Actualizado: 27/03/2024 22:30
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Necrofilia

El difícil caso de la literatura policíaca cubana, visto a través del escritor Leonardo Padura y de su alter ego, el detective Mario Conde.

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A partir de 1971, la novela policial cubana conoce un auge singular en más de un sentido para la literatura de la Isla. Mientras se afianza la censura —causa de un estancamiento que se ha intentado fijar en un quinquenio— y florece la mediocridad, se promueve un género que sólo cuenta con un antecedente — Enigma para un domingo, de Ignacio Cárdenas Acuña— tras el triunfo revolucionario.

Las instituciones culturales, devenidas en órganos rectores de la represión, asumen la responsabilidad de promover un esquema formal —una poética de la persecución— que muestra el delito como un fenómeno ajeno y a punto de ser extirpado por el avance de la legalidad socialista y la creación del hombre nuevo.

En estas circunstancias, resulta lógico que el Ministerio del Interior lance un concurso para premiar ficciones y testimonios que enfatizan una lucha en que la victoria está a la vuelta de la esquina: presentar al delito vulgar y político como una lacra de un pasado a punto de desaparecer.

Marionetas de un antes y un después

Al igual que otras paradojas de la revolución, la literatura policial cubana brota cuando con más fuerza se impone el criterio de que uno de sus protagonistas (el delincuente) representa la excepción y el otro (el policía) contribuye a crear un mundo ideal. Es difícil atrapar la realidad cuando se aspira a la utopía.

Personajes que son marionetas de un antes y un después, a los cuales sólo mueven hilos políticos. Menospreciada culturalmente y víctima de la competencia extranjera durante un pasado cercano, la novela detectivesca cubana cae ahora en una nueva trampa: hay interés en su desarrollo, pero no puede despegar debido al lastre ideológico.

Estilo y contenido criminales que surgen huérfanos y raquíticos. Con la excepción de Lino Novás Calvo, no hay escritores destacados de un género encerrado en la imitación burda y relegado a la prensa semanal, la radio, un poco de televisión y alguna película mediocre.

Antes del primero de enero de 1959, los lectores nacionales dependen fundamentalmente de los autores norteamericanos para el consumo. También de algunos nombres famosos europeos, que ya forman parte del conocimiento universal, y de las traducciones publicadas en las revistas semanales. Luego se produce un vacío —en que los pocket books pasan de entretenidos a subversivos— que no llena la limitada publicación de varias obras clásicas.

Quienes se dan a la tarea de "atrapar al criminal" en un libro, cuentan con una serie de pistas y claves a mano si apresan a la imaginación y se desvían hacia el relato de espionaje —encerrado este en demostrar sólo la lucha contra los agentes enemigos y en última instancia limitado al testimonio de lo que se podía contar—, pero transitan un terreno mucho más peligroso a la hora de enfrentar a ladrones y asesinos que procuran el lucro, la venganza o el placer de matar.

Para el escritor policial quedan los modelos que deshilvanaban el descubrimiento del crimen como una forma de ejercicio intelectual —propio del género en sus inicios— y el relato chato del delincuente como un degenerado. El problema es que el primer esquema no sólo está para entonces agotado literariamente: también requiere de un decorado ausente en la Isla. Con el segundo ocurre algo peor: es incapaz de producir una buena obra.


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