lo ilustra con algunos ejemplos. Uno de ellos tiene que ver con la traducción antes mencionada: “Ródenas de Valencia hizo apuesta de traducir la Atala al castellano en tres días, y no hizo más que reimprimir mi traducción suprimiendo el prólogo en que Chateaubriand daba razón de dónde tomó los personajes de la escena, pero reimprimiendo hasta las notas que yo añadí. Y donde no puse nota, él puso un desatino, queriendo corregirme. Por ejemplo: nada anoté sobre la palabra sabana, porque en toda América septentrional está adoptada esta palabra indiana para significar un prado. Él, que no lo sabía, quiso enmendarme la plana, y puso sábana. Tuvo, empero, la prudencia de no poner en la fachada sino las iniciales de su nombre, por si se descubría el robo”. Al final de ese pasaje, Fray Servando escribe: “Esto he querido intercalar aquí para contrarrestar la inicua maniobra de las gentes que no reparan en robos y ficciones, porque siempre hay personas a quienes sorprenden”.

No menos crítico es con los habitantes de otros países europeos. Así, escribe que nunca vio un pueblo “más ligero y mudable y fútil que el de Francia. Basta para arrastrarlo hablarle poéticamente, y mezclar por una parte algunas agudezas que son su ídolo, y contra la contraria el ridículo, que es el arma que más temen. Allá los hombres son como mujeres, y las mujeres como niños”. Califica Italia como “el país de la perfidia y el engaño, del veneno; el del asesinato y el robo. Es necesario en Italia estar listos con sus cinco sentidos, porque allí se mantienen de collonar, como ellos dicen, los unos a los otros, es decir engañarse (…) Si uno manda hacerse un par de zapatos, por ejemplo, se los llevan juntamente con el recibo de la paga; y es necesario tomarlo, porque si no aunque la reciban, vuelven otro día a cobrarla con desvergüenza, y lo obligan a pagar de nuevo ante la justicia, sin detenerse en perjurios”.

De los fragmentos que he reproducido, se puede deducir que es el libro que menos cabría esperar de un religioso. Incluso su autor manifiesta desdén por los frailes, y lo menos que los llama es idiotas y mulas de atar. Escritas a caballo entre el barroco y la modernidad, las Memorias destilan ironía, burla, decepción, amargura, cólera. También nostalgia por un pasado que desaparece y aspiración por un presente que se quiere fundar y construir. En opinión de Alfonso Reyes, “forman uno de los capítulos más inteligentes y curiosos de la literatura americana”. Como muchos otros autores, no deja de reconocer que la parte autobiográfica no siempre es fiable, pues muchos hechos tal vez aparecen magnificados por un ego exaltado. Eso lo lleva a comentar que “naturalmente, sus memorias están escritas con apasionamiento, y más se parecen a una caricatura que a un retrato. Por eso mismo nos permiten percibir más de una vez dos o tres vicios fundamentales de la sociedad en que vivió”.

Al igual que su existencia, la muerte de Fray Servando estuvo teñida de aventura. Presintiendo que iba a morir, preparó él mismo una ceremonia para la cual convidó a sus amigos. En la misma le iban a ser impuestos los últimos sacramentos. Tuvo honores militares y asistieron colegios, comunidades y multitudes del pueblo. Tuvo aún tiempo de pronunciar un discurso en defensa de su vida. Murió un par de semanas después. Quince años más tarde, desenterraron su cuerpo, vieron que estaba perfectamente momificado y junto con otros cadáveres en las mismas condiciones, fue vendido a un cirquero. El susodicho se dedicó a exhibir las momias por todo el mundo. Las últimas noticias que se tuvieron sobre su paradero, lo ubicaban en Argentina.

Sea cierto o no, es un final propio para aquel fraile que tuvo una existencia tan patriótica como novelesca. Un hombre, para definirlo con palabras de Luis G. Urbina, “altivo, tenaz, ingenioso, fecundo en recursos salvadores, audaz hasta la temeridad, inocente, a veces hasta la insensatez; pero sostenedor constante, paciente, inflexible de sus ideas, de sus derechos, y, por encima, el primero de todos: el derecho a ser libre”.