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El mito de la excepcionalidad americana

Obama: “Creo en la excepcionalidad americana, igual que sospecho que los británicos creen en la excepcionalidad británica y los griegos creen en la excepcionalidad griega”

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Cuando el presidente Barack Obama se refiere a la excepcionalidad de Estados Unidos no lo hace apelando al poderío bélico, ni a una prepotencia que permita situarse por encima de otros, sino a una cualidad que posibilite a cada cual —Estado, pueblo, individuo— sentirse único, en la medida que nadie lo es. Este principio básico debe mantenerse, más allá de las diferencias partidistas.

“Creo en la excepcionalidad americana, igual que sospecho que los británicos creen en la excepcionalidad británica y los griegos creen en la excepcionalidad griega”, dijo Obama en 2009.

En su último discurso sobre el Estado de la Unión, el Presidente señaló que no es la función de esta nación “reconstruir cada país que entre en crisis”. Al tiempo que enfatizó: “Eso no es ser un líder. Es una manera segura de acabar en un atolladero, derramando sangre y dinero estadounidense. Es la lección de Vietnam, de Irak, y ya deberíamos haberla aprendido”.

Curiosamente, esta línea de acción, que por otra parte lo acerca a una tradición del pensamiento conservador —cuando los miembros del Partido Republicano criticaban al entonces presidente Bill Clinton por pretender convertir a los soldados estadounidenses en protectores de las guarderías de Kosovo—, no es compartida por algunos de los aspirantes a la nominación presidencial, precisamente republicana. Claro que en honor a ellos hay que admitir que el énfasis en sus discursos es destruir, no construir o proteger. Una política de “tierra arrasada”, como propone el senador Ted Cruz.

El cambio de estrategia conservadora ocurrió durante el mandato de George W. Bush, quien recurrió a una distorsión para que los hechos entraran en sus planes. Consideró a las “amenazas asimétricas” —referidas a los objetivos militares no convencionales, de las cuales el ejemplo más claro son las organizaciones terroristas— como si se tratara de potencias enemigas.

Bush recurrió a la vieja creencia estadounidense de considerar al “mal” como algo ajeno, fuera de sus fronteras. Con nuevos bríos, Donald Trump ha retomado la idea.

La clave para explicar el furor contra lo ajeno se encuentra en parte en el puritanismo norteamericano, algo arraigado en cierta zona del carácter nacional, que ocasionalmente reaparece e inicia un ciclo, y luego cede tras derrotas y muertes innecesarias. Para alimentar tales ideas, siempre del agrado del fundamentalismo evangelista, no hay nada mejor que hablar de decadencia y sembrar el miedo.

No hay mejor libro para comprender la historia de esta nación que En la raíz de América, de William Carlos Williams. Alguien que se limitó a ser un gran poeta y un excelente ensayista.

Williams escribió este libro para comprender mejor la esencia de su país, con los recursos de la prosa y la poesía como instrumentos de análisis. No es un tratado histórico y mucho menos una obra filosófica, pero supera ambos géneros con agudeza y conocimiento.

“Hay un ‘puritanismo’ —del que se oye hablar, sin duda, pero usted no ha visto cómo apesta todo lo que toca— que ha pervivido desde el pasado y que todavía vive en nosotros”, le dijo Williams a Valéry Larbaud en París.

Esa necesidad de sentirse puros, superiores y perfectos, todavía arraigada en una parte cada vez más minoritaria de este país, se ha convertido en la “pesada carga sobre el hombre blanco”, que denunció Norman Mailer en un artículo publicado en The New York Review of Books, el 17 de julio de 2003.

La proyección del mal como algo exterior a la sociedad norteamericana actúa a las mil maravillas en las mentes formadas durante decenas de años en la repulsa a lo desconocido.

Alimentándose con esos prejuicios sustentan sus campañas Trump y Cruz.


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