www.cubaencuentro.com Domingo, 02 de enero de 2005

 
  Parte 1/2
 
Diario de la desesperanza
Escenas para turistas, de Jacqueline Herranz Brooks. Editorial Campana, Nueva York, 2003. 135 pp.
por ODETTE ALONSO YODú, México D. F.
 

Tengo entre mis manos Escenas para turistas, el libro de cuentos de Jacqueline Herranz Brooks (La Habana, 1966) que acaba de publicar la Editorial Campana, en Nueva York. En su portada, sobre fondo negro, desfilan, borrosos, un grupo de pioneros cubanos, con su uniforme rojo y su pañoleta. Parece una calle de La Habana Vieja por sus paredes descascaradas, sin pintura hace siglos, pero pudiera ser cualquier calle de Cuba. Me quedo mirándolos por un rato y me parece reconocer la escena, como si yo misma la hubiera vivido muchas veces, como si fuera yo una de esas niñas.

Alzo los ojos y recuerdo a Jacqueline en los inicios de los 90, cuando coincidíamos en los recitales de poesía, en los conciertos o las peñas, que cada vez eran menos, o en el cuarto alquilado de 12 y 23. Allí oíamos la versión de Eleanor Rigby de Escorpions o canciones de la trova vieja o nos anochecía en medio del apagón; allí había siempre un poco de borra hervida que sabía remotamente a té. Y cuando regresaba a la casa, que no era mi casa sino otro cuarto alquilado que costaba la mitad de mi sueldo, el sopor era el mismo. Y el hambre llenaba todos los rincones, como un hartazgo de hambre. Porque el hambre fue la marca más indeleble de esos años, cuando podíamos ir como nómadas de una casa a otra, de una provincia a otra, de una borrachera a otra, pero siempre con el estómago vacío.

Escenas para turistas es un diario intermitente y discontinuo —hay cuentos titulados "Martes, 23 de junio", "Jueves", "Septiembre"—, en el cual un mismo personaje-narrador —una mujer joven— cuenta y reflexiona la vida miserable de cierto sector de la juventud cubana a principios de los 90. Un hecho histórico nos ancla exactamente en la época: la visita a Cuba del papa Juan Pablo II y el ambiente que rodeó al acontecimiento: "En la plaza habrá gradas para observar el espectáculo (…) Las mismas gradas que las del carnaval (…) veo algunos carteles que (lo) anuncian (…) con la letra similar a la de una citación para un primero de mayo (…) Como los precios de los hoteles subieron y los pasajes también, muchos comentan que es un buen negocio (…) Que si para bien de la economía que si para cambio político…" ("La ascensión", p. 35).

Los veintiséis cuentos son, más que relatos, anotaciones, pinceladas. Como buena fotógrafa, Jacqueline enfoca uno a uno los detalles que irán conformando el todo. Y como buen diario, en estas instantáneas se repiten los personajes y los escenarios. Sin orden ni concierto, porque cuando se vive en un monótono caos, da igual lo que sucedió primero que lo que venga después.

Así van y vienen las amigas, las amantes, la casa destartalada de la madre y las otras casas también destartaladas, el calor, la droga y la peste en todos los rincones. La peste de los cuerpos y de la ropa que no pueden lavarse por falta de agua, el vaho de los baños, el hedor de los animales que crían los vecinos en los apartamentos para tener algo que comer, la grasa negra donde se fríe el huevo y se cocina lo poco que hay para llevarse a la boca.

La peste y el asco, que ya no es una náusea, sino un estado cotidiano al que también se acostumbra uno y va por la calle con cara de asco, como si fuera lo más normal del mundo, porque ese rictus es ya nuestra propia cara.

"Es duro sobrevivir en la inmundicia" (p. 20), dice el personaje, y describe a su madre "en medio de una sala rota, ella misma deshuesada y seca" (p. 13) y, en la cola de la panadería, a los "viejos del barrio quienes han perdido, casi todos, los dientes, el pelo y gran parte de la memoria emotiva, mientras el hambre los hace maldecirse unos a otros cuando se rasgan a ver quién llega primero a alcanzar la bolita semicruda de harina" (p. 13). Y describe los cristales rotos, "las cazuelas negras y abolladas" (p. 13), las paredes desconchadas, sin marcos ni puertas de los edificios (p. 49), la hierba y la basura invadiéndolo todo, a los "turistas o nativos aturistados por el uso del dólar" (p. 50), el viaje en un camión lleno de puercos que se cagan, sangran y chillan entre los pasajeros ("La terminal") y a ella misma que, siempre hambrienta, casi siempre drogada, se aplasta "contra la mierda y no encuentro más salida que burbujear dentro de ella" (p. 13).

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