Actualizado: 18/04/2024 23:36
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Entrevistas, Cultura

Escribir, una labor completamente artesanal

Sus obras en prosa, confiesa Antón Arrufat, las escribe lentamente, como si hiriera un pedazo de papel con un punzón

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Cumplo lo que prometí semanas atrás, cuando dediqué un artículo a repasar algunos de los principales hábitos de los escritores. Entonces expresé mi intención de entrar —naturalmente, con su permiso— en la cocina de algunos de nuestros autores, para conocer las costumbres y rutinas que siguen cuando se dedican a escribir. Lo he querido iniciar con Antón Arrufat (Santiago de Cuba, 1935), y mi elección responde a dos razones. La primera es que se trata de un creador por quien siento una enorme admiración y al que debo, como lector, experiencias impagables. La segunda es que en pocos días, concretamente el 14 de este mes, Arrufat cumplirá 75 años, una celebración a la cual modestamente me quiero sumar desde este sitio.

Autor polifacético, a excepción del poema épico y el tratado teológico Arrufat ha incursionado en casi todos los géneros: poesía, cuento, novela, teatro, ensayo. Interrogado en una oportunidad sobre si no teme quedar en el futuro en ninguno de ellos, contestó: “Como tenía dentro de mí la posibilidad de escribir un poema, un ensayo, una obra de teatro, una novela, y hasta una ópera, dejé que esas posibilidades crecieran en mí (...) Todas esas cosas algún día se unirán, todas en un todo. Eso es cumplir mi destino. No tengo nada que lamentar. Nadie que cumpla con su destino tiene nada que lamentar. Yo quiero colocar esa obra junto a la de aquellos que han sido sólo poetas y dramaturgos. Y veremos entonces quién gana”. A ese argumento se puede añadir que todas sus obras llevan el sello de su gran talento y suenan de manera inconfundible a Arrufat, pues la suya es una voz original y propia.

Desde que salió de la imprenta su primer libro, el poemario En claro (1962), Arrufat ha seguido una trayectoria literaria sin desfallecimientos ni altibajos. Sus modelos, como reconoce él, han sido Virgilio Piñera y José Lezama Lima, los dos cubanos más grandes que dice haber conocido, y de quienes aprendió su ejemplo de rigor, de ética y de entrega absoluta a la escritura. Tras casi medio siglo dedicado a la actividad literaria, Arrufat reconoce sin vanidad que siente cierto orgullo de “quien ha trabajado y dedicado su vida a la realización de una obra que no le ha quedado del todo mal”. Y expresa que “por lo menos defendería el tiempo y la pasión que le he dedicado a la escritura. Ha sido el único de mis destinos, no tengo ni tendré otro”.

A partir de la convicción de que el escritor que de veras vale es aquel que niega lo que le ha precedido y, a la vez, afirma ciertas zonas de esa herencia, Arrufat ha creado una obra que posee vocación de perdurar y que lo ha situado en un sitio singular en el paisaje de nuestras letras. Esto lo ha resumido acertadamente el crítico húngaro Mihály Dés, al comentar que “frente a los folclorismos tropicales y los barroquismos culteranos, Arrufat representa una tradición clasicista apenas existente en la literatura cubana. Distante e irónico, reflexivo y a menudo alegórico, tiene una sensibilidad casi medieval para captar en el detalle el significado mayor; en lo particular, lo genérico”. Por su parte, Arrufat ha comentado: “Yo he ido ampliando mi escritura, extendiéndola hasta zonas a las cuales mi generación, o muchos escritores de mi generación, no les interesó llegar. Lo que me ha mantenido creando y publicando un libro tras otro ha sido esa especie de insatisfacción, de búsqueda, de ir removiendo, renunciando a algunas formas ya usadas, por mí mismo. Quitándome un vestido y poniéndome otros. Total, el cuerpo siempre es el mismo, cambian sólo los vestidos”.

