Actualizado: 27/03/2024 22:30
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Crónicas

Una tregua forzosa

En la Isla pesa hoy un silencio tan grande sobre la Semana Santa, que a menudo uno se entera cuando ya Jesús ha subido al Cielo, de nuevo, hace un mes.

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En espera del próximo sábado santo (antes sábado de gloria), me acuerdo de mi infancia. Ese día a las diez resucitaba Cristo y subía a los Cielos a sentarse a la diestra de Dios Padre, y mientras eso sucedía allá arriba, volvía uno acá abajo a reír y a cantar y a jugar en la calle o en el patio con sus amiguitos.

Era, en cierto modo, como estar asistiendo a un milagro. El milagro de ver echar a andar de nuevo el mundo, paralizado hasta ese momento tan absolutamente como si la Tierra hubiera dejado de moverse alrededor del sol desde el jueves a las doce, cuando en las carpinterías fueron colgados los serruchos, dejó el barbero de pelar, cerraron los Bancos y sólo las tiendas y restaurantes permanecieron abiertos, mientras en las mesas desaparecía la carne, sustituida por el pescado fresco en los pueblos próximos a los puertos, y por el bacalao o los huevos en las poblaciones de tierra adentro.

Como parte de aquel recogimiento general que mucho de velorio tenía, sintonizar la radio era escuchar música fúnebre —como le decíamos los muchachos a la música sinfónica.

Fuera de la procesión del jueves al caer la tarde, que a todos los sacaba de su casa, eran, aquellas de Bayamo, unas semanas santas menos movidas que las que poco después presenciaría en La Habana. Es natural. En Bayamo había una sola iglesia —la que se salvara del fuego cuando en 1869 los bayameses incendiaron su ciudad para no entregarla al enemigo—, de modo que quedaba excusado el recorrido de las estaciones que a partir del jueves haría aquí en La Habana, acompañando a mi padrino, de iglesia en iglesia, de templo en templo, con mi trajecito azul Prusia de los Escolapios por ser todavía invierno.

En Bayamo, ni aun los muy beatos tenían lugar adonde ir a hacer sus retiros espirituales como no fuera el último cuarto de su casa. En tanto que aquí en La Habana sobraban lugares en los conventos y demás espacios habilitados al efecto en las escuelas de internado, aprovechando las vacaciones de esa semana.

Esas eran para nosotros, los muchachos de entonces, lo mismo aquí en La Habana que en Bayamo, la compensación de la Semana Santa: las vacaciones, el receso escolar que con ella llegaba. Si bien a partir del jueves a las doce ya ni reír sería cristiano, por lo menos no teníamos que ir a la escuela. Eran los días de Jesús. Aun quienes no asistían nunca a la iglesia, lo honraban en esos días y lo acompañaban con el pensamiento en el camino de su calvario, sufrían cuando lo estaban clavando en la cruz y resignadamente morían un poco con él.

Un poderoso jefe disidente

Hoy todo eso está lejos. Pasó la infancia y pasaron otras cosas. Hoy sobre Jesús y la Semana Santa pesa en Cuba un silencio tan grande, pero tan grande, tan absoluto cabría decir, que yo mismo, que no soy hombre de iglesia pero que jamás he dejado de creer, a menudo me he enterado de la llegada de esa semana de nostalgias cuando ya Jesús había subido al Cielo de nuevo, hacía un mes. Es como si el gobierno lo tuviera por un poderoso jefe disidente al que hay que vigilar con mucha atención.

Y esto no es de ahora. Recuerdo haber entrevisto algo al respecto un viernes santo de 1961 en un campamento de las montañas del Escambray. Acababa de detener allí mi jeep para dejar materiales para la alfabetización, cuando llegó de recorrido un comisario político y al encontrarse al cocinero, sospechosamente, hirviendo huevos para el almuerzo, lo interrogó acerca de si tenía creencias religiosas, lo mandó ocultar los huevos hervidos y abrir latas de carne rusa.

Eran los días en que imitando a los rebeldes de la Sierra, los milicianos se tejían collares con santajuanas y otras semillas del monte. Y para vigilar personalmente el cumplimiento de la "Operación carne rusa", anunció el comisario que permanecería allí hasta después de almuerzo.

No faltaron los rebencudos previstos por el comisario; pero por fortuna, en ese momento llegó al campamento alguien que por las señas que me dieron días más tarde pudo ser César Escalante (que tenía fama de duro, pero que de puertas adentro era hombre sensible, culto y lúcido). Mandó poner huevos en las raciones que salían para el cerco y le dijo a los milicianos que encontró ya con su plato en la mano que podían escoger libremente: comer carne o pasar por los calderos a coger un par de huevos; y pasándole al comisario el brazo sobre el hombro, se lo llevó a conversar al jeep, donde echó a andar el motor para que nadie los oyera.

Hoy aquí a nadie se le obliga a comer carnes el viernes santo, y no sólo porque arruinaría al gobierno, lo dejaría más pobre que un mendigo al que le fuera robada la lata de las limosnas, sino dado los precios actuales de la carne, tan altos, que el pueblo llano, el que no recibe remesas del exterior, deberá contentarse con oírla mencionar o, si se atreviera, mirarla de lejos colgando tentadora en los ganchos del agromercado.

Tampoco está prohibido asistir a la iglesia, aunque no está bien visto, y se sabe que en algunas de ellas se permiten (o se han permitido) procesiones dentro de un perímetro muy reducido.

En fin, que en Cuba por ahora Jesús no volverá a ser crucificado ni tampoco volverá a resucitar. Es un descanso que tal vez no les ha venido mal ni a él ni a Poncio Pilatos, aunque sólo fuera para que hoy yo recordara mi infancia y me quedara pensando con la cabeza baja.