Interesado en crear una literatura provocadora, imprudente y transgresora de los cánones establecidos, Arrufat ha aportado a nuestra literatura un puñado de libros singulares. Así, en ensayos como Las máscaras de Talía y Virgilio Piñera entre él y yo y en varios de los textos que recopiló en El hombre discursivo combina la reflexión con las posibilidades de la narrativa (pensar narrando, los ha definido su autor). La libertad formal de esos textos, sin embargo, no debe llamar a engaños, pues aunque no hagan ostentación de ello se sustentan en largas y rigurosas investigaciones. Entre esos títulos se destaca de modo particular De las pequeñas cosas, una colección de prosas poéticas, glosas, diálogos platónicos y ensayos breves que originalmente vieron la luz en una revista. En el prólogo a la edición española (en Cuba han salido dos), Andrés Trapiello expresó que estamos ante un libro bellísimo, “en su sencillez, en su franciscanismo”, un libro conmovedor, “uno de esos libros que llegan inesperadamente a nuestra vida y que terminan formando parte de ella para siempre”.

En otra de sus facetas, la de poeta, Arrufat sorprendió con Lirios sobre un fondo de espadas, un libro de poemas medievales en el cual imaginó, desde La Habana de los noventa, las voces de caballeros, monjes, trovadores, eremitas. Está asimismo La noche del Aguafiestas, una novela a contracorriente en la que su autor hace un homenaje a la conversación. Un libro de difícil clasificación, tal vez porque en el mismo confluyen varios géneros, es Ejercicios para hacer de la esterilidad virtud, integrado por sentencias, fragmentos y narraciones que se mueven entre el relato breve y el poema en prosa. Esa voluntad de experimentar se extiende también a su abundante producción teatral, que lamentablemente ha tenido muy escasa presencia en la práctica escénica de las últimas décadas. Obras como El caso se investiga, La repetición, El vivo al pollo y Todos los domingos ponen de manifiesto, como en pocos dramaturgos cubanos, el empeño por integrar expresiones vernáculas como el teatro bufo del siglo XIX con formas y estrategias creativas de las vanguardias. De esas dos fuentes, ya lo señaló Rine Leal, le vienen a las piezas de Arrufat un humor que cada vez se hace más popular y una imaginación que libera su diálogo de todo convencionalismo realista.

Antón Arrufat ovacionado por el público durante la presentación de su obra teatral Los Siete contra Tebas, en octubre de 2007 en La HabanaFoto

Antón Arrufat ovacionado por el público durante la presentación de su obra teatral Los Siete contra Tebas, en octubre de 2007 en La Habana.

Hombre curtido en numerosas batallas, tanto literarias como ideológicas, la biografía de Arrufat refleja las vicisitudes que ha vivido la política cultural de la Isla en el último medio siglo. Tras haber tenido una activa participación en la vida cultural en la década de los sesenta, pasó a ser excluido de ella durante catorce años a causa de la incomprensión que recibió su pieza teatral Los siete contra Tebas. Durante todo este tiempo aguardó con dignidad y paciencia a que llegase la rehabilitación, que finalmente comenzó a principios de los ochenta. Cuando en 1984 se publicó su novela La caja está cerrada, Arrufat pidió que la presentación pública se realizara en el almacén de la Biblioteca Municipal de Marianao, el sitio donde tuvo que trabajar cumpliendo con la disposición que lo excluyó. Eso me ha hecho recordar unos versos de Ana Ajmátova que no sé si Arrufat desconoce: “Y si un día, en este país/ alguien piensa erigirme un monumento,/ no me opongo a ese homenaje./ Pero pido una condición: que no se yerga/ ni a la orilla del mar, donde he nacido,/ porque ya se ha roto el último lazo que me unía al mar,/ ni en el jardín imperial, en ese sitio junto al árbol sagrado,/ donde una sombra inconsolable me busca,/ sino en ese lugar en el que he permanecido de pie durante trescientas horas/ sin que jamás se me abrieran las puertas./ Porque incluso en la muerte dichosa,/ temo olvidar el estruendo de los coches celulares,/ olvidar el ruido odioso de la cárcel al cerrarse,/ y a la vieja que aullaba como un animal herido”.

 Y concluyo aquí esta introducción, en la que pido excusas por haberme extendido más de lo que debía. Doy ahora la palabra a Antón Arrufat, quien es el verdadero protagonista de la columna de esta semana.

“Los lugares donde escribo han ido variando”

¿Qué condiciones necesitas para escribir? ¿Silencio, un lugar específico de la casa?

Antón Arrufat (AA): Los lugares han ido variando con las variaciones de mi vida. Cuando comencé a escribir tenía unos once años y lo hacía en el aula y encima del pupitre. Mientras el cura explicaba el régimen de las oraciones o la huida a Egipto de la Sagrada Familia, yo escribía algún poema con lápiz, en mi libreta de clases. El silencio no importaba, es decir, la ausencia de silencio. Las aulas siempre fueron ruidosas y el hermano jesuita no dejaba de hablar un segundo. Pero de muchacho sabía esconderme de todos, tal vez mi poder de concentración era grande y efectivo, y hacía reinar el silencio en torno y dentro de mí. Al cambiar de curso y botar las libretas en la basura, para iniciar el nuevo año con libretas en blanco, muchos de esos poemas se perdieron. Luego cambié el pupitre por la cama, y la libreta, por hojas en blanco. Me sentaba en el borde del bastidor, arrastraba una silla y ponía encima del asiento los papeles y me inclinaba con mi lápiz para escribir. A medida que mi vida cambiaba, y la pasión de escribir se convertía en un destino elegido, lo hice en otros lugares. Comencé a trabajar de pie, y aprendí a teclear en una máquina de escribir puesta encima del chiforrober… El poder de concentración pareció reducirse: buscaba lugares donde hubiera silencio, apartados y solitarios, el último cuarto abandonado, el de desahogo, donde apenas entraba alguien en el curso del día, o si tenía uno para mí solo, un cuarto propio, cuando ya vivía en La Habana, me encerraba con llave y colgaba un cartelito en la puerta “Estoy de viaje. No hago mandados”. Lo que escasas veces impedía que la familia me llamara. “Ahora que no estás haciendo nada, busca la sal en la bodega”. Escribir —o leer— siempre fue para el resto de la familia “no hacer nada”. Tal vez desde su visión de las cosas del mundo, no les faltara razón.

¿A qué horas acostumbras hacerlo?

AA: En la juventud, bien temprano en la mañana. Al saltar de la cama, después de darme un baño y desayunar. Era el mejor momento, la familia se había ido al trabajo, a hacer algo. Ese ceremonial, saltar de la cama, bañarme, desayunar, escribir, lo mantuve durante muchos años. Con frecuencia, durmiendo resolvía una escena, cerraba un capítulo, encontraba la expresión de un concepto. Una ilusión que me propiciaba el sueño, o ese momento en que uno va a despertar, pero todo se desvanecía al saltar de la cama. Hasta hoy he añorado la invención técnica de un aparato que convierta la energía espiritual de estos prodigiosos momentos en energía eléctrica, y todo permanezca grabado en una cinta al despertar. Años después, hacia los sesenta, escribo de noche, como ahora, cuando te contesto, durante el silencio de la casa, del barrio y de la ciudad. Al extenderse la noche. Principalmente cuando el interruptor diabólico del escritor, el teléfono, pierde la costumbre fatídica de sonar.

El cuarto del escritor Antón Arrufat en La Habana, fotografiado por Andre Moore, de su colección Cuba (1998-2002)Foto

El cuarto del escritor Antón Arrufat en La Habana, fotografiado por Andre Moore, de su colección Cuba (1998-2002).

¿Piensas mucho antes de sentarte a escribir?

AA: Según se trate de un poema, un cuento, una novela. Cada uno de estos géneros tiene su tiempo, o mejor: viene con su tiempo marcado. Los poemas pueden estar dándome vueltas un tiempo, tiempo difícil de cuantificar, oscuro, impreciso, hasta el instante en que acaban por brotar. Pero la realización, en su versión primera, es temblorosa, convulsa, absorbente. Entre el verso y la prosa median diferencias esenciales, a la hora de escribirlos. El poema parece estar dentro de la palabra, y uno mete la mano en esa masa informe, como el barro, para buscarlo y extraerlo a la superficie de la página. En cambio, escribir prosa es tener la idea, la escena, la materia, como delante de los ojos y uno comienza a tirarle palabras hasta que consigue aprehenderla. En una época yo escribía de pie, sobre todo las piezas teatrales, caminando por la casa, hablando en varias voces, como si hiciera un exorcismo. Volvía luego a la máquina para que cuajara la manera dialogante de las voces.

¿Escribes a mano o directamente en la computadora?

AA: Los poemas a mano, con lápiz y papel, sobre una tabla, puesta en los brazos de un sillón. De la manera más primitiva o rudimentaria posible. La computadora no sirve para el poema. Se mueve lenta en comparación con la velocidad de su aparición inesperada. Cuando queda lista, el poema se ha ido. Con el tiempo abandoné la máquina y comencé a trabajar la prosa narrativa o reflexiva en la computadora.

¿Tomas notas que luego utilizas?

AA: Si las obras son largas, las notas me resultan imprescindibles. Son la primera versión, un trazo de luz en el caos, la pequeña colección de palabras en papelitos, en los márgenes, o en “mis documentos" o "mi PC”.

¿Corriges mucho? ¿Lo haces acabado de escribir o prefieres hacerlo algún tiempo después?

AA: Yo escribo lentamente las obras en prosa, párrafo a párrafo, como hiriendo un pedazo de piel con un punzón. No corrijo, reescribo. Escribo sobre lo que ya escribí. La imagen del punzón, avanzando torpemente, es casi exacta. Algunos amigos burlones afirman que no escribo, que tacho. El primer párrafo es de importancia normativa, todo lo que vendrá me parece encontrarse en germen dentro de dicho párrafo. Es determinante, y va creciendo despacio. Por eso, no es “acabado de escribir” o “algún tiempo después”, sino mientras va ocurriendo la escritura. Para mí escribir es una labor completamente artesanal, insistente, aunque luego parezca, concluido el laboreo, fluir con naturalidad.

¿Cómo surgen los títulos, antes o después?

AA: Por lo regular antes de terminar, incluso antes de empezar. Nombrar, titular, es combatir la sombra, iluminar el camino, posesionarse previamente del sentido de la obra futura. A veces esto no ocurre, y el título mejor sustituye al inicial. Pero ha surgido de él, por contraste, por liquidación. Un título malo que abre la posibilidad, por eliminación, del título feliz.

¿Cómo escoges el nombre de los personajes de novelas, cuentos y obras teatrales?

AA: Juego con nombres conocidos de amigos y familiares. Los combino, los reduzco, mezclo uno con el otro. Puedo, a veces, no muy frecuentemente, hacerlo con el nombre de algún personaje literario o histórico. Esta maniobra tiene idéntica función iluminadora que la de titular. Decía Borges que encontrar un nombre es hallar un destino. La expresión es exacta.

¿Qué haces cuando estás bloqueado?

AA: Dejo de escribir y salgo de paseo. Si es muy grande el bloqueo, me dedico a hacer el amor.

¿Tienes alguna manía particular cuando escribes?

AA: Creo que cuanto te he dicho son manías, que el tiempo modifica o cambia por otras. Existe quien se viste de gala para escribir. Severo Sarduy, por el contrario, afirmaba que se quedaba desnudo tras masturbarse. Vestirse de gala o desnudarse me impresionan como trivialidades. Masturbarse me parece una flagrante mentira: es ponerse a escribir después de haber escalado una montaña. Pero hay algo de cierto en estas manías imaginarias, la escritura se relaciona con el cuerpo. Es una forma de la complicada armonía del hombre con su cuerpo